Capítulo 1
Es una situación desconcertante estar de pie frente a tu propia tumba. Sebastian se encontraba en el cementerio de Arlington en una mañana soleada de enero. Su nombre y apellidos, así como la fecha de nacimiento y de defunción estaban esculpidos en la lápida con solemnidad. Como una verdad irrefutable.
Sin embargo, él se encontraba de pie con las manos entrelazadas sobre el vientre. Analizando sus emociones, dudando de si a partir de la fecha de defunción pasó a ser considerado un fantasma. Si no lo era porque él respiraba, caminaba y sentía su pensamiento fluir en el cementerio, entonces ¿quién era él ahora? ¿y quién había sido Sebastian Daguerre?
Ignoraba si bajo el cuidado y refulgente césped se encontraba un cadáver en el ataúd. Posiblemente sí, ya que si no sería más sencillo destapar la mentira para cualquiera que se viese impelido a conocer la verdad de lo ocurrido. Pero Sebastian dudaba de que alguien buscara respuestas a su desaparición. Además, ¿cuál era la verdad? Depende a quién preguntasen.
Su estómago gruñó. Llevaba un día sin meterse algo sólido entre pecho y espalda. Aunque esa no era la peor noticia. Su aspecto era el de un mendigo: barba descuidada, ropaje raído, y envuelto en un olor nauseabundo. Las uñas estaban negras y sus dedos jaspeados con manchas pegajosas. En realidad, sería más preciso que se trataba de un mendigo. Un mendigo anónimo.
Le resultaba gracioso recordar su aspecto grueso, de cien kilos cuando trabajaba en la DIA. Paseaba su aspecto de paquidermo por los pasillos y las calles, ufano y satisfecho consigo mismo cazando al villano de turno. Después, ocurrió el asesinato de Sam Darden. Por la espalda.
Echó un vistazo a su vecino de tumba. Se trataba de su madre. Y pensó una estupidez: que al menos no estaría solo. Madre e hijo enterrados compartiendo las mismas raíces, las mismas lombrices, los mismos minerales… Ambos compartiendo la sombra de un viejo roble de ramas poderosas. En cierta forma, era poético y eso le agradaba.
Miró a su alrededor. Era un día apacible en el cementerio. A lo lejos el aspersor humedecía la hierba y las lápidas, y los árboles. El sol y unos bancos de madera ayudaban a crear un ambiente distinguido. Incluso apetecía a desplegar una manta sobre el césped y celebrar un picnic entre las lápidas.
Sebastian miró el sol con objeto de calcular la hora. Ya debía ser mediodía. Se despidió de los muertos y se marchó a Washington cruzando el puente a un ritmo pausado.
La vida que se le extendía ante él era una incógnita. Lo único que deseaba con rotundidad era acostarse con Lili o Lilian, su prostituta favorita. Aquella que siempre rechazaba prolongar su tiempo con él. En su bolsillo le quedaban, entre billetes y calderilla, los últimos cien dólares destinados a hundirse en el cálido y perfumado cuerpo de Lili o Lilian. Esbozó una sonrisa al imaginarse lo que se avecinaba; sus dedos surcando el cuerpo voluptuoso, sus piernas enredadas con las suyas, y el disfrute de ella tomando el control de la situación.
Al llegar al Lincoln Memorial tomó asiento en las escalinatas, pegado a la pasarela de hormigón. Era uno de sus sitios favoritos. No solo porque le gustaba observar a los turistas, sino porque solía acercarse a un grupo de mujeres y preguntarles con exquisita educación si les sobraba algo de comida. La mayoría le ofrecía un bocadillo, galletas o fruta. Suficiente para saciarse durante un largo rato. Eso sí, procuraba perderse de vista cuando la policía deambulaba en busca de algo subversivo. Carecía de documentación, así que las consecuencias, de ser retenido, serían funestas para sus intereses.
Por la tarde se fue al centro en busca de cabinas públicas. Al disponer de tiempo considerable, fue buscando en la caja del cambio hasta que después de una hora encontró unas monedas. No deseaba gastar más de lo necesario en la llamada, por eso prefirió mantener intactos sus cien dólares. Marcó el número de memoria. Afuera el tráfico era fluido en la avenida Pennsylvania y las terrazas de los bares estaban animadas pese al frío. Los ciudadanos de Washington encaraban el inicio de año con la animosidad acostumbrada. Al tercer timbre la voz sugerente descolgó.
