Capítulo 18


La adrenalina inyectó una energía suplementaria en su deteriorado cuerpo. Forzó a que cada músculo se extendiera más allá de su límite.  Ignoró el dolor que sentía por cada una de las pisadas descalzas sobre la rugosa tierra. Lo único que estaba plantado en su mente era correr como nunca antes había corrido en su vida. No tropezarse con ninguna rama o piedra. Para ello debía mantener los ojos bien abiertos, detectar cualquier amenaza y esquivar el tropiezo. Casi era como esos videojuegos a los que era tan aficionado Rolando. Saltar entre edificios, dar volteretas, agarrarse a la barandilla… 

Pero ahora estaba experimentado la vida real. Lo notaba en cada latido que amenazaba con salirse de su pecho. En la oscuridad que la envolvía, en el olor penetrante a bosque, el tintineo de la cadena, en las piedrecitas incrustadas en la planta de los pies. Y en esa siniestra sensación de pánico que era el motor que le impedía desfallecer. 

Durante varias semanas la idea de la muerte se había fijado en su cabeza. No deseaba morir, pero si ocurría al menos sería una liberación. Prefería eso que no caer en la demencia. Porque ¿qué otro destino le esperaba allí encerrada? 

Llegó a un claro de la montaña con la respiración jadeante. La luna llena resplandecía. El sudor le caía por la frente. Percibía su frágil cuerpo a punto de quebrarse. Ante ella se extendía más vegetación. Cualquier camino le llevaría a la salvación o a la condena. Instintivamente se detuvo, miró hacia atrás y aguzó el oído. Entre la espesura del bosque no se oía más que un graznido a lo lejos. Fijó la vista entre los troncos de los árboles, quizá una sombra que se moviera veloz… Pero nada, reinaba la calma. Una espeluznante calma. 

Su cuerpo le rogaba que se tumbase sobre la hierba. Que disfrutara de un breve receso para acumular más resistencia. Pero Ivonne sabía que era una estúpida decisión. En mitad del bosque sus esperanzas de sobrevivir serían escasas. Por no decir milagrosas. Procuró desprenderse de la cadena quitándose el collar de púas. Pero después de varios intentos, desistió. Era como si la apertura estuviese soldada. Parpadeó varias veces. Las lágrimas impedían ver con claridad. Se agachó para apoyar las manos sobre las rodillas mientras su respiración seguía jadeante. Solo necesitaba descansar un poco más. La espinilla estaba surcada de arañazos por el roce con las espinas. 

Oyó el crujir de una rama. Al segundo, una voz masculina gritaba un improperio. Ni siquiera se molestó en saber de dónde exactamente provenía el sonido. Continuó con su frenética huida a cualquier parte lejos de aquel loco. 

Continuó corriendo con desesperación unos diez minutos más. Un calambre en la pierna derecha le hizo detenerse abruptamente. Cayó al suelo. Fue entonces cuando decidió que no podía más. Su cuerpo había dicho basta. Necesitaba descansar. De lo contrario moriría de agotamiento. El cansancio podía más que el miedo. 

Entre respiraciones entrecortadas procuraba generar saliva. Notaba los labios resecos, un nudo en la garganta. Cerró los ojos como así pudiera alejarse lo máximo de aquel bosque amenazador. Su corazón seguía palpitando con furia. Ivonne pensaba que estallaría de un momento a otro. 

Sintió que algo entraba por la pernera del pantalón. Era viscoso, frío y pequeño. Al imaginarse una lagartija o una culebra hizo un gesto de asco. Se levantó con pasmosa rapidez pero se mareó. Se quedó quieta esperando que la terrible sensación se desvaneciera. 

Con la cadena en la mano para evitar el ruido metálico, volvió a mirar hacia atrás. La espesura del bosque seguía allí  albergando el misterio y el horror que caería sobre ella. Ivonne siguió caminando hacia el sur. Aunque cada vez con mayor lentitud.

Se quedó de piedra cuando se topó con una carretera asfaltada. Parpadeó varias veces pensando que se trataría de una alucinación. No pudo evitar sentir la calidez de la esperanza acariciando su corazón. 

Miró en ambos sentidos. Ivonne pensó que solo necesitaba caminar con el ferviente deseo de que alguien detuviese el coche. Ella se encargaría de disuadirle situándose en frente si era necesario. Volvió a mirar atrás. 

Ivonne caminó. Cojeaba y el tobillo izquierdo estaba hinchado. El ruido de un potente motor a su espalda le hizo girarse. Era un coche lujoso y negro. Un Mercedes. 

Sin pensarlo dos veces, Ivonne se internó en la calzada. Agitó los brazos con las últimas gotas de energía de su cuerpo. El coche frenó de golpe a un par de metros. Debido a las luces Ivonne no pudo ver al conductor. 

Corrió hacia la ventanilla pensando que su aspecto demacrado y sucio lo asustaría. Era un hombre de mediana edad. Viajaba solo. Abrió la puerta y se apeó del vehículo. Vestía con un abrigo grueso con capucha. 

—Necesito ayuda… —dijo Ivonne dando un paso hacia atrás. 

—¿Qué ha pasado? —preguntó el hombre con una profunda expresión de perplejidad. 

Ivonne tragó saliva. 

—Estaba secuestrada y… —dijo incapaz de ordenar sus pensamientos. Solo deseaba llorar. 

El hombre la rodeó por los brazos conteniendo un gesto de repulsión por el olor que despedía Ivonne. Sin embargo, con esmero la condujo hasta el asiento trasero del coche. 

—Túmbate. Te llevaré a un hospital —dijo el hombre mirando hacia la carretera. 

Las debilitadas fuerzas de Ivonne le impidieron agradecer el gesto de su salvador. Se tumbó sobre el asiento. Qué extraña le parecía la comodidad del asiento de cuero. Olía a nuevo. Deseaba cerrar los ojos y dormir durante una semana, pero la tensión se lo impedía. Se acordó de su hermana por un segundo. Se fundiría en un enorme abrazo dentro de muy poco. 

—Descansa. Pronto estarás en casa —dijo el hombre sonriendo. 

Antes de poner primera, el hombre estiró la mano hacia el salpicadero. Apretó un botón y, en el acto, se oyó el sonido del cierre centralizado. Las cuatro puertas estaban bloqueadas. Ivonne se extrañó. Fue esa la primera señal de alarma. 

—¿Por qué? —preguntó Ivonne con un hilo de voz, medio incorporándose.

El hombre se giró de perfil para responder. La respuesta fue clara y contundente. Como un mazazo en la cabeza. 

—Ese idiota de mi hermano te ha dejado escapar —dijo clavando sus ojos en ella—. Ahora, estate quieta y no me obligues a emplear la violencia. Como te he dicho, pronto estarás en casa. 


 

La noche estrellada
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