Capítulo 10


Las siguientes horas transcurrieron con cierta pesadez. Sebastian se había acomodado en el apartamento de Ivonne y Blanca, a la espera de que esta apareciera. Se entretuvo leyendo novelas. En algún momento, encendió el televisor por si acaso decían algo interesante sobre el asesinato del joven de la gorra. Sin embargo, no se mencionó nada. La audiencia prefería otro tipo de crímenes con más enjundia. 

Solo salió una vez a la calle. Fue para llamar a un antiguo amigo desde una cabina pública. Necesitaba pedirle un favor. 

—Murphy, viejo amigo, ¿cómo estás? —dijo Sebastian procurando insuflar cierta jovialidad a sus palabras.

—¿Quién habla? ¿Cómo ha conseguido este número? —respondió Murphy con la voz agitada. 

—Soy yo. Deberías reconocer mi voz.

Se formó un breve silencio. Sebastian percibió cómo Murphy buscaba su nombre en la memoria. De una cosa estaba seguro: era imposible que Murphy se olvidara de él. Sin importar el tiempo que transcurriese. Estaban atados para siempre. 

—¿Estás loco? ¿Cómo se te ocurre llamarme? —preguntó Murphy con la voz temblando. 

—Es por una buena razón. Necesito informarme.

—Debería colgarte ahora mismo —dijo hablando más despacio—. Me pueden meter en la cárcel si descubren lo que hice por ti.  

—Tú también saliste beneficiado. Ahora eres director de operaciones. 

—¿Qué es lo que quieres?

Murphy ni siquiera se atrevía a pronunciar su nombre. 

—Ayer mataron a un joven en los apartamentos Paradise, en Mayfair. Necesito toda la información disponible del caso. Lo antes posible. 

—¿Para qué? ¿En qué lío estás metido ahora?

—Estoy ayudando a una amiga. 

—Quedamos en que te marcharías del país… Escucha, déjalo. No quiero hablar más contigo. ¡Le di el pésame a tu hermana!

—Veámonos mañana a esta misma hora donde me abordaste para cazar al topo —dijo ignorando su comentario. 

—Sí, estás loco. De eso no hay duda —dijo rezongando—. No voy a ir. Me estoy jugando la vida solo con esta estúpida llamada. Será mejor que desaparezcas de mi vida, y del país, si es posible. 

—Más te vale acudir. O los dos saldremos perdiendo —dijo Sebastian. Y colgó. 

A los veinte minutos se encontraba de nuevo en el apartamento. Fue a la cocina y empezó a engullir rebanadas de pan de molde integral. Algunas estaban mohosas. Simplemente recortó las zonas contaminadas y el resto enriqueció su maltrecho cuerpo. Debía mejorar sus habilidades culinarias. 

Unos pasos en el exterior le pusieron alerta. Aún con la boca llena de pan de molde, se fue raudo al salón y tomó asiento en una de las sillas. Sacó su fiel compañera de metal a la espera de que la puerta se abriera de par en par. Estaba preparado por si aparecía Blanca, Rolando o ambos. 

Apareció la primera. Llevaba una bolsa de supermercado en una mano mientras que con la otra sostenía la llave. Cuando vio a Sebastian su primer impulso fue largarse a toda prisa. Pero la Beretta 9 mm le disuadió. 

—No te voy a hacer nada. Solo quiero información —se apresuró a decir Sebastian para evitar malentendidos.

—Ya te dicho todo lo que sé —dijo bajo el umbral, con los ojos bien abiertos, asustada. 

—Cierra la puerta y toma asiento, Blanca —dijo frunciendo el entrecejo—. Solo quiero información. 

—¿No eres policía, verdad? —dijo sentándose a la mesa, con la bolsa de la compra a sus pies—. Ellos no entrarían en la casa de nadie. 

—Más o menos —respondió con una mueca—. Pero eso no es lo relevante ahora. Yo hago preguntas, y tú las respondes. 

—No me gustas nada —dijo sin venir a cuento. Se removió sobre la silla buscando una postura más cómoda. 

