Capítulo 20


Morny tenía la misma boca ancha y sucia que en la foto. El mismo hoyuelo en la barbilla, el mismo pelo rapado al cepillo y las mismas mejillas gruesas. No había lugar a dudas: era él. Era del tamaño de un oso vestido con una camisa de pana. Sus brazos eran robustos como dos troncos de árboles. 

Sebastian comprendió el motivo de la dificultad de cobrar la deuda. El Duque podía mandar que a mataran Morny, pero entonces no recuperaría el dinero. Sebastian comprendió que El Duque nada tenía que perder al enviarle a una misión suicida. Si recuperaba lo que era suyo, perfecto. Si no, nada se perdía. 

Volvió a mirar una vez al gigante Morny mientras atendía a una clienta. Parecía mayor. Los labios eran finos y parecían que echaban de menos una sonrisa. Con su gran zarpa tomó la botella y tecleó el código en la caja registradora. La clienta era una señora mayor ansiosa por parlotear. Pero Morny mantenía su gélida expresión. ¿Sería el dueño del negocio o un asalariado? ¿Por qué debía tanto dinero? ¿Drogas, apuestas…?

Sebastian se desplazó hasta la zona de refrigerados. Había una oferta de dos por uno de un refresco que capturó su atención. Llevaba las manos en los bolsillos reflejando la actitud de aquellos que solo husmean pero no compran. Estaba convencido de que Morny se había fijado en él. El negocio era pequeño, aunque lleno de recovecos. Alzó la vista y descubrió varias cámaras de seguridad. Apretó la empuñadura de su fiel compañera. 

—Eh, usted, ¿va a comprar algo? —gruñó Morny. 

Sebastian se giró para comprobar que se dirigía a él. Morny estaba sentado sobre un taburete. Detrás de él una serie de baldas contiguas colgaban de una columna. En cada una de ellas se acumulaban viejas revistas. 

—¿Tiene chocolate con almendras? —preguntó lo primero que se le pasó por la cabeza. 

Morny chasqueó la boca. Se levantó. Y se acercó a una estantería de madera. Justo al lado de uno donuts de chocolate y un bote de cacao, se encontraba lo que había pedido Sebastian. Morny se lo señaló a Sebastian desde lejos. Llevaba un pantalón vaquero ajustado, las piernas eran enormes. Como la de un luchador de sumo. 

Sebastian asintió con la cabeza. 

—Echaré un vistazo más si no le importa —dijo. 

—Dese prisa, voy a cerrar y quiero irme cuanto antes —dijo con cierta brusquedad. 

Morny tomó asiento en el taburete, cogió una de las revistas y la abrió. Se enfrascó en la lectura con rostro concentrado. Parecía un número antiguo dedicado a deportes.

Al cabo de unos cinco minutos apareció un chico por la puerta. No tendría más de veinte años. Era de raza latina, menudo, y llevaba una pañuelo anudado a la frente. A Sebastian le pareció que había visto su cara en otra parte. Pero no lo consiguió ubicar. Sin decir una palabra, entregó a Morny un paquete envuelto en plástico y se marchó. Morny se agachó para guardarlo en alguna parte bajo el mostrador. Sebastian oyó un clic metálico que podía ser una caja fuerte. 

Tomó un cartón de leche y, antes de encaminarse hacia el mostrador, lanzó un discreto suspiro. Se recordó a sí mismo por qué lo estaba haciendo. Por alguien desconocido se arriesgaba a morir o a pasar por la cárcel. ¿Por qué había llegado a esta situación? Porque no había sabido leer entre líneas lo que la vida le había intentado decir desde el principio. 

—Me llevaré también esto —dijo Sebastian alzando el cartón. 

Cuando Morny alzó la vista para tomar el cartón, Sebastian sacó la Beretta del bolsillo de su abrigo. Apretando los labios apuntó a Morny y quitó el seguro. Pensó en dispararle en la cintura si de repente el hombre se rebelaba. 

—Dame el sobre —dijo Sebastian. 

La expresión de Morny continuó fría y distante. 

—¿Estás seguro de lo que haces? No seas idiota. Aún estás a tiempo de salir por esa puerta y hacer como si nada hubiera pasado. 

—Dame el paquete —insistió—. No quiero liarme a tiros. 

Morny hizo el ademán para agacharse. Sebastian le dijo que se moviera despacio, muy despacio, a lo que Morny obedeció. Sin dejar de apuntarle, rodeó el mostrador para obtener una mejor visión. No era descabellado pensar que dispusiera de un arma escondida en alguna parte. Morny se agachó y abrió con la llave una caja.

—Tíralo a mis pies —dijo Sebastian sintiendo el pulso a mil. 

El hombre le miró. Sebastian pensó que estaba calibrando las posibilidades de algún movimiento rápido e inesperado. No podía culparle por intentarlo. Con toda probabilidad, sus jefes se mostrarían descontentos con el robo. 

De reojo Sebastian miró la entrada al supermercado. No debía perderla de vista. Si entraba alguien corría el riesgo de que todo se viniera abajo. Más allá del escaparate, por encima del mostrador, la calle se veía extrañamente apacible. Pasó un señor con un gabardina sumido en sus pensamientos. Se perdió de vista en escasos segundos. 

Morny lanzó el paquete con buena puntería. Cayó justo en frente de sus pies. El color era una mezcla de blanco y amarillo debido a las envolturas de plástico. 

El sentido común le dijo que debía examinar el contenido. Entraba dentro de lo probable que tuvieran un doble paquete en caso de atracos. De cuclillas, con la mano libre, y siempre con el cañón apuntando, desenvolvió el paquete no sin cierta dificultad. Nada más descubrir el verde del dinero recibió una descarga de adrenalina. 

El golpe llegó por atrás. A la altura del estómago. Sebastian sintió cómo algo romo y duro le atizaba el costado. Dejó escapar un gruñido y cayó al suelo. La Beretta siguió el mismo destino. El dolor era tan intenso que le impedía preguntarse qué había pasado. Era como si un fantasma le hubiese atacado a traición. 

La noche estrellada
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