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CAIPIRIÑA Y CELESFLÚ

Han pasado seis meses desde que escribí el anterior capítulo. Es septiembre. He terminado de transcribir al ordenador las anotaciones del cuaderno y de las grabaciones de voz del móvil y creo que si no cuento ya lo que pasó después de salir de la cabaña no voy a terminar esto nunca.

Lo primero que hice cuando dejé a María en el Santana fue regresar a por la bolsa de deporte con la coca y el dinero. Abultaba tanto que creí que me iba a arreglar la vida. Obviamente, no tenía ni idea de lo que estaba a punto de suceder y de lo poco que me importaría esa bolsa pasados dos días. Con la tranquilidad inmediata de los nuevos ricos, dejé que pasaran un par de minutos que empleé en contar fajos de billetes y en intentar calcular cuánto dinero podía haber allí. Era tanto que no me quería creer las cuentas. No obstante, el ejercicio me vino muy bien para coger moral y hacer tiempo mientras los gritos y los golpes que salían de la cuadra se terminaban. Una vez lo hicieron, me fumé un cigarro para asegurarme de que los ultras santanderinos estaban muertos y le abrí la puerta a Furaco. Volví al Santana y dije que nos íbamos, por fin, a casa.

En cuanto llegamos, supe que algo había salido mal porque no había noticias de mi padre. Beatriz curó a María, le puso suero, le inyectó medicamentos y la sedó. Yo estuve a su lado todo el tiempo, acariciándola y viéndola dormir mientras intentaba ponerme en contacto con el Búfalo, que no me cogió el teléfono pese a que le estuve llamando sin parar durante dos horas. A las cuatro de la mañana, con mis amigos y mi mujer con evidentes signos de haber sido golpeados y casi un millón de euros y seis kilos de coca en la bolsa de deporte, vino visita. De las desagradables. Primero, oímos un ruido de motor y de aspas como el del principio de Apocalypse Now, pero a lo bestia. Subí la persiana del salón y vi que las yeguas del vecino de mis padres corrían desbocadas. Al tener yo una tendencia tan marcada hacia el optimismo, recordé que en las tragedias griegas siempre se desboca un caballo antes de que las cosas empiecen a ir fatal. Miré un poco más abajo y se confirmaron las sospechas: junto a las típicas bañeras viejas que en los pueblos siempre acaban convertidas en bebederos para el ganado, había aterrizado un helicóptero del que estaba saltando una docena de militares. Llámenme cenizo, pero intuí que aquello iba por mí. Así que me puse el abrigo y salí de casa con mucha dignidad, pero con las manos en alto.

—¡Quieto! ¡De rodillas! —me ordenaron mientras me apuntaban.

Como nunca hay que discutir con una persona que cumple órdenes, menos aún si va de uniforme y está armada, decidí arrodillarme y esperar a que se acercaran. A gritos, me preguntaron si había estado en contacto con Celestino Ortiz y respondí que sí. Preguntaron qué hacía con él y respondí que estaba trayéndolo de Madrid. Preguntaron si me había mordido y respondí que no. Preguntaron si alguien más había estado con nosotros y respondí que no. Preguntaron por qué había ido a Cabárceno y respondí que a pedirle ayuda a un amigo. Preguntaron si padecía sudoración excesiva, fiebre o temblores y respondí que no. Después dejaron de preguntar, uno de ellos se colocó a tres metros de mí, sacó algo que le colgaba del cinturón y me apuntó con ello a la frente. Vi el haz de luz roja de los láseres saliendo de aquel objeto en dirección a mi cabeza. Cogí aire, como oración de despedida murmuré manda cojones y comprendí que morir a manos del Estado es la paradoja que nos guarda el destino a quienes hemos conseguido escapar de la delincuencia organizada.

—36,7 —dijo.

—Subidlo al helicóptero —ordenó el que evidentemente era el jefe del comando.

—¿No registramos la casa? —le preguntó un subalterno.

—No. Si no tiene fiebre, no ha podido contagiar a nadie.

Cerré los ojos y extendí los brazos para que me esposasen o me cogieran por los sobacos para llevarme en volandas, lo que dictaminase el protocolo, pero uno de ellos me golpeó con la punta de la bota y, cuando los abrí para mirarlo, me aclaró muy amablemente que tenía que levantarme y caminar, que no iban a cargar conmigo.

