Capítulo 30
Sebastian abrió el cajón de la mesilla de noche. Contenía un buen número de revistas Playboy. Eran recientes y se mantenían en un excelente estado. Como recién traídas de imprenta. Pasó las páginas de todas y cada una por si acaso descubría una nota con el código de la caja fuerte. Cuando terminaba con una revista, la tiraba al suelo. Al no encontrar nada, examinó el cajón sin éxito. Finalmente, lo cerró de un puntapié.
Rodeó la cama para registrar el otro cajón. Antes de llevarlo a cabo, levantó las almohadas con objeto de averiguar si vivía alguien más con El Duque. Solo encontró una muda de pijama. No debía de preocuparse por si otro inquilino aparecería por la puerta de repente. Abrió el segundo cajón y descubrió que estaba lleno de objetos personales. Una agenda, unas gafas de lectura, una pluma estilográfica y una fotografía.
Sebastian levantó la foto para examinarla. En ella se observaba a El Duque con una mueca burlona, pasando el brazo sobre los hombros de un tipo más joven. El parecido entre ambos era evidente, a pesar de la diferencia de la edad. Era el hermano de El Duque mencionado por Rules. ¿Sería Ivonne para él? ¿Para qué querían a la chica? No había que ser muy imaginativo para obtener una respuesta. Y eso le produjo una corriente de indignación. Ambos vestían con un esmoquin. Sobre sus cabezas llevaban un sombrero de copa adornado con tiras de colores. Era la celebración de un cumpleaños o de una Nochevieja. El hermano llevaba el pelo recogido en una coleta. Y su mirada desprendía una cierta melancolía.
Detrás de la fotografía descubrió algo escrito.
«Gracias por lo que hiciste. Tu hermano que te quiere y siempre estará en deuda». Estaba firmado por Mike El Duque con un garabato indescifrable.
Sebastian dio la vuelta de nuevo a la fotografía. Volvió a contemplar las caras de los hermanos. El Duque había muerto y todo ese amor fraternal ya era pura fachada.
Algo le llamó la atención en el fondo del cajón. Era el recorte de un periódico de hacía seis meses. Lo abrió con cuidado. Había una fotografía en blanco y negro del hermano de El Duque, avejentado, y con una abundante barba. El titular rezaba: «Sale en libertad William Mill después de cumplir catorce años por el homicidio de un guardia de seguridad». En el cuerpo del artículo se informaba de que la banda a la que pertenecía había atracado el Bank of America de la avenida Pennsylvania. Un guardia de seguridad había resultado muerto por el tiroteo. En la persecución por parte de dos coches patrulla, detuvieron a William. A pesar de que no se le encontraron rastros de pólvora en las manos o en la ropa, extrañamente se declaró culpable del homicidio a las primeras de cambio. El dinero nunca fue encontrado y Mill nunca desveló los miembros que perpetraron el intento de robo junto a él. Algunos medios de comunicación apuntaron a que el papel de Mill fue solo de conductor, sin intervención en el tiroteo. Sin embargo, en época de elecciones, la fiscalía aceptó la declaración de culpabilidad.
A Sebastian no le extrañó la gratitud de El Duque hacia su hermano. Dedujo que gracias a él se había ahorrado una penosa estancia en la cárcel. A pesar de la naturaleza delictiva del asunto, el gesto de William le conmovió por un instante. Aquello le empujó a acordarse de su hermana Melissa, de sus sobrinos y de la amenaza paranoica de su cuñado.
Después de una hora sin ninguna pista que sirviera a su propósito, decidió pasar al plan B. Bajó hasta los pisos inferiores en busca del garaje o sótano. Por suerte, fue una tarea que no le llevó más de cinco minutos. El sótano era una estancia similar a un búnker por el bajo techo y por lo hermético. Estaba bien provisto de herramientas de jardinería.
—¡Ivonne! —exclamó.
Como única respuesta obtuvo el silencio más absoluto. Inspeccionó todas las habitaciones de los pisos inferiores. Eran dormitorios para invitados, un pequeño gimnasio con una cinta para correr y unas pesas, y una sala con una pantalla enorme frente a un confortable sofá. En todas las estancias gritó el nombre de la chica y fue palpando las paredes. Su corazonada de que pudiera estar recluida en la casa de El Duque resultó ser falsa.
Resignado, Sebastian se apoderó del pico y regresó al salón.
En cuanto se encontró de nuevo frente a la caja fuerte, empezó a golpear la pared con la herramienta. El plan era sencillo. Solo necesitaba que sus mermadas fuerzas respondieran. La sensación de hambre atroz seguía corroyendo sus entrañas. No hubiera sido una pésima idea detenerse e inspeccionar la nevera. Pero decidió que ya encontraría el momento.
Cada golpe en la pared retumbaba por toda la casa. Si algún vecino se extrañaba de los ruidos y llamaba a la policía, estaría perdido. El sudor volvió a emerger por la frente. Se sentía sucio y apestoso.
Al cabo de unos diez minutos con el pico creó un círculo alrededor de la caja. Necesitaba otros veinte más para extraerla de la pared. Sobre la suave alfombra iban cayendo restos de ladrillo y yeso.
Con el rostro y las manos manchadas de suciedad aisló la caja. La depositó en el centro del salón. Allí dispondría de más espacio. No se detuvo a tomarse un respiro. Prosiguió con los golpes sobre el lateral metálico hasta que consiguió abollarlo. Después, cuando logró crear un resquicio, sonrió en mitad del estruendo. Lo había conseguido.
Pero al agacharse para echar una ojeada al interior, se llevó una profunda decepción. Dentro solo había un buen número de fajos de billetes, amontonados, quizá veinte o treinta mil dólares. Pero ni rastro de cualquier pista que condujera al paradero de Ivonne Jiménez.
Sebastian se arrodilló sobre el suelo, exhausto. Las gotas de sudor le bañaban la sien. Maldijo para sus adentros. Necesitaba a la desesperada un nuevo momento de revelación. Se incorporó y deambuló con los brazos en jarras. Murmuraba frenético. Como si formara parte de un ritual.
Un pensamiento brumoso encajó en alguna parte de su mente. Al percatarse, se sobresaltó. «La noche estrellada» era el nombre del cuadro de Van Gogh. Pero no era el salvaguarda de la pista definitiva.
«La noche estrellada» era una contraseña.