Capítulo 3


El dormitorio era pequeño aunque cada rincón estaba bien aprovechado con muebles baratos. Por un lado, una estantería de mimbre repleta de libros y dvd. Por otra una cómoda de seis cajones en cuya repisa reposaba la estampa de un santo. Desde la austera ventana se divisaba el asfalto del barrio. Un detalle le llamó la atención: las borlas doradas de un cojín que suavizaba el duro asiento de una silla de madera. Sobre la cama se desplegaba un edredón rosa brillante, con dos cojines a juego. Para sorpresa de Sebastian no apestaba a sexo, aunque pudiera ser debido al intenso aroma a incienso. Sobre la mesilla de noche reposaba un antifaz para dormir. En suma, un dormitorio triste y conservador. 

La prostituta estaba lista para la faena. Llevaba unas medias de encaje, una ligera bata con un color semejante al edredón y un corsé semitransparente. Los labios estaban pintados de un color rojo tan chillón que dañaba a la vista. 

—Bienvenido a mi morada —dijo Lili o Lilian de pie, al borde de la cama, cruzando las piernas. 

—Hola —dijo Sebastian frente a la puerta. Después de la ducha se sentía más ligero y fresco. 

—¿Tienes alguna petición especial? —dijo ella como si se encontraran en una tienda y ella fuera la dependiente. 

—Lo de siempre —dijo con tono cansado. 

Mientras ella se sentaba sobre el borde de la cama y se despojaba de la bata de espaldas a él, al ver las estrellas tatuadas en su hombro Sebastian evocó su último encuentro. En aquella habitación del hotel donde hablaron del cartel de una película llamada «Chantaje en Broadway». No sabía muy bien por qué ella le atraía más que otras, quizá porque había algo subyacente, una cierta melancolía que derramaban sus ojos. Debía rondar los cuarenta años. Llevaba el pelo corto y teñido de rojo como la otra vez. La única diferencia es que la sombra de ojos era de un color más natural. 

—Qué delgado estás, ¿qué te ha pasado? —dijo ella de perfil mientras él se acercaba hincando la rodilla en la cama, ya desnudo.

—Estoy a dieta —dijo mirando la sugerente curva de su cuello, después empezó a mordisquearlo mientras dejaba caer la tira del corsé admirando el tono tostado de su piel—. Ahora solo como ensaladas y sin salsa.

El sexo de Sebastian se empalmó como un pepino. Lo que para él fue un alivio, ya que temía que su nuevo estilo de vida influyera en su libido. Por fortuna, el corsé no era de aquellos con lazos que exigía una inversión de tiempo y esfuerzo, sino con cierres metálicos que facilitaron la labor. Sebastian agradeció para sí mismo los avances modernos del mercado de la lencería erótica. En pocos segundos obtuvo la visión esplendorosa del cuerpo: bien torneado, con curvas jugosas y la idónea dimensión de los pechos para ser cubiertos por sus manos. Sebastian pensó que el último dinero que le quedaba en el bolsillo estaba bien empleado.

Pasados unos minutos, cuando su fiebre alcanzó el éxtasis y se dejó caer sobre la cama, agonizando de placer, volvió a la realidad. Ignoraba cuánto tardaría en regresar al lecho de alquiler de Iris o Lili. Y aquello le afligía. 

Ella se vestía de nuevo como si nada hubiera pasado. Mientras que él debía sacudirse el efecto hipnotizador de un momento tan íntimo y sensual. De lo contrario, acabaría siendo un demente. Antes de que la meretriz le dijera que todo había terminado con su frialdad ya característica, Sebastian comenzó a vestirse con su ropaje andrajoso. Afuera ya había anochecido. La franja de ciudad que veía desde la ventana no era más que una mancha negra como el petróleo. 

La mujer tomó asiento en la silla con el cojín de borlas doradas, se cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Estaba vestida de nuevo, aunque solo con la bata. Se rascó la barbilla con la mano que sostenía el cigarro, en una pose reflexiva. Sebastian percibió cómo su mirada castaña se clavaba en él, pero no dijo nada.  

—¿Tú eres policía, verdad? —preguntó después de exhalar el nocivo humo. 

Sebastian dejó de atarse los zapatos polvorientos. Giró la cabeza, sorprendido. Ella le dedicó una mirada impenetrable.  

—¿Cómo lo sabes? —respondió él. Deseaba averiguar hasta dónde debía llegar su mentira. 

—Siempre lo había sospechado, bueno, hoy no lo pareces. Pero las otras veces se notaba, todas sabemos cuando estamos con un poli —dijo ella con cierta arrogancia. 

—¿Por qué lo preguntas? —dijo aun sentado en el borde de la cama. 

—Verás… —y entonces hizo una pausa, como si la necesitara para ordenar sus pensamientos o ideas—. Necesito ayuda profesional. Estoy buscando a una persona. 

—¿A quién?