Después de cinco minutos de vuelo, aterrizamos cerca del aeropuerto de Parayas, en el aparcamiento del Centro Comercial Valle Real. Como me habían sentado en mitad del aparato y los helicópteros militares no destacan por tener ventanas panorámicas, no había podido ver nada desde el aire. Cuando puse un pie en tierra, flipé. Cuando apagaron el motor y las aspas dejaron de hacer ruido, pude, por fin, preguntar:

—¿Qué es todo esto?

—Un hospital de campaña —respondió uno de los soldados que me obligaban a caminar hacia no sabía dónde.

La Unidad Militar de Emergencias había desplegado tiendas enormes, camiones, focos y a unos doscientos militares en la explanada que entre los locales se conoce como el aparcamiento del Eroski. Lo habían hecho todo en cuatro o cinco horas. Nunca como en ese momento España me había parecido un país tan europeo.

—¡Qué eficacia! —le dije al soldado, que o no supo qué responder o pensó de mí que era gilipollas.

Me llevaron a la tienda más grande. Estaba distribuida en salas y dividida a la mitad por un pasillo muy largo. Me hicieron caminar por él hasta que alguien dijo esta es tu habitación. En realidad, solo se trataba de un cuadrado de plástico con paredes transparentes, un extractor de aire, una silla y una camilla en el centro. Entré y cerraron. Vi que a mi derecha había otra sala idéntica, con camilla, extractor y silla. Y detrás de esa, otra. Y, detrás de la otra, una más. En la puerta, o como se llame a las sucesivas capas de plástico que cerraron a mi paso, había dos militares haciendo guardia. Enfrente, quirófanos. Me senté en la camilla y pensé que era un buen momento para dormir, dado que llevaba sin hacerlo casi 48 horas. Me dejé caer de costado, con los ojos cerrados, y aquella camilla de campaña me pareció el mejor colchón sobre el que me había tumbado en mi vida. Pero miré a la izquierda un segundo antes de caer dormido y se me quitó el sueño. Había un cuerpo desnudo sobre una camilla. Tenía los ojos cerrados, no se movía y era mi padre.

—¿Qué habéis hecho con mi padre? —les grité a los de la puerta.

—Creo que lo sedaron —respondió uno de los soldados antes de que un superior viniera a recordarles que tenían prohibido hablar conmigo.

Me pasé lo que quedaba de noche tumbado en la camilla sin poder pegar ojo. A ratos miraba en Twitter cómo se estaba volviendo loca España y a ratos observaba el cuerpo de mi padre sobre la camilla, por ver si se despertaba o por terminar de creérmelo. A la hora y pico, uno de los soldados de la puerta me prestó atención y, como el chaval debía de estar entrenado en las más avanzadas técnicas de escrutamiento militar, se dio cuenta de que estaba mirando el móvil.

—¿Puede tener este un teléfono ahí adentro? —le preguntó a su compañero.

—Hombre, no creo que contagie a nadie por el WhatsApp —le respondió el otro. Y yo respiré más tranquilo.

A las ocho de la mañana leí en internet que el delegado del Gobierno en Cantabria acababa de convocar una rueda de prensa urgente. Me puse los auriculares y conecté la radio del móvil para escucharla. Estaban contando que, en Badalona, una horda capitaneada por su alcalde había saqueado un centro comercial aquella noche, que los abulenses habían cerrado las puertas de la muralla y que el Ejército de Tierra se había desplegado en la zona para intentar vaciar las carreteras. También que, siguiendo el ejemplo de El Ejido, había barrios amotinados por todo el país y que acababa de conocerse que el ministro de Defensa acompañaría al delegado del Gobierno de Cantabria en la rueda de prensa que estaba a punto de comenzar en Santander.

—Jesús María Pérez, Santander, buenos días.

—Buenos días.

—¿Sabéis algo más de lo que está pasando en el aparcamiento del Centro Comercial Valle Real?

Jesús María Pérez respondió que no, que hasta el momento nadie había explicado nada y que no sabían por qué la Unidad Militar de Emergencias había instalado allí un hospital de campaña, pero que, suponía, ese sería el asunto central de la rueda de prensa. Después le preguntaron otra cosa que no recuerdo, pero el periodista no pudo contestar porque el delegado del Gobierno estaba dando los buenos días, agradeciendo la presencia de los informadores y presentando al ministro de Defensa, supongo que por si había alguien allí que no lo conociera.

