Capítulo 27
Cuando Sebastian llegó al Centro de Detención y Deportación en la avenida Prosperity eran las dos de la tarde. Había dejado a su Beretta en casa de Dora. Y se había provisto de un carné de conducir falso. Entraba dentro de lo probable que fuera registrado en la entrada. Y que le exigieran una identificación en el mostrador de entrada.
Obtener el carné de conducir falso fue una tarea más sencilla de lo que parecía en un principio. Gracias a su experiencia en Baltimore sabía que era factible sin excesivos riesgos. Esa misma mañana, muy temprano se dirigió a la avenida Wisconsin porque conocía un restaurante italiano donde trabajan mexicanos.
Se acercó a uno de ellos y le preguntó si podía reunirse con él en su próximo descanso. Quince minutos más tarde se encontraba hablando con un tipo llamado Ramiro que le miraba con cierto recelo. En general, los clientes de Ramiro eran compatriotas o gente de América del Sur. Que un americano le pidiese un carné de conducir apócrifo despertaba lógicas sospechas.
—¿Para qué lo quieres? —preguntó Ramiro mientras sostenía un cigarrillo en su mano derecha. Su uniforme consistía en una corbata negra y camisa blanca. A pesar de la baja temperatura, el mexicano parecía no resentirse.
—Voy a visitar a una amiga al centro de detención de inmigrantes. Fue capturada por la policía —dijo Sebastian con las manos guardadas en el bolsillo del abrigo.
—¿Eres policía?
—No.
—¿Y tú documentación dónde está?
—Perdida. No puedo usar mi verdadero nombre. Se supone que estoy muerto y enterrado en el cementerio de Arlington. Tenía un montón de deudas y era mejor desaparecer —dijo Sebastian consciente de que el verdadero motivo sería difícil de creer.
Ramiro arqueó una ceja. Apuró la última calada del cigarrillo. La tiró al suelo mientras expulsaba el humo. Sus pensamientos se podían adivinar. ¿Era creíble la historia o era un cuento para tenderle una trampa?
Sebastian se abrió el abrigo y la camisa para enseñarle el pecho. Pretendía demostrarle que no acarreaba ningún micrófono con objeto de grabar la conversación.
—Doscientos dólares y por adelantado —dijo Ramiro—. Dame un número de teléfono para avisarte dónde es la recogida.
Sebastian se lo facilitó. Ramiro lo apuntó en su teléfono móvil. A continuación, Sebastian le entregó una fotografía tamaño carné realizada en una tienda del centro. Le habían cobrado veinte dólares. Le indicó el nombre que debía figurar, así como la fecha de nacimiento. Eligió la de su madre para que fuera más sencillo memorizarlo. Por último, le entregó el dinero. En general, el dinero se entregaba en el momento de la entrega, aunque comprendía la desconfianza de Ramiro.
Una hora después le llamaron desde un número oculto. La voz pertenecía a un hombre distinto. Pero con similar acento. Le informó de forma brusca que fuera a recoger el sobre en la biblioteca pública de la avenida Petworth. Encontraría lo que buscaba en la primera página de la biografía en castellano de Nelson Mandela, llamada «Conversaciones consigo mismo».
Una vez cumplido el protocolo de entrada en el Centro de Detención y Deportación, Sebastian tomó asiento en una pequeña y barata mesa de madera. A su alrededor diferentes detenidos hablaban con sus visitantes. El ambiente estaba cargado de una profunda melancolía. A su espalda oyó un sollozo y más lejos una contenida discusión. La vestimenta de los detenidos era su ropa cotidiana de la calle.
Una puerta enrejada se abrió cerca de la entrada. Sebastian observó cómo Dora caminaba hacia él con cara afligida. Todo por lo que ella había luchado se había desmoronado en cuestión de segundos.
—Hola —dijo Sebastian con media sonrisa.
—¿Has encontrado a Ivonne? —preguntó con ansia mientras tomaba asiento. La hinchazón de la mejilla había disminuido un poco.
—Ya sé quién lo hizo, ahora solo he de sonsacarle la información.
—Qué bueno ha sido contratarte. Seguro que la encuentras, Sam. Tengo mucha fe en ti —dijo Dora colocando una mano sobre la suya—. Anoche soñé que me reunía con ella, ¿te lo puedes creer? Tengo ese pálpito… Mi pobre hermana.
Sebastian optó por no recortar el vuelo esperanzador de Dora. Tampoco disponía de motivos para llevarla la contraria. Quizá Ivonne estuviese viva. Las probabilidades eran del cincuenta por cien. ¿Por qué no llenarse de optimismo?
—¿Qué ha pasado, por qué estás aquí? —preguntó Sebastian—. María me lo dijo, pero no quiso darme ningún detalle.
Retiró la mano y respiró hondo.
—Me denunciaron y vinieron a por mí —dijo Dora con voz queda.
—¿Quién?
—El hombre al que golpeaste —dijo clavando sus ojos castaños en Sebastian.
Sebastian cerró los puños hasta que brillaron los nudillos. Después se levantó y se volvió a sentar. Había jugado con fuego para terminar achicharrado.
—Lo siento. Fui un estúpido —dijo cruzándose de brazos y negando con la cabeza.
—No te preocupes. Supongo que era algo que estaba escrito. Tarde o temprano hubiera sucedido —dijo Dora procurando imprimir una pátina de ternura a sus palabras. Pero Sebastian sabía que en el fondo de su alma se lo reprochaba. Su única salida al perdón sería encontrar a Ivonne.
—Parece que ese desgraciado tiene amigos influyentes. En cuarenta y ocho horas me deportan —dijo, resignada.
—¿Hay algo que pueda hacer para sacarte de aquí?
Dora alzó los hombros. Su mirada se volvió acuosa.
—Volveré a cruzar la frontera, no me queda otra opción. Lo haré en cuanto pueda. Cuando la encuentres, dile que me llame a casa de los primos. No importa si es de madrugada. ¿Lo harás?
—Te lo prometo, Dora.
—Gracias, Sam.
—Hay una cosa que creo que debes saber.
Dora se inclinó hacia adelante apoyando los codos sobre la mesa. Al otro lado de las rejas, un par de guardias de seguridad no les quitaban ojo de encima. Supuso que no era corriente que un americano visitara a una de las detenidas.
—Ivonne estaba embarazada y buscó una forma de abortar.
—¿Estaba embarazada? —preguntó con cara de asombro—. No me dijo nada…
—Estaba asustada, y cometió un error —interrumpió—. Eso ya forma parte del pasado. No sabía si era algo que yo debía decirte, puesto que es algo personal, pero como fuiste tú quien me contrató creo que deberías saberlo.
—¿Y qué pasó después?
—Fue ahí donde se perdió la pista. Hoy mismo voy a hablar con aquellos que lo organizaron todo.
—¿Entones pasó algo durante la operación? —preguntó con evidente nerviosismo.
—No lo sé. Eso es lo que voy a averiguar —dijo con determinación.
Sebastian la miró pensando que quizá sería la última vez que la tuviera delante de él.