Capítulo 29


Sebastian decidió que lo mejor era dejar a Lucky atado. Usando la brida que había tomado prestada de Morny, le apresó a la tubería del lavabo en el cuarto de baño. Después, rasgó una sábana con objeto de crear una mordaza. Por si acaso se le ocurría demandar auxilio. Aunque no lo creía, puesto que la policía le exigiría explicaciones de los cadáveres. 

Buscando en los bolsillos de la cazadora de Lucky, encontró las llaves de un coche cuyo llavero era el emblema de la BMW. Sin perder un minuto más, salió del apartamento y pisó la calle. 

«La noche estrellada», recordó Sebastian, era el nombre del cuadro de Vincent Van Gogh. Retrataba un paisaje nocturno desde el sanatorio donde el pintor holandés estuvo recluido. Poco después, se suicidaría. ¿Cuál era la relación con la hermana de Dora? Solo se le ocurrió que en un lugar encontraría la respuesta. En la casa de El Duque. 

Afortunadamente, recordó a tiempos que la casa de El Duque disponía de un sistema de seguridad. Bastó con darle una bofetada para que Lucky cantara el código. 

Salió a la calle. Puso primera y se incorporó al tráfico. Por suerte se acordaba del trayecto. El coche incorporaba un GPS para rellenar las posibles lagunas de su memoria. Se le pasó por la cabeza que en la misma casa de El Duque estuviese Ivonne. La vasta superficie de la elegante vivienda podría albergar alguna habitación secreta. 

Dentro de Sebastian una corriente de electricidad se movía de arriba a abajo. Se sentía próximo a su objetivo, a rescatar a Ivonne. Y eso le originaba una euforia contenida. Miró al cielo a través de la ventanilla. Atardecía. 

No pudo evitar pensar que existía cierto paralelismo entre Van Gogh y él. Ambos eran dos tipos marginales, locos cada cual a su manera. Él también había estado enamorado de una prostituta, al igual que Sebastian. Más de ciento cincuenta años después de su nacimiento en Zundert, un nuevo Van Gogh surcaba las calles de Washington con el objetivo de rescatar a los buenos y ajusticiar a los descarriados. No puedo evitar soltar una risita burlona. 

La casa del bosque apareció frente a él cuando anocheció. El terreno estaba húmedo, y en el ambiente flotaba un aire fresco. Las ramas se mecían como espantapájaros perfilados en la oscuridad. 

Se apeó del BMW cromado y con las llaves de El Duque abrió la puerta. Un pitido electrónico atrajo su atención. Deseando que Lucky no le hubiera engañado, introdujo el código de cuatro cifras. Al poco, el pitido se ahogó. Encendió todas las luces del cuadro de mandos, sacó a su fiel compañera y agudizó el oído.  

—¿Hola? —preguntó en voz alta. 

Sebastian subió por las escaleras en sigilo recordando la primera vez que vio la repugnante cara de El Duque. 

Miró el salón. Al ver el cuadro colgado en la pared, el corazón se le aceleró. Una coqueta lámpara iluminaba la obra envolviéndola con un halo de misterio. 

—Aquí estás, amiga mía —musitó. 

Apartó la silla de ruedas y se dispuso a examinar el cuadro. El tamaño no era demasiado grande, similar al original. Un metro de ancho y setenta centímetros de alto. Del dibujo no se desprendía ningún elemento extraño. Todo estaba en su sitio. Aquel cielo al óleo que se asemejaba a una ola de mar cabalgando hacia la orilla. La copa alargada y oscura del árbol derramándose sobre el paisaje de tejados y luces del pueblo. Siempre le había fascinado Van Gogh. 

Se guardó la pistola. Y luego con sumo cuidado movió el cuadro por las esquinas inferiores. Enseguida se apercibió de que a pesar de la apariencia, no estaba colgado, sino atornillado por un lateral. Al igual que en las películas antiguas, movió la esquina inferior hasta que se abrió como un libro. Ante sus ojos se encontraba una caja fuerte. Sebastian pensó que dentro estaba la información que necesitaba desesperadamente. Sin embargo, sus ilusiones se vinieron abajo tan pronto como se percató de algo. El teclado era numérico. Rules le había puesto sobre la pista. Pero debía recorrer el camino él solo hasta la meta. Usó el código de seguridad de la casa aunque con resultado infructuoso. El Duque podía ser un inepto para la tecnología. Pero tampoco era un tontaina. 

Se despojó el abrigo y lo soltó sobre la silla. Miró a su alrededor mientras suspiraba y se arremangaba. Su estómago se quejó de hambre. Pero eso no era una prioridad. El escritorio estaba desordenado, con libros de cocina, unos auriculares de marca, una tablet con la pantalla en negro y agrietada, un par de mandos de distancia, y unos guantes de gimnasio. Empezó por una mesa baja con varios cajones. Vació todo el contenido sobre la moqueta. Pero sin encontrar nada que le fuera útil. Por el ventanal nada más que se contemplaba un manto de densa negrura. 

Tardó alrededor de media hora en examinar todo lo que había en los muebles del salón-despacho. Buscó incluso entre los cojines de los sofás. Pudiera ser que la combinación estuviera escrita en un trozo de papel en un rincón escondido. Al menos lo debía intentar. La otra alternativa debía esperar hasta encontrar los materiales necesarios. 

Se desplazó hasta el dormitorio. Al contrario de lo que esperaba, estaba en un orden impecable. Le pareció evidente que El Duque no pasaba demasiadas horas, por lo que sería un escondite ideal. La habitación estaba amueblada con lo básico, aunque destilaba un gusto por lo sofisticado. Al igual que en el salón, también disponía de un amplio ventanal. En la repisa de la chimenea había un reloj chapado en oro cuyo mecanismo se oía con nitidez. Apoyado en la pared, un espejo de cuerpo entero con adornos de plata devolvía el reflejo de Sebastian. En un rincón se sorprendió descubrir una larga columna de libros. Y, cerca de la cama, estaba un baúl de madera con detalles arabescos esculpidos. 

Miró todo aquello con los brazos en jarras. Una gota de sudor apareció por la frente y resbaló hasta la mejilla. En breve empezaría el segundo registro de la casa. Este sería el más exhaustivo. 

La noche estrellada
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