El ministro dijo que la guardia civil había detenido a última hora de la noche anterior a un varón de 65 años contagiado, que la captura (dijo captura) se había producido en un control de carretera que formaba parte del despliegue extraordinario organizado por el gabinete de crisis del Gobierno y que, en el mismo momento de serles notificada la detención, habían decidido desplegar a la Unidad Militar de Emergencias para aislarlo de acuerdo con el protocolo de la OTAN. También informó de que los médicos militares habían tomado muestras de tejido y sangre del contagiado y de que en las próximas horas se tomaría una decisión respecto a qué se hacía con él. Le preguntaron si era el hombre al que se estaba buscando, el que había peleado con el zombi del Vicente Calderón, y respondió que sí.

—¿En qué fase está? ¿Se ha convertido o solo presenta síntomas? —preguntó un periodista.

El ministro puso cara de dolor, como si alguien le estuviera retorciendo una víscera con tenazas, y dijo que mi padre había intentado morder a los guardias civiles.

—¿Eso quiere decir que está totalmente transformado?

—Obviamente. El sujeto está debidamente sedado, pero por los síntomas parece que va a presentar una carga viral muy alta.

—¿Nos puede dar más detalles sobre qué se va a hacer con él?

El ministro dejó que la pregunta rebotase tres o cuatro veces en el suelo. Después, se acercó los micrófonos, carraspeó, bebió agua y dijo que había que esperar a los resultados, pero que seguirían, lógicamente, una política de riesgo cero.

—¿Eso qué significa?

—De momento, no les puedo decir más. Muchas gracias.

Y se marchó de allí.

Me metí en Twitter al instante para comprobar cómo se estaba disparando la indignación popular. ¿Y qué vi? ¡Nada! ¡La perrita Tizona había tenido más defensores! Ni a la izquierda, que siempre protesta por todo, le estaba pareciendo mal que el ministro de Defensa le hubiera sellado tan rápidamente el boleto a mi padre. ¡Hasta los de Podemos estaban escribiendo cosas del tipo todos unidos contra esta amenaza, no es momento para la confrontación y lo primero es la seguridad! Los muy acojonados le estaban alabando al ministro, incluso, la lección de transparencia informativa que acababa de dar.

Media hora después, percibí bastante revuelo entre los militares del hospital de campaña. Lo que significa que algunos se pusieron más derechos, otros se quitaron la gorra y se la volvieron a calar y tres de ellos comprobaron que las rayas que se habían hecho con la plancha en los pantalones permanecían perfectamente paralelas. Después de estas inequívocas señales de alarma, observé cómo un grupo de personas avanzaba por el pasillo. Cuando se acercaron, vi que los dos que venían en cabeza eran un militar con traje y medallas y el ministro de Defensa. Se detuvieron delante de la puerta de mi padre.

—¿Situación, capitán? —preguntó el de las medallas.

—Sedado y estable, mi general —respondió el capitán, que debía de ser también médico.

—Aquí lo tiene, señor ministro —dijo el general.

El ministro le dio las gracias y se puso las gafas. Observó a mi padre a través del plástico, se mesó una barba inexistente y dijo:

—Por Dios bendito, está hecho una pena.

—Tiene numerosas contusiones, señor ministro, dos costillas rotas que le habrían perforado un pulmón, neumotórax y suturas recientes.

—¿Suturas?

—Sí, al parecer lo han curado.

—Pobre hombre. Parece un eccehomo, debió de resistir lo que no está escrito antes de convertirse.

Los militares no respondieron a esa apreciación del ministro, al que se notó incómodo por el silencio y se vio obligado a llenarlo.

—La verdad es que da asco verlo. Que lo incineren en cuanto lo hayan ejecutado.

—Señor, en los análisis todavía no hemos visto nada anormal.

—¿Atacó a los guardias civiles, capitán? —preguntó el ministro.

—Eso dice el atestado.

—¿Gruñía?

—Al parecer, sí.

—¿Cómo se movía, capitán?

—Según el testimonio de los agentes de la Guardia Civil, se cayó después de dar cuatro pasos torpes.

—Y cuando llegaron ustedes al zoológico, ¿cómo lo encontraron?

—No era capaz de levantarse del suelo, señor.

—¿Sabe contra qué luchó este hombre hace unos días?

—Lo ignoramos.

—¡Responda!

—Contra un zombi, señor.

—Exacto.

—Sin embargo, no hemos encontrado todavía nada anómalo en los análisis.

—¿Y qué van a encontrar, si ni siquiera sabemos qué estamos buscando, capitán?

—No lo sé, señor.

—Pues si no lo sabe, no me joda.

