Capítulo 32
Al asomarse lentamente por la deteriorada ventana, vio el interior de un salón de estar. Había dos sillones, un cenicero de pie y una mesa de madera vieja con periódicos. No había nadie. El silencio era sepulcral. ¿Está William en casa o ha salido?, pensó Sebastian mirando a su alrededor por si descubría algún vehículo de transporte.
Sebastian metió la mano en su abrigo y sacó la Beretta. Con cuidado de no crear ruido, volvió al porche. Se fijó en que el alféizar de la ventana estaba recubierto de polvo. Asió la manilla. Abrió la puerta poco a poco. La situación evocó de nuevo a su pasado como policía. A esa inquietante situación de entrar en un terreno desconocido donde era vulnerable. Y ahora debía realizarlo sin un compañero protegiendo su espalda. Con ambas sosteniendo la empuñadura de la pistola, entró en el salón. A toda velocidad dirigió la mirada por todos lados, en busca del menor movimiento. Caminó hacia la cocina donde encontró platos y cubiertos en el fregadero. En el aire flotaba un extraño olor a té. A lo lejos oyó un murmullo. Como un riachuelo. Provenía de la planta de arriba.
Sin dejar de apuntar con la pistola, Sebastian subió por las escaleras. Con la mente llena de imágenes siniestras, entró en la primera habitación con la linterna encendida. Era un dormitorio con la cama desecha y un paquete de galletas en el suelo. La ventana estaba cerrada a cal y canto. Quien quiera que durmiese ahí, no se esmeraba demasiado con la limpieza. Salió de la habitación.
El murmullo subió de intensidad a medida que caminaba por el descansillo. Sintió el impulso de gritar el nombre la chica. Pero se contuvo. Registró después otra habitación sin ningún resultado. Llegó a la conclusión de que el murmullo de agua provenía de la cisterna del cuarto de baño. Debería de haber un problema con la junta, quizá un desgaste que ocasionaba la pérdida de agua. Al entrar en el baño, el ruido era notorio y provenía, en efecto, de la cisterna.
Bajó por las escaleras hasta el salón. Todo permanecía como congelado por el tiempo. Sebastian albergó la sensación de encontrarse en esos refugios perdidos en las montañas heladas para intrépidos exploradores. El ruido de la cisterna seguía perturbándole. Como una pertinaz mosca volando sobre su cabeza. Apoyó la mano en la balaustrada de madera. Y bajó las escaleras una a una. En su etapa de policía, cuando irrumpían en las casas de los sospechosos, llevaban un chaleco antibalas. Eso le había salvado la vida en un par de ocasiones. Ahora caminaba desnudo.
De nuevo una profunda oscuridad le envolvió al tiempo que descendía. Aguzó el oído. Nada. Con el foco de la linterna fue alumbrado los rincones. Al cruzar un umbral con forma de arco sintió como un intenso olor le golpeaba la nariz. Era el hedor a mezcla de orina y excrementos. Se echó para atrás. Pero en ese momento oyó una tenue respiración. Enfocó la linterna donde pensó que provenía el sonido. Vislumbró un bulto en el suelo que parecía moverse.
—¿Hay alguien ahí? —susurró.
Se oyó un gemido ahogado transcurridos unos segundos. La linterna enfocó unos ojos semicerrados, sobre los que caía un mechón de pelo. La figura se enderezó y con ese gesto se oyó el arrastre de las cadenas.
—¿Ivonne?
De nuevo un prolongado silencio. Sebastian bajó la pistola y se acercó.
—No, me llamo Laura —musitó.
Laura miró a Sebastian con los ojos bien abiertos. Su expresión era de auténtico pavor. Estaba atada por detrás y encadenada. Se volvió a tumbar sobre las mantas, exhausta.
—¿Dónde está Ivonne? —preguntó Sebastian colocándose en cuclillas.
—¿Quién eres?
Sebastian comprendió que primero debía ofrecer una explicación. Le dijo que había sido contratado por la hermana de Ivonne para encontrarla. Y lo que deseaba era llevarla sana y salva. Solo quería ayudar.
—Se la ha llevado hace un rato… Afuera… Estaba borracho y… —dijo con esfuerzo, hasta que rompió a llorar.
Le soltó las correas y le tomó del brazo. Aún quedaba por liberarla de la argolla clavada en la pared. Y que sujetaba la cadena. Sebastian le dijo que traería algo para liberarla. Salió de la casa y, con la ayuda de la linterna, buscó una enorme piedra. La encontró. Con ambas manos la cogió y regresó al sótano.
Entre Laura y él estamparon la piedra contra la argolla. Necesitaron de varios intentos para destrozarla.
—¿Tienes fuerzas para caminar? —preguntó él—. Hay un coche aparcado siguiendo el sendero. Ve allí y enciérrate con el seguro. Espéranos.
Laura asintió con la cabeza. Sebastian le ayudó a levantarse colocando su mano sobre la cintura. Al principio cojeó un poco.
—¿Estás bien? —preguntó Sebastian.
—Más o menos.
—¿Seguro que podrás ir hasta el coche?
—Prefiero intentarlo a quedarme aquí —dijo con un hilo de voz.
Caminaron con calma hasta las escaleras. El cuerpo de Laura temblaba. Sebastian se preguntó de dónde habría sido raptada. Por su aspecto dedujo que era estadounidense.
—¿Hace mucho que se llevó a Ivonne?
Negó con la cabeza.
—Hace unos diez minutos —dijo Laura.
—¿Sabes si hay teléfono en la casa?
—No lo sé —respondió con la mirada clavada en el suelo.
Desde la profundidad del bosque emergió un desgarrador un grito de mujer.
Sebastian y Laura permanecieron inmóviles por un instante, rígidos. Siguieron escuchando. Pero no se oyó el menor ruido. Salvo el irritante sonido de la cisterna.
—Ayúdala, por favor —dijo Laura tragando saliva—. Yo iré al coche. Os esperaré allí —dijo con una mano apoyada en la balaustrada.
—Agarra bien la cadena para que no tintinee.