Capítuo 17
A unos veinte kilómetros al noroeste de la ciudad una amplia avenida torcía después de una suave curva para morir abruptamente. Se trataba de un barrio llamado Foxhall, cerca de la Universidad de Georgetown.
Había comenzado a lloviznar. Las gotas rebotaban en los arbustos y en las hojas de los árboles. Lucky activó los limpiaparabrisas mientras Sebastian sentía una mezcla de inquietud y curiosidad. Rules seguía apuntándole con la semiautomática.
La casa que daba al río Potomac era una coqueta y pequeña construcción de tres plantas. Estaba bien encajada en el entorno, rodeado de vegetación. La última planta presumía de un revestimiento de madera que le daba un aspecto lujoso. Las paredes estaban construidas de piedra caliza. Parecía un fantástico y confortable retiro de fin de semana. Pegado a la casa había un garaje de hormigón.
Se bajaron del coche en silencio. Algunas gotas mojaron a los tres hombres. Los pasos crujieron sobre las blancas piedras que actuaban a modo de suelo decorativo. Rules y Sebastian entraron en la casa. Lucky se quedó fuera, con las manos en los bolsillos y gesto gruñón. Parecía que era lo habitual.
El vestíbulo no era más que una larga escalera de caracol que conectaba con todas las plantas. Una cabeza asomó desde la última.
—Ya era hora —dijo un hombre de mediana edad con voz áspera. Debía ser Mike Mill, El Duque.
Sebastian subió las escaleras que contenían una balaustrada dorada. Caminaba delante de Rules. Imaginó que lo apuntaba con el arma. Se palpó la herida para comprobar cómo le sentaba el agotador ejercicio de subir escaleras. Sobreviviré, pensó.
Al llegar a su destino, lo primero que observó Sebastian fue la enorme ventana que dejaba contemplar el río. Se veía la fina lluvia caer ligera sobre la mansa superficie. Rules se quitó el sombrero y se quedó de pie, apoyado en el pequeño muro desde donde había asomado el hombre.
—Siéntese —dijo El Duque con ojos brillantes. Vestía con un jersey negro de cuello vuelto. Tenía las mejillas sonrosadas y, al sonreír, los dientes sobresalieron como los de un conejo. Tomó asiento frente a un escritorio de madera noble. Tomó un sorbo de Red Bull y echó la espalda hacia atrás. Como si viniera de realizar un trabajo pesado y necesitara descansar.
—¿Cómo se llama usted?
—Sam Darden —respondió Sebastian tomando asiento.
De una habitación lejana llegaba el sonido de un televisor. La música ascendió de golpe para luego disminuir. Debía de tratarse de una película. En la estancia contigua se observaba una elegante cocina con una mesa rectangular en el centro. Por debajo de la encimera salía una luz fluorescente. En resumen, la casa debía valer uno cuantos millones de euros.
Sebastian volvió a mirar a El Duque. Parecía un hombre insignificante de aspecto. De esos ridiculizados en la escuela y que siempre soñaron con vengarse del mundo.
—Así que está buscando a esa chica, Ivonne… —dijo con expresión amable—. Por cierto, ¿quién es usted? ¿un detective? Nadie sabe una mierda de usted. Ha aparecido de la nada.
Sebastian no dijo nada. Detrás de El Duque, colgado de la pared, estaba una copia de un cuadro de Van Gogh. «La noche estrellada». Era un paisaje nocturno y abigarrado, una ciudad, el perfil de los oscuros tejados bajo una enorme luna.
—Rolando nos ha contado todo el drama —continuó El Duque—. Desapareció después de que acudiera a un… médico para abortar. Su hermana la llevaba buscando un mes o algo así, si no me equivoco. ¿Qué información tiene hasta el momento?
Sebastian miró hacia el otro lado de la habitación. Rules seguía de pie, con las manos apoyadas sobre el muro y con una expresión soñolienta.
—Acabo de empezar como quien dice. Pero tengo la corazonada de que está viva. ¿Tiene alguna noticia sobre ella? —preguntó, impaciente.
El Duque se llevó a la boca la lata de Red Bull, tomó un último sorbo y la lanzó a la papelera con desprecio. Solo le faltó eructar. Le llegó un mensaje al móvil. Se incorporó para acercarse a la mesa y leerlo. Anotó la contraseña de desbloqueo repetidas veces pero sin éxito. De mal humor soltó el teléfono sobre la mesa.
—Me gustaba más el teléfono de toda la vida —dijo con una sonrisa forzada—. Pero no nos despistemos, Sam, tengo el nombre de la última persona que la vio antes de desaparecer —dijo con una mirada fría—. ¿Le interesa?
—Y me dará esa información a cambio de…
El Duque no pudo reprimir una risita que sonó a la de un niño pequeño.
—Ya veo qué sabe cómo se mueve el mundo. No me esperaba menos —dijo poniéndose de pie. Cada movimiento estaba estudiado para transmitir una sensación de dominio—. Bien, le voy a pedir un favor a cambio.
Sebastian guardó silencio. Embutido en el jersey negro y recortado contra la ventana, El Duque parecía un insecto.
—Un tal Alex Morny me debe dinero, una gran cantidad de dinero. Diez de los grandes. Quiero que vaya y robe un sobre que recibirá por la tarde. A eso de las cinco.
El Duque miró a los ojos de Sebastian. Después se cruzó de brazos. En el fondo de sus ojos se movió cierta furia contenida.
—Digamos que no sirven para el trabajo. Jeffrey, dale la dirección de Morny y un teléfono —dijo alzando la voz.
Rules trotó hacia Sebastian, le entregó una hoja doblada y un teléfono móvil de los antiguos con antena.
—Suerte, tipo duro —dijo Rules guiñándole un ojo.
El Duque dio por hecho que aceptaría el encargo.
—No va a ser fácil, se lo advierto. Llevamos tiempo detrás de él y no hay forma. Pero quiero mi dinero y me importa muy poco si lo consigue de su propio bolsillo.
—¿Cómo sé que no me está engañando? —preguntó Sebastian.
El Duque apoyó el trasero sobre el filo de la mesa. Sonrió sin expresar nada. De nuevo los dientes de conejo se asomaron para decir hola. La lluvia había cesado y un esplendoroso arco iris se desplegaba sobre la colina.
—Sam, soy un cabrón, pero no un hijo de puta —dijo El Duque como si fuera el eslogan de su vida—. Cuando tenga el dinero, llámeme inmediatamente.
Algo se retorció en la mente de Sebastian. Sus opciones tampoco eran boyantes. Leyó la dirección y luego se guardó el papel en su abrigo. Alex Morny era una nueva puerta que abrir. ¿Sería la última?