Todo el mundo se calló muy fuerte y yo aproveché el silencio:

—¡Ministro! —grité—. ¡No es un zombi, es mi padre!

Al ministro se le puso cara de muy mala hostia y preguntó por lo bajo cómo no le había dicho nadie que estaba allí el hijo del zombi. Después, se acercó a mi cubículo arrastrando los pies y fingiendo pesadumbre.

—Chaval, siento mucho que hayas escuchado esta conversación… y lo de tu padre, desde luego. El Señor a veces nos pone pruebas que son difíciles de comprender.

—Señor ministro, es todo un fake.

—¿Perdón?

—Que los zombis no existen, me los inventé yo. Bueno, no me los inventé yo, pero sí. Quiero decir que el primer zombi era yo.

—Chico, chico, chico…, tranquilo —me respondió el ministro—. El capitán te va a dar ahora algo para los nervios. Pero deja que te diga antes una frase de santa Teresa de Jesús que me ha ayudado a mí a pasar tragos muy amargos, porque todos llevamos nuestra cruz.

—Señor ministro, por favor, escúcheme —le interrumpí.

—Mejor te voy a decir una frase de san Juan de la Cruz. —El muy cabrón me la iba a soltar, pero le sonó el móvil. Lo miró como si tuviera intención de silenciarlo, pero cuando leyó el nombre que aparecía en la pantalla decidió no hacerlo—. Perdona, hijo, es la vicepresidenta. —Y se marchó.

Valoré mis opciones. Ponerme a gritar como un loco era una. Sentarme y esperar a que todo se tranquilizase para hacerme con un arma y sacar a mi padre de allí al hombro era otra. Intentar convencer a alguien de que todo el caso zombi había sido un engaño me pareció la mejor. Como la cohorte que acompañaba al ministro había desaparecido detrás de él, solo me quedaba intentar persuadir a los soldados que hacían guardia en mi puerta. No parecían las personas más influyentes del Ejército, pero era lo que había. Me acerqué a ellos y pensé durante diez segundos cómo iba a enfocar el asunto. Cuando por fin me arranqué, me ignoraron porque mi padre se estaba despertando.

—¡Aagggg! —gritó.

—¡Papá!

—Aaaaaaaaaay —gimió.

—¡Papá!

—¿Daniel?

Uno de los soldados dijo hostias, el zombi habla, y yo comprendí que tenía que grabar en vídeo lo que estaba sucediendo.

—¡Papá!

—¡Agggggg! ¿Dónde estoy?

—En un hospital del Ejército, creen que eres un zombi.

—¿Y qué van a creer, si casi muerdo a un guardia?

—Papá, que quieren matarte.

—¡No me jodas!

Y un soldado volvió a sedarlo. El vídeo no era el mejor alegato posible por la defensa de su vida, pero por lo menos hablaba. Así que lo subí a Youtube, lo puse en Twitter y se lo envié a todos mis contactos del WhatsApp.

Mientras esperaba a ver qué pasaba con él, abrí la página de El Diario Montañés. Era el único medio que había encontrado una noticia capaz de competir en popularidad entre sus lectores con el apocalipsis zombi: Furaco se escapa de Cabárceno y se pasea por San Roque, titulaba. Al texto, que describía los destrozos que había producido el animal en su fuga del zoo y su impresionante recorrido monte a través en plena noche, lo acompañaban un par de fotografías oscuras con poca resolución que había tomado un vecino del pueblo. Salía el oso mirando fijamente la ranura de un buzón de correos. Desde la dirección de Cabárceno afirmaron que las cámaras de seguridad del parque llevaban seis meses sin funcionar por un problema informático, que se habían cansado de pedirle al Gobierno de Cantabria que lo arreglase y que, ahora, no tenían modo de saber cómo había conseguido escaparse la simbólica fiera. Diez minutos después, la noticia de Furaco dio un giro. Esa mañana, a un ganadero de la zona le había extrañado ver las puertas de una cabaña abiertas. Se acercó a mirar y encontró el tartar de nazis. El titular cambió: Furaco se escapa de Cabárceno y mata a siete personas. También, se extendió por otros medios.

En la radio dijeron que la vicepresidenta del Gobierno iba a leer un comunicado ante la prensa en Moncloa y le dieron paso:

—Buenos días. Acabo de hablar con el ministro de Defensa. El sujeto capturado en Santander la pasada madrugada se encuentra en un estado que los expertos militares definen como de irreversible. Ante el riesgo de contagio, será el Ejército el que le aplique los cuidados paliativos, llegado el momento, para que el tránsito sea lo menos traumático que se pueda.

