Capítulo 33


Sebastian subió las escaleras de tres en tres y salió al exterior con el corazón a mil. Gracias a un nuevo grito logró orientarse. Corrió sintiendo cómo su cuerpo se quejaba del ejercicio físico. Las piernas se movían pesadas y enseguida la respiración se volvió entrecortada. Cruzó arbustos sintiendo las espinas rozar los pantalones. Y sintiendo cómo la tierra se le colaba en los zapatos. La oscuridad lo envolvía. El exiguo foco de la linterna era como un bote salvavidas en mitad del océano. 

—¡Ivonne! —exclamó. 

Metió la mano en el abrigo. Sacó a la Beretta sin dejar de correr. Apuntando hacia arriba, disparó sendos disparos a la noche. Pretendía que William, al saberse perseguido, cesara de cualquiera que fuese su intención y liberara a la chica. 

En cuanto el eco de los disparos se difuminó, Sebastian se detuvo de golpe. El silencio volvió a dominar el bosque. Incluso aguantó la respiración para que nada le impidiera oír el más mínimo ruido. Como las suaves pisadas de un gato, le llegó el tintineo de las cadenas desde el sureste. 

—¡Ivonne! —volvió a gritar al tiempo que corría. 

No escuchó nada durante unos segundos. Pero después su pulso se le aceleró cuando oyó una voz.  La luz de la luna bañaba un claro del bosque. Y allí la vio tumbada en el suelo, arrastrándose. 

Sebastian dio un paso en falso y cayó al suelo sintiendo un golpe en el antebrazo. Logró sostener la pistola. Pero la linterna cayó con un ruido sordo y se apagó en el acto. Palpó con el pie el aérea dónde había caído. No la encontró. Continuó caminando hacia la chica. Miraba hacia un lado, hacia otro, esperando el ataque de William desde cualquier parte. 

Ivonne estaba tumbada boca abajo, con la presilla del pantalón a la altura del muslo. Tiritaba de frío. Sebastian enseguida se despojó de su abrigo. La ayudó a incorporarse y se lo colocó con esmero. La cadena colgaba de la correa atada al cuello. 

—Sabes mi nombre… —dijo ella con esfuerzo. 

Sebastian aspiró hondo. 

—Tu hermana me contrató para encontrarte. Está muy preocupada. 

—No le creo —dijo a duras penas—. ¿Adónde me llevará ahora?

—A casa. ¿Puedes ponerte en pie? 

La chica movió la cabeza hacia atrás. Parecía reticente. 

—¿Cómo sé que no… es uno de ellos? —preguntó ella asustada. 

—No lo soy y punto. No hay más que hablar —respondió con brusquedad—. Bajaremos hasta el coche. 

—¿Y Laura?

—En el coche. 

Sebastian e Ivonne caminaron en dirección a la carretera. Su única orientación era el vago recuerdo de por dónde había venido. Caminaban a paso lento, con el brazo de Sebastian rodeando la cintura de la chica. El frío le atravesaba la piel. 

Durante los siguientes diez minutos caminaron con lentitud. Sebastian oía la frágil respiración de Ivonne. Deseó que cuando llegara el coche y tomara asiento, se recuperara algo del cansancio y el miedo. 

—¿Le ha pasado algo a mi hermana?

—No —mintió Sebastian. 

Ignoraba el siguiente paso de William. Quizá hubiera regresado a la casa. O quizá su objetivo era llegar a la carretera. Descubriría el coche. Aquella idea le produjo cierta angustia. Pensó que debería acercarse primero para comprobar que el camino estaba despejado. 

Oyó un ruido a su espalda. Se giró. Algo se abalanzó sobre él. Notó una descarga eléctrica recorriendo su cuerpo. Después, la oscuridad absoluta. 



Sebastian escuchó a su cuerpo. Pero no comprendía lo que deseaba. El cuerpo nos habla y nos dice lo que necesitamos. Pero Sebastian sentía a su cuerpo a una distancia sideral. Es posible que fuera debido a la descarga eléctrica. Las palpitaciones reverberan con un agudo dolor. 

A su lado yacía Ivonne, inconsciente, sobre el camastro. Delante de Sebastian estaba William. Lo primero que se le ocurrió fue cómo lo había traído de vuelta al sótano. Supuso que lo había arrastrado con las cadenas. Las mismas con las que estaba sujeto a la pared. 

William comía una manzana mirando a Sebastian. Paseaba de un lado a otro, con un brazo detrás. Su mirada era de absoluto desprecio. 

—¿Te preguntas cómo te he encontrado verdad? —preguntó Sebastian—. Apuesto a que sí. Tu hermano te delató por una importante suma de dinero. 

El hombre se mantenía imperturbable. Moviendo exageradamente las mandíbulas mientras masticaba. 

—¿A qué has venido? —preguntó al fin. 

—A llevarme a la chica. La buscan. 

—¿Para qué?

—Eso no es asunto tuyo. 

William se acercó hasta la posición de Sebastian. Lo miró de arriba a abajo. Como se mira a una lagartija. 

—Mientes. Mi hermano no me ha vendido —dijo arrojando el hueso de la manzana al suelo—. Dime, ¿quién te ha enviado?

—Ya te lo he dicho. Nadie. 

—¿Crees que merece la pena morir? Responde a lo que te pregunta, si no te degollaré. ¿Quién te envía? 

Sebastian guardó silencio. Tiró de la correa. Pero estaba demasiado fuerte. Evocó las mismas lúgubres sensaciones que en el sótano de Morny. Necesitaba hacerle hablar. 

—Un familiar de los Breeze. Quiso saber quién los había matado. A la policía les importaba un carajo —dijo Sebastian. 

—¿Los Breeze? —preguntó sopesando la respuesta. 

Era evidente que pensaba si el asesinato del padre y del hijo era suficiente motivo para contratar a un detective privado, al margen de la policía. Dedujo que era una familia de escasos recursos. 

Ivonne movió la cabeza. Se despertaba poco a poco, parpadeando y pasándose la lengua por los labios. Sebastian prefirió que continuara acostada. El tipo no era fuerte. Pero las fuerzas de Sebastian eran escasas. La esperanza vivía en otros barrios, muy lejos de aquella casa ruinosa en el bosque. 

Empezó a lamentarse de no avisar a la policía a su debido tiempo. Se preguntó si no fue un gesto arrogante por su parte. Quizá una parte de él se creyó el papel de héroe involuntario hasta el último soplo de vida. 








La noche estrellada
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