Capítulo 9


Mayfair es un viejo barrio que antaño pugnó por ser el más criminal de Washington. Para sorpresa de muchos, Capitol Hill le había arrebatado el primer puesto no hacía excesivo tiempo. 

Mayfair lame la orilla este del río Anacostia. También en otro tiempo fue el barrio residencial favorito de la ciudad. Antiguamente las calles estaban pobladas de hoteluchos donde por unos pocos dólares uno lograba colocar un techo barato encima de su cabeza. La gente iba y venía a la ciudad a trabajar de sol en sol para luego disfrutar de una cerveza bien fría en soledad o acompañado. Ahora los constructores se frotan las manos diseñando bloques de apartamentos cerca de colegios. Las grúas y las casas adosadas de materiales de segunda mano forman parte del paisaje urbano. 

No obstante, el hotel Paradise era el reducto de todo aquello que se esconde bajo la alfombra. Hombres y mujeres que trafican con sus cuerpos para financiarse las dosis de droga, ancianos de ojos penetrantes, policías encubiertos que buscan un extra a su salario, gente que camina de puntillas por la vida y no le importa reconocerlo… El hotel Paradise estaba formado por dos bloques de apartamentos tan sugerentes como dos cajas de cerillas. La suciedad de la fachada formaba parte de su encanto. Con toda seguridad, la estadística de suicidios reventaba los números entre aquellas paredes. 

Eran un poco más de las tres y media cuando Sebastian llegó a las inmediaciones. Procedía de la estación de metro Minnesota Ave. La lluvia se había extinguido pero las espesas nubes aconsejaban no tomárselo en serio. 

El hotel tenía una fachada principal de ladrillo rojo. Con una hilera de ventanas a pie de calle enmarcadas de una madera que parecía podrida. 

Sebastian empujó la puerta principal, que era un panel metálico oxidado. Enseguida le llegó un olor a moqueta húmeda que casi le causó una arcada. El mostrador de recepción estaba vacío. Quien quiera que fuese el encargado no consideraba importante vigilar la entrada de visitantes. En la planta baja, no muy lejos de la entrada, se observaba una puerta entreabierta que daba al exterior. Allí, cubos de basura desbordados de bolsas y moscas. 

Sebastian subió por las escaleras con expresión concentrada. Su Beretta continuaba guardada en el nido, caso de emergencia. Miró los números y siguió adelante hasta que encontró el número 110 en medio de unos llantos de bebé. Llamó con los nudillos pero, al no obtener respuesta, llamó más fuerte. Apretó las mandíbulas mientras extendía la vista por el pasillo, a la espera de que algún vecino se asomara. El llanto de bebé seguía deleitando al barrio con su vigor infatigable. 

Sin nada que perder, accionó el picaporte. La puerta se abrió sin esfuerzo. Sebastian se llevó la mano a la Beretta y entró. Todos sus sentidos se agudizaron. Era una habitación cuadrada con una moqueta gris con manchas aquí y allá. La cama era más bien un incómodo camastro. Delante de la ventana había una única silla mirando hacia fuera. Extraño, pensó. Al lado de la cama había una puerta cerrada, junto a un sofá con la funda de cuero descosida. 

Al llegar hasta el centro de la estancia, la gorra del joven apareció en su campo de visión. Estaba en el suelo, en un costado del sofá. Sobre una mesa de un color chillón, encontró un paquete de pan de molde junto a una tableta de chocolate y un cuchillo. El desayuno de los campeones. 

Sebastian se acercó a la puerta cerrada y fue ahí cuando un olor áspero se coló por la nariz. El picaporte no cedió. Entonces cargó con todo su peso hasta que se abrió con reticencia. Lo primero que vio fue una pierna embutida en un chandal sobre el suelo en una postura incómoda. Al entrar por fin en el baño, obtuvo una mejor perspectiva. La sudadera estaba arrugada; un brazo estaba sobre su pecho y el otro en un costado, con la palma hacia arriba. El centro de la frente presentaba un adorno en forma de agujero de bala. De ahí manaba un rastro de sangre seca que le cruzaba la cara llegando hasta la boca abierta. 

Con el cuerpo agarrotado, se agachó para tomarle el pulso en la arteria. Al tocarle la piel, se estremeció debido a su baja temperatura: estaba helada. La arteria anunciaba el sueño eterno para el pobre tonto que se mezcló en algo que le quedaba grande. Registró los bolsillos, pero no encontró nada. Ni rastro de esa supuesta pista. Allí no había más que un futuro esqueleto. 

Se enderezó y se llevó una mano al cuello con la que frotarse. El llanto de bebé continuaba percutiendo, aunque se oía alejado. Observó al chaval mientras negaba con la cabeza. Recordó su cara de satisfacción mientras se marchaba del aparcamiento. Era una de esas caras de poseer el mundo en sus manos. 

Sebastian no podía velar el cadáver hasta que llegase la policía. Debía salir cuanto antes de allí. Cuando estaba a punto de cruzar la puerta, se fijó en una llave que descansaba sobre la mesilla de noche. Guiado por una corazonada, se la guardó. 

Con los puños apretados en los bolsillos del abrigo, recorrió el pasillo y bajó por las escaleras. El olor áspero y cargado aún pervivía en sus fosas nasales. Al pisar el último escalón miró hacia donde estaban los cubos de basura. Una figura encorvada los estaba arrastrando con abnegado resignación hacia la entrada. Llevaba un mono verde. Debía de ser el recepcionista, pensó. Sebastian a toda velocidad, se inclinó sobre el mostrador. Se apoderó de una hoja y un bolígrafo. Escribió: «501. Un muerto». 

Salió a toda prisa sin mirar atrás. 

La noche estrellada
titlepage.xhtml
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_001.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_002.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_003.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_004.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_005.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_006.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_007.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_008.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_009.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_010.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_011.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_012.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_013.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_014.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_015.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_016.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_017.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_018.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_019.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_020.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_021.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_022.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_023.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_024.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_025.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_026.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_027.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_028.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_029.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_030.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_031.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_032.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_033.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_034.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_035.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_036.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_037.html
CR!5JQCWB90Q50190Z3QFK4RXK688DX_split_038.html