Sí, mierda, eso mismo dije yo. En la sala de prensa el silencio duró unos segundos, hasta que un periodista comprendió que tenían permiso para preguntar y lo hizo:

—¿Han visto el vídeo que circula por Youtube desde hace media hora?

—Estamos manteniendo reuniones al más alto nivel y, como comprenderá, no podemos ver todos los vídeos que se publican.

—Me refiero a uno que ha subido, al parecer, el hijo del infectado, que estaría aislado junto a su padre en el hospital que ha desplegado la UME en Cantabria.

Mi aislamiento, más allá de lo que había escrito yo en la descripción de mi vídeo en Youtube, no se había hecho público, y que el periodista diese ese dato descolocó a la vicepresidenta.

—Eh, sí. Sí. Sí —respondió cuando en realidad lo que quería decir era no, no, no, me está usted jodiendo la mañana.

—Me refiero al vídeo porque en él se oye hablar al contagiado. Y, según se nos había dicho, los zombis no pueden emitir sonidos articulados. Hay expertos que sostienen que esto podría indicar que el cuerpo del hombre está resistiendo la infección. Deduzco, por lo que acaba de contarnos, que los médicos militares han descartado este extremo.

Lo lógico habría sido que la vicepresidenta hubiese titubeado, que se hubiese perdido en monosílabos y hubiese tenido que acabar admitiendo que pasaba palabra. Pero no. Se recompuso y contestó con solvencia:

—En efecto, y desde luego, se ha pedido una segunda opinión, aunque tenemos que fiarnos de los médicos que ya han visto al paciente. De todos modos, estas cosas siguen unos protocolos muy estrictos y nos ceñiremos a ellos. Ahora, si no hay más preguntas y me disculpan…

—Sí, una más, por favor —interrumpió una periodista.

—Una más —concedió la vicepresidenta.

—Es sobre los jóvenes a los que se interrogó ayer en Valdemingómez. ¿Se les tiene controlados? ¿Hay alguno que presente síntomas? Se lo pregunto porque hay informaciones que dicen que han estado en contacto con todos los fallecidos de esta semana y su estado está generando mucho miedo entre la población.

—Cuando la policía los interrogó ayer, todos permanecían asintomáticos.

—¿Pero están aislados, como el hijo del convertido de Cantabria?

—No están aislados, pero sí se los está controlando. Y, desde luego, pasarán exámenes médicos en las próximas horas. Los análisis preliminares han sido tranquilizadores, pero no vamos a confiarnos.

Una hora después, alguien que no debía de sentir mucho aprecio por la vicepresidenta, le filtró a El Diario Montañés que tres de los siete muertos hallados en la cabaña pasiega eran los jóvenes de Valdemingómez. Los otros cuatro cuerpos pertenecían a varones de entre 30 y 40 años militantes del mismo grupo ultra, dos de Madrid y dos naturales de Cantabria. El titular de El Diario volvió a cambiar: Furaco se escapa de Cabárceno y mata a siete posibles zombis.

A partir de ese momento, el Gobierno perdió definitivamente el paso informativo, el respeto de la ciudadanía y la credibilidad que había ganado al admitir en público que estaban decididos a matar a mi padre. Sin embargo, la debacle del gabinete de crisis, pillado en una mentira en el momento de mayor caos social de la historia reciente de España, no dejó a la ciudadanía sin un referente al que agarrarse. De forma automática, la masa temerosa buscó un líder que le diese las certidumbres que los políticos no le estaban ofreciendo, y ese líder fue Furaco. El oso, ídolo de todos los cántabros, se convirtió al instante en el ídolo de todos los españoles.

Las manifestaciones de devoción y agradecimiento a la fiera comenzaron a fermentar en las redes sociales. Pero, como suele ocurrir siempre, la teoría del oso salvador no se afianzó hasta que no la enunció un profeta por televisión. Fue Miguel Ángel Revilla, entonces expresidente de Cantabria[1], primer político en hacer oposición con la crisis zombi y experto en decirle a la opinión pública por televisión aquello que ya está pensando. Yo, dado mi estricto aislamiento militar, tuve que conformarme con escucharlo por la radio. Lo que fue una pena, dada la telegenia del sujeto.