Blanca era más atractiva de lo que Sebastian pensó cuando la vio enfundada con el delantal y la gorra. Una brillante melena oscura caía sobre los hombros. Las pestañas parecían toboganes y sus pechos se adivinaban pequeños bajo el grueso jersey de lana. Pensó que debía de haber estado de paseo o con Rolando en un centro comercial. Blanca se cruzó de brazos y los apoyó sobre la mesa. Los dedos asomaban bajo los codos, temblorosos. 

—Quiero saber tu verdadera relación con Ivonne. Y no me cuentes historias como la del otro día. Mírame, soy un vagabundo, no tengo casa ni amigos. No tengo nada que perder. Podemos estar toda la noche así —dijo Sebastian—. Voy a dejar a mi fiel compañera sobre el sofá para que estés más tranquila. 

Una vez que la Beretta quedó mansamente en el reposabrazos, Blanca soltó un largo suspiro. Sus ojos estaban húmedos. 

—Adelante, habla —insistió pacientemente. 

La chica se mordió las uñas. Solo estaba encendida una lámpara de pie en un rincón, creando una extraña atmósfera de luz y sombras. Aunque era lo suficiente amplia para alumbrarles. 

—Ivonne y Rolando mantenían una relación a mis espaldas —dijo con un hilo de voz. 

—Eso me interesa —dijo asintiendo—. Continúa. ¿Cómo te enteraste?

—Los sorprendí en pleno acto, en el dormitorio de ella —dijo apuntando con la cabeza hacia el otro lado de la pared—. Le dije a Rolando que tenía que decidirse entre ella y yo. Y se quedó conmigo. A Ivonne le dije que se buscara otro empleo. Le di una semana. 

—¿Esa es toda la historia? —preguntó. 

Blanca asintió con la cabeza sin mirarle. Tenía los hombros encogidos y la mirada lánguida. 

Sebastian se levantó de la silla y cogió la pistola con decisión. 

—Ella se quedó embarazada —se apresuró a decir Blanca—. Quería abortar. Tenía miedo de decírselo a su hermana. Contactó con ese tal Jason y ya no supimos nada más. Es la verdad.

—¿Y Rolando? ¿Qué hizo?

—Nada. Me dijo que era lo mejor para todos. Que Ivonne era mayorcita y sabía cuidarse. Sé que no hice nada para ayudarla, pero estaba dolida por su traición. Era mi mejor amiga —dijo y rompió a llorar. 

Después de unos minutos en los que Blanca se calmó, Sebastian continuó con las preguntas. 

—Hablemos de Dora —dijo él, tomando asiento frente a ella, con la pistola sobre la mesa, pero siempre a su alcance. 

—No le caímos bien desde el principio, pero es que ella es muy dominante. Tenía muy controlada a Ivonne. La llamaba varias veces al día… Ella estaba harta, se quejaba todo el día. Y la fastidiaba no respondiendo las llamadas… Haciéndola sufrir. Dora se preocupaba por ella, pero demasiado. No le dejaba disfrutar de la vida. En algún momento me comentó que deseaba marcharse a otro estado, pero pensé que lo decía en broma. 

Al terminar su pequeño monólogo miró a Sebastian. Sus ojos echaban chispas de miedo. 

—¿Puedo poner la compra en la cocina? El pescado se va a descongelar. 

Sebastian asintió con resignación. Ella se levantó obediente y sigilosa como una monja. Ambos fueron a la cocina. 

—¿Quién le ha pedido que busque a Ivonne? ¿Dora, verdad? —dijo mientras abría la bolsa y colocaba el lenguado en el congelador. 

—Esa información no te incumbe. 

Se quedaron un rato los dos mirándose. Blanca había recuperado cierta compostura. Sus hombros estaban más relajados. Con la espalda apoyada en el borde de la encimera, ella bajó la vista y la alzó de nuevo. Sebastian lanzó una última mirada llena de suspicacia a Blanca. Estaba pensando lo peor sobre ella, pero no llegaba a ninguna conclusión. 

—Me marcho —dijo él sin más. 

Blanca no dijo nada, ni su expresión transmitió alivio. Sus finos labios eran herméticos como un contenedor. Antes de marcharse, pensó en dejar la llave del apartamento sobre la mesa. Pero al final lo descartó. Quizá le fuera de utilidad en otro momento. 

La noche estrellada
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