Ella se levantó y se acercó hasta la cómoda. Abrió el primer cajón. Extrajo una fotografía que entregó a Sebastian. Era una chica más joven, con una melena oscura y una nariz fina adornada con un pendiente. Los iris eran de diferente color: uno castaño y el otro verde. No llevaba maquillaje y sonreía con naturalidad mientras abrazaba a un pastor alemán. Toda su cara destilaba el encanto enloquecido de la juventud.

—A mi hermana.

—¿Por qué no contratas a un detective privado? —preguntó devolviendo la fotografía a su dueña. 

La prostituta hizo un gesto con la mano, como si la idea fuera del todo inservible. 

—Ya lo hice, pero fue una estafa, se quedó con mi dinero y no hizo nada. Se cree que las putas somos tontas. Dijo que Ivonne había regresado a México pero no me lo creí.  

—¿Por qué? 

—Dejó todas sus cosas en su apartamento. Su ropa, su maquillaje, su… las maletas… Todo —dijo abriendo los ojos—. Además, había pagado su parte del alquiler. Nadie se marcha a su país de repente, sin despedirse. Ni siquiera avisó en su trabajo. 

Sus ojos se humedecieron mientras el humo del cigarrillo ascendía en espirales. 

—No sé si podré. Están pasando muchas cosas en mi vida —dijo Sebastian. Sí, había sido una especie de detective en la DIA pero la calle nunca había sido su campo de acción. Una cosa era atrapar topos, otra bien distinta era localizar personas—. ¿Por qué no contratas a otro?

—Son caros, y no me queda mucho dinero. Estoy ahorrando para la mica. Quiero quedarme en el país —dijo tomando un cenicero. 

A Sebastian no le sorprendió que ella fuera una ilegal en el país. Probablemente era una información que, en su momento, prefirió ignorar. Todo el mundo sabe lo costoso que es tramitar la mica y lo importante que es topar con un abogado honesto. A Sebastian le dio la impresión de que a ella le había costado encontrar uno. 

—Estaba pensando que podíamos hacer algún tipo de arreglo… No lo sé, por ejemplo hacerlo gratis una vez a la semana. Estoy dispuesta a negociar —dijo con cierta inseguridad—. Temo que algo le haya pasado y llevo varios días sin dormir. 

—¿No tienes alguna idea de dónde pueda estar? 

Ella suspiró. 

—No lo sé, la verdad. Ivonne y yo discutimos el día antes de que desapareciera. Hace un mes ya. Era la primera vez que nos peleamos de esa forma. No me gustaba el bar donde trabajaba, sus nuevas compañías, su actitud desafiante… Pero ella es así, muy confiada con la gente. Se va con cualquiera que le caiga bien, y eso que ya tiene veintiséis años, pero sigue siendo una niña. Yo la he tratado con todo el cariño que he podido, la he mantenido, la he protegido pero, claro, no puedo ser su ángel de la guardia. Ella es joven y quiere moverse sola, ya sabes, su independencia y todo eso. Si la encuentras, haré lo que me pides, todo lo que me pidas —dijo emocionada. 

Tosió, buscó un pañuelo y se secó las lágrimas. 

—Creo que la raptaron —musitó. 

Sebastian volvió a tomar la fotografía y sintió que Ivonne la miraba. ¿Habría desaparecido por propia voluntad?, pensó. Por desgracia, la prostituta no podía acudir a la policía si no quería tomar un vuelo a México pagado por el estado estadounidense. 

—Necesitaré algo de dinero para los gastos —dijo Sebastian—. Y la dirección donde vive y de su trabajo. 

La prostituta se levantó de nuevo de su asiento y abrió el mismo cajón. De una lata vacía de Coca-cola extrajo un fajo de billetes y una llave. 

—Toma —dijo extendiendo dos billetes de cien y la llave—. Y le diré a María que te devuelva el dinero de hoy. La llave es de su apartamento, lo comparte con otra chica. Yo tengo una copia por si acaso se le perdía. Te anotaré la dirección.  

Sebastian se guardó el dinero en su bolsillo y se puso de pie, no del todo convencido de lo que estaba sucediendo. El ambiente había cambiado de golpe, la relación entre ellos… ahora era diferente. La prostituta se agachó para abrir el cajón de su mesilla de noche. Sacó un bolígrafo, un papel y escribió. 

—No te prometo nada. Estoy muy ocupado —dijo Sebastian con seriedad mientras guardaba en su bolsillo la nota con la dirección.

—De acuerdo, lo comprendo. Una cosa más: junto con María repartí folletos por media ciudad con la cara de Ivonne. De vez en cuando, recibo alguna llamada pero solo quieren dinero. 

Sebastian asintió. 

—Te llamaré en unos días —dijo enfilando hacia la puerta. 

—Espera… —dijo tocándole la espalda—. Yo me llamo Dora. 

—Pensé que era Lili o Lilian. 

—¿Y tú, cómo te llamas? —preguntó frotándose las manos, nerviosa. 

Sebastian se giró de medio lado y respondió con la mano sujetando el pomo de la puerta. La cara de Dora desprendía una ternura inédita para él. 

—Sam Darden —dijo con rotundidad. 

Y se marchó. 


La noche estrellada
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