Capítulo 31


Fue raudo hacia la mesa, apartó de un manotazo el resto de objetos. Se fijó en la tablet agrietada y de pantalla oscura. Era un iPad mini. Le apretó el botón de encendido. Pero no cambió de estado. Rebuscó entre los cajones hasta que encontró un cable y el cargador correspondiente. Sin perder un segundo, conectó el dispositivo a la corriente y fijó la vista en la pantalla. Pensó que si no se encendía la angustia del fracaso sería abrumadora e insoportable. Le acompañaría el resto de su vida. 

Al percibir un ligero mareo, tomó asiento sin apartar la vista de la tablet. Transcurrieron unos diez minutos. Después apareció el icono de una batería cargándose. Sebastian pensó que era una excelente señal. A pesar del aspecto descuidado, quizá funcionase. El icono parpadeaba. Se colocó de pie con objeto de pasear por el salón mientras la cabeza se le llenaba de pensamientos morbosos. La imagen de los cadáveres de Rules y El Duque, la cara de pánico de Lucky, el cuerpo juvenil del joven Breeze, su padre… En sus nueve años como policía en Baltimore nunca se había topado con tantos cadáveres en tan pocos días. 

La pantalla de la tablet se iluminó. Sebastian dejó escapar un suspiro. Llegaba un momento decisivo. Tomó asiento. Ante sus ojos apareció el logo del fabricante y, al segundo, la pantalla del escritorio. Para acceder a ella se exigía una contraseña. 

Sebastian escribió la que confesó Rules antes de morir. La pantalla con las aplicaciones se le abrió para él. Dejó escapar otro suspiro, esta vez más largo y profundo. Rules se había compadecido a última hora de Ivonne. Cuando él mismo vio el rostro de la muerte a un milímetro en aquel lúgubre sótano frente a Morny y el chico, también sintió una brusca revelación. De una forma retorcida, algo le conectaba a Rules en lo más profundo. 

En el iPad primero examinó aquello que le pareció más personal. En la aplicación de Notas no encontró nada. Pero en el archivo de correos electrónicos encontró algo interesante. Se trataba de un intercambio de correos con un agente inmobiliario. Estaban fechados dos semanas atrás. El Duque mencionaba su preferencia por el alquiler de la casa cerca del parque de Shenandoah, en el estado de Virginia. El agente le felicitaba por su decisión. Y le comentaba el deseo de que se pasara por su oficina para firmar el contrato. 

Sebastian abrió entonces la aplicación de Mapas. Tal y como esperaba había una ruta establecida desde su casa hasta la vivienda. Debía ponerse en marcha lo antes posible. Según indicaba el rótulo a un costado de la pantalla, la duración del viaje constaba de casi dos horas. 

Se le pasó por la cabeza llamar a la policía. Pero luego pensó que era mejor esperar hasta saber con certeza que Ivonne estaba en la casa. 

Bajó las escaleras, salió de la casa y se subió al coche. La batería del iPad aún no se había cargado del todo. Por lo que decidió copiar la dirección en el GPS del BMW. No obstante, optó por llevarse el iPad dejándolo sobre el asiento del copiloto. 

Durante el trayecto fue escuchando la voz robótica del asistente virtual que le indicaba la ruta a seguir. Era noche cerrada y el camino no estaba iluminado. A pesar de que el tiempo corría en su contra, decidió no rebasar el límite permitido. 



Sebastian se detuvo en las afueras de un pueblo llamado Sperryville. Necesitaba repostar gasolina. Aprovechó la ocasión para preguntar al dependiente. No se fiaba de que el GPS fuese tan preciso en un lugar remoto. Le enseñó las fotografías de la propiedad adjuntas en el correo electrónico. 

—Mmmm… —dijo rascándose la cabeza—. Creo que sé cuál es. Tiene que tomar un desvío donde dice «Propiedad privada». Es un gran letrero rojo. 

—Gracias —dijo Sebastian con una media sonrisa. 

Condujo lento. A su alrededor no había más que oscuridad, las sombras de la vegetación y, en lo alto, la media luna. De vez en cuando se cruzaba con otro vehículo en dirección contraria. Pensó que si divisaba el desvío sería prudente apagar los faros. Caminaría por el sendero de tierra hasta la casa. Con suerte el BMW dispondría de una linterna junto a la bolsa de herramientas para cambiar la rueda. 

Cuando vislumbró el letrero apagó los faros. Se detuvo a un lado de la carretera. Se ayudó del resplandor de la tablet para abrir el maletero. Tal y como había supuesto, había una linterna en la bolsa de herramientas. Dejó la tablet y cerró el maletero. Miró a lo lejos. No se veía más que sombras. El cuerpo tiritaba de frío. 

Cruzó la carretera y subió la colina a través del sendero arbolado. Se sobresaltó al descubrir una silueta oscura. Pero luego se percató de que eran unos matorrales. Los pasos crujían sobre la gravilla en medio de un silencio abrumador. La propiedad era enorme. Ideal para ocultarse del mundo. A Sebastian no le hubiera disgustado disponer de un espacio como ese para él solo. Vivir como un ermitaño, al igual que el ensayista Henry David Thoreau durante dos años en una cabaña junto al lago Walden. 

Distinguió el contorno de una casa recortada sobre el cielo nocturno. Enseguida pensó en William y en el desconocimiento de lo que se le avecinaba. Apagó la linterna. Miró el teléfono. Sin cobertura. Caminó con sigilo a través de la maleza hasta que obtuvo una mejor visión de la casa. Estaba algo deteriorada. Construida con piedra caliza, constaba de dos plantas, con un porche de aspecto ruinoso. Era una vivienda que daba escalofríos. 

Oyó algo arrastrándose por la hojarasca. Pero enseguida el ruido se extinguió. Palpó fugazmente a su fiel compañera en el bolsillo de su abrigo. Le bastaba con saber que estaba ahí para disfrutar de una breve dosis de calma. Como si fuera un caramelo que lo saboreara en un instante para luego escupirlo. 

Se dirigió a la ventana. En el camino observó que bajo la puerta se atisbaba una franja de luz. Aguzó el oído. Pero no se oía nada salvo la profundidad de la noche. 

Ya estoy cerca, Ivonne, pensó Sebastian. 






La noche estrellada
titlepage.xhtml
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_001.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_002.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_003.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_004.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_005.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_006.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_007.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_008.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_009.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_010.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_011.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_012.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_013.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_014.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_015.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_016.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_017.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_018.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_019.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_020.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_021.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_022.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_023.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_024.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_025.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_026.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_027.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_028.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_029.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_030.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_031.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_032.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_033.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_034.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_035.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_036.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_037.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_038.html