—¿Estás libre esta tarde? —preguntó Sebastian con brusquedad.
—¿Quién eres? —respondió imprimiendo un tono áspero.
—El que siempre te pide que te quedes —dijo sin importarle lo humillante que parecía.
—¿Quién?.. Ah, sí —dijo sin un énfasis especial—. Esta tarde no puedo.
—¿Mañana a esta misma hora?
Se formó un silencio en el que se oyó el sonido de las teclas. Ella consultaba su agenda como si de una ejecutiva se tratase.
—De acuerdo —dijo al fin.
—Pero esta vez no será en el hotel. Necesito que sea en otro sitio —dijo Sebastian pensando en el apartamento de ella.
—En la calle I North West, número 151. Al lado del Walmart. Apartamento 23C.
—Está bien —dijo memorizando la dirección—. Allí estaré.
Sebastian colgó y salió de la cabina. Quedaba poco para atardecer. Decidió que era el momento de acudir a un albergue, en busca de un piojoso camastro para dormir. El favorito de Sebastian era uno que pertenecía a «Alianza para los sin techo». Estaba situado en la avenida Massachusetts.
Era un edificio compacto de arquitectura austera, de ladrillos rojos y melancólicos ventanales. Su apariencia era como la de cualquier otro edificio de apartamentos. La boca se le hizo agua al imaginarse hincando el diente a un trozo de carne con puré de patatas, su plato favorito.
Por la entrada brotaba una larga fila de mendigos; sus caras eran la honda expresión del abandono y el deterioro. A algunos les faltaban dientes, otros tenían la mirada perdida, y uno estaba enseñando la raja del trasero. Con resignación, Sebastian se colocó el último.
Al poco sintió una presencia a su espalda, pero no dijo nada.
—¿Has sentido el temblor? —preguntó una voz atiplada.
Sebastian se giró para descubrir a un hombre unos diez años menor que él, de raza afroamericana, de mirada distraída y sonrisa frágil. Estaba pulcramente afeitado, y por eso la rojez de sus mejillas resaltaba como un orangután en una banda de músicos. Su aliento era una mezcla peligrosa de alcohol y frijoles.
—¿Qué temblor?
—Seis en la escala de Richter, mi cama se movía como si fuera una cama de agua —dijo el hombre alzando las cejas en una extraña expresión.
—¿Dónde vive usted?
—En casa de un primo, pero me echó esta mañana. Iba retrasado unos cuantos meses de alquiler, pero claro, si no me paga el hospital.
—¿Es usted cirujano? —preguntó Sebastian con malicia.
—Mucho mejor, abogado. Bueno, lo era hasta que pasó lo que pasó —dijo limpiándose con las manos las solapas de su raído traje de pana.
Sebastian lo examinó de arriba a abajo procurando no juzgarle. Sufría de un exceso de hambre para permitirse ese lujo.
—No, no he sentido ningún temblor —dijo Sebastian.
—Es una experiencia que le recomiendo. Le ayuda a ver la vida desde otra perspectiva.
—La perspectiva que yo entiendo se reduce a un buen filete cancerígeno acompañado de un sabroso puré de patatas. No sé si me entiende…
La cola iba avanzando poco a poco. Un mendigo con aspecto de loco intentó colarse, pero fue frenado por el guardia de seguridad. Corrían buenos vientos para la justicia.
—Por supuesto, —dijo el abogado—. ¿Qué le parece si nos cubrimos la espalda el uno al otro?
—¿Cómo dice? —preguntó Sebastian frunciendo el entrecejo.
—Ahí dentro necesitaré ayuda mientras me ducho, y mientras duermo. Podemos establecer turnos de vigilancia, ¿qué le parece?
—No será necesario, amigo. Soy un huésped habitual desde hace dos meses y nunca he tenido que desenfundar mi arma.
Con cierta discreción, Sebastian metió la mano en el bolsillo interior del abrigo. Enseñó la culata de su Beretta de 9 mm. El abogado hizo un gesto con la boca que Sebastian no supo interpretar si era de admiración o de condescendencia. En realidad, era lo de menos. Lo único que deseaba era saciar su apetito.