Capítulo 5


A la mañana siguiente, Sebastian se despertó al mediodía en la cama de Ivonne. Nada le había perturbado el sueño durante la noche. Sintió su cuerpo descansado y listo para afrontar el día. 

La casa seguía en silencio, solo se oyó el claxon de un coche a lo lejos. Aún sentía el gusto salado de los Doritos instalado en su paladar. Miró por la ventana. No había nadie en el portal. 

Se desplazó hasta el cuarto baño, orinó y se lavó los dientes con el primer cepillo que encontró. Su siguiente parada debía ser el bar donde trabajaba Ivonne, así que no se demoró y salió de la casa. 

Mientras caminaba hacia el sur buscando la parada de metro de Judiciary, recordó de nuevo aquellas zapatillas en el portal. La sensación de que alguien le seguía desde que salió de la casa de Dora continuaba presente hasta que cruzó el paso de cebra. 

Entonces se convirtió en una realidad. Al girarse de repente, un joven de unos veinte años de aspecto desgarbado se detuvo bruscamente con expresión alarmada. Vestía con una gorra con la visera hacia atrás y una sudadera con capucha. Sebastian llevó instintivamente su mano hasta donde ocultaba el arma. El chico se quedó inmóvil durante un par de segundos, y después desvió su dirección a paso acelerado hasta perderse de vista. Sebastian se fijó en las zapatillas deportivas. Eran las mismas que había visto la noche anterior en el portal. 

Quizá en otros tiempos se hubiera atrevido a correr detrás de él. Pero a sus cuarenta y ocho años su cuerpo tampoco estaba para grandes excesos. Además, no estaba convencido de que estuviese relacionado con el caso. A no ser que Dora le hubiera adjudicado a alguien con objeto de asegurarse que no malgastaba el dinero en drogas, putas o alcohol. No sería una idea descabellada. Estaba escarmentada después del primer detective.

Después de un corto trayecto en metro se apeó en Navy Yard, a una sola parada de distancia del barrio donde se ubicaba el piso de su difunta madre. Conocía bien el distrito, así que no le costó encontrar el cruce entre la primera y Capitol. Allí, entre un McDonald´s y un lavado de coches se apretujaba un pequeño local de comida rápida. La fachada estaba formada por ventanales de plástico transparente, y sobre ellos un rótulo afirmando que el negocio se llamaba simplemente «Blanca». Un subtítulo evitaba posibles malentendidos: «Restaurante». 

Al entrar, Sebastian observó una serie de mesas colocadas en orden, vacías. En cada una de ellas estaba la carta plastificada, sal, ketchup y mostaza. La decoración no eran más que unos cuadros horribles de Las Vegas. Olía a verdura cocida. 

—Buenos días —dijo una chica detrás del mostrador, ataviada con un delantal y una gorra del mismo color. Sebastian pensó que debía de ser el primer cliente del día. La chica no puedo evitar una mirada de desagrado hacia la vestimenta de Sebastian. 

—¿Eres Blanca? —preguntó acercándose al mostrador al tiempo que miraba sin disimulo hacia el interior de la cocina. Quería saber si se encontraba alguien más además de ella. 

—¿Quién eres? —dijo sorprendida. 

—Soy un amigo de Ivonne —dijo apoyando los dedos sobre el mostrador y mirando el contenido de la vitrina. Había un surtido de pasteles de chocolate que se veían más que comestibles. 

Cuando volvió a reparar en Blanca, su expresión había cambiado. La sorpresa había dejado paso a cierta rigidez en su rostro. 

—¿Un amigo? —dijo después de unos segundos. 

—Sí, un amigo —dijo Sebastian sonriendo con ternura—. Ha desaparecido y me han encargado el caso. 

Sin decirlo expresamente, su intención era que Blanca entendiera que era un detective de esos febriles que siempre resuelven los conflictos de turno. 

—Hace un mes que no la veo —dijo con languidez, como si hubiera usado esa misma respuesta cientos de veces. 

—¿Cuál fue el día exacto en el que la viste por última vez? ¿Qué estabas haciendo? —preguntó mirándola con fijeza. 

Una cara de facciones bien talladas se asomó por la cocina. Se trataba de un joven mestizo, de brazos gruesos y torneados. Su expresión reflejaba su descontento por la presencia de Sebastian. 

—Ya está bien de estúpidas preguntas. ¿Quién te envía, Dora? 

—Eso es lo menos importante. Quiero saber donde está Ivonne. Eso es todo —dijo Sebastian ignorando al joven y mirando a Blanca. 

El joven salió de la cocina y rodeó el mostrador hasta colocarse frente a Sebastian. Llevaba un delantal similar al de la chica. Ella estaba cruzada de brazos, mordiéndose el labio inferior. Debía de tener una edad similar a la de Ivonne. Su mirada era más fría. 

—Ya le ha dicho ella que no sabe nada, así que esfúmese, amigo —dijo señalando la puerta con el índice. 

—Tranquilo, Rolando… —dijo Blanca. 

—Eso no lo ha dicho, a no ser que yo no comprenda bien el inglés, y es posible porque fui a colegios públicos —dijo metiendo la mano en el bolsillo donde reposaba su fiel compañera. 

El joven alargó el brazo hacia la caja y se hizo con un bate de béisbol sin inmutarse, como si se tratara de una ramita de olivo. Lo sostuvo con una mano en la empuñadura y la otra en la redondeada punta. Su cara parecía la de un hombre que necesitara una caricia en la mejilla para no morir de un infarto. 

—Para ser tu compañera de piso, te importa más bien poco ayudarla —dijo Sebastian. 

—No recuerdo el día exactamente, pero estuvo trabajando con nosotros —dijo Blanca después de un rato. Su amigo le miró sorprendido por su afán repentino de comunicarse—. Al terminar su turno, a eso de las nueve, se marchó. No supimos nada más de ella hasta que vino Dora a preguntarnos. 

—¿Habías notado algo extraño o fuera de lo común en su comportamiento los últimos días? 

Blanca negó con la cabeza. 

—Escuche, ella era una ilegal y por eso nos hemos asustado, pero no lo sabíamos hasta que Dora nos lo dijo. Ivonne nos presentó un número de la seguridad falso, pero eso nosotros no pudimos saberlo. No queremos problemas, ¿si? 

A Sebastian le pareció curioso el cambio de actitud de la pareja. Blanca resultaba ejercer una cierta autoridad sobre ese tal Rolando. 

—¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para vosotros? 

—Unos tres meses, más o menos —respondió Blanca mirando a Rolando, pero este no quitaba los ojos de encima de Sebastian. 

—¿De qué trabajaba?

—Atendiendo al público. Era muy buena, siempre amable y servicial. Tenía talento para conectar con los clientes, y eso generaba buenas propinas —dijo sonriendo levemente y dejando entrever una fila de dientes blancos como la túnica del papa. 

—¿Alguna pregunta más? —dijo Rolando apretando la mano que sostenía la empuñadura del bate. Las venas surcaban su brazo como ríos caudalosos. 

—¿Qué otras amistades tenía? ¿Fumaba o se drogaba? —preguntó Sebastian dándose cuenta de que eran preguntas que debía haber realizado también a Dora. 

—Ni se drogaba, ni se fumaba, al menos que nosotros sepamos —dijo Blanca mirando a Rolando, quien ni por un segundo dejaba de apretar las mandíbulas como un pitbull—. Y a la casa solo le vi con un chico una vez, bueno, un par de veces. Era algo así como su novio. 

—¿No sabes nada de ese novio? ¿Cómo era? 

—Era bajito, sin afeitar, y le faltaba un diente, un molar —dijo Blanca dando golpecitos impacientes sobre el mostrador. Sebastian examinaba su lenguaje corporal, cada gesto, cada sonido, pero no encontró nada que le ayudase si mentía o decía la verdad—. Creo que se llamaba Jason, pero no estoy muy segura. Ella era reservada para su vida amorosa. 

—¿Trabaja en alguna parte? ¿Se le puede localizar? —insistió. 

Blanca volvió a negar con la cabeza. Rolando seguía ejerciendo de estatua amenazante. Ya no había más superficie donde rascar. Sebastian se marchó del restaurante, no sin antes despedirse con su habitual cordialidad. 


La noche estrellada
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