—Fíjense en lo que es la sabiduría de estos animales —empezó Revilla—. Furaco, que nunca había dado un ruido, de repente se escapa de Cabárceno. El animal recorre treinta kilómetros de monte, que, para el que no lo haya hecho nunca, ya le digo yo que no es fácil, y va directo a San Roque. Yo conozco bien a ese oso porque lo llevé a Asturias en varias ocasiones para ver si podía dejar preñada a una hembra estéril que tienen allí. En esos viajes lo miré a los ojos muchas veces. Y tiene una mirada limpia, de paisano. Hasta lo acaricié, aunque me aconsejaron que no lo hiciera. Pero el animal es muy noble, nunca me hizo nada. Por eso estoy seguro de que algo tuvo que oler. Algo presintió. No tengo dudas.

—¿Pero el qué, señor Revilla? —le preguntaron.

—Hombre, está bastante claro. Hace un rato me decía un vecino de San Roque que ayer por la tarde el ganado estaba como loco, que los perros no paraban de ladrar. Los animales son muy listos. Mucho. Más que nosotros. Se lo digo yo, que me he criado en una aldea. ¿Usted se imagina la que hubieran liado esos zombis aquí, en la Vega del Pas? Ya se lo digo yo: la de San Quintín. Pero Furaco olió el virus. Vino hasta aquí y encontró a los pobres chavales esos. Son víctimas, esto que quede muy claro… Pero, mire, Furaco nos ha salvado de una muy gorda. Si tenemos que esperar al Gobierno, en dos días nos encontramos todo el valle del Pas convertido en zombi. Eso pasa a la comarca del Miera como el aire, de ahí al Saja-Besaya…, en pocas horas tenemos a toda Cantabria transformada. No se libran ni en el búnker del Banco Santander, que está en Solares. ¿Ha tomado usted agua de Solares? La mejor del mundo.

—Señor Revilla, por ser justos, el Gobierno ha fallado, y ha mentido, en cuanto a los fallecidos de la cabaña. Pero el dispositivo funcionó para encontrar a Celestino Ortiz, también en Cantabria, por cierto.

—¡Un pobre hombre! —respondió Revilla—. Al Gobierno le ha faltado tiempo para querer matarlo. Y le digo una cosa, Celestino fue el único que tuvo valor para enfrentarse al zombi en el Vicente Calderón, y, si no llega a ser por él, aquello igual hubiera acabado contagiando a medio estadio. ¿Sabe lo que es ese hombre para mí hoy? La esperanza, porque es el primer ser humano que está logrando resistir el virus. Ya hay hasta laboratorios farmacéuticos internacionales que dicen que analizando su sangre pueden encontrar un antídoto. ¿Y qué van a hacer con él? ¿Lo del riesgo cero? Si lo matan, me van a tener a mí enfrente. Y a Cantabria. Y a España entera. A ese hombre hay que estudiarlo. Y darle una oportunidad, que igual nos la estamos dando a todos.

Lo cierto es que en ese momento la prensa española ya había publicado entrevistas a expertos sobre las posibilidades de encontrar un antídoto derivado de la sangre de mi padre, pero fue a partir de las declaraciones de Revilla cuando la gente se dio cuenta de su existencia. ¿Y el resto del mundo?, se preguntarán ustedes. Lo del resto del mundo me alucinó. The Washington Post titulaba: El último contagiado de España resiste el virus zombi. Le Monde: El hombre que se enfrentó al zombi, contagiado pero consciente, y subtítulo: Su curación podría ser la clave en la búsqueda del antídoto. Y el New York Times: Celestino resiste y España encuentra la esperanza. Hasta el secretario general de la ONU afirmó en una radio estadounidense que estaba seguro de que las autoridades locales no desperdiciarían la ocasión de ofrecerle una cura al mundo dejando en manos militares la decisión sobre la vida del paciente.

El Gobierno, imagino que sufriendo una tormenta de presiones como no había vivido nunca un Ejecutivo español, envió una nota de prensa a los medios poco antes de las tres de la tarde. Decía que los últimos análisis indicaban que la carga vírica de mi padre había bajado y que sería trasladado al Hospital Carlos III en un avión medicalizado. También, que científicos de los laboratorios más prestigiosos del mundo se estaban desplazando a Madrid para analizar la sangre de Celestino y determinar si podía ser útil en el desarrollo de una vacuna. Minutos después, unos militares con escafandra entraron al cubículo de mi padre, lo metieron en una especie de invernadero con ruedas y se lo llevaron.

Esa tarde se pusieron las primeras velas en la puerta del Carlos III. Por la noche, los cirios se contaban por miles, los ramos de flores por decenas y la policía tuvo que quitar carteles y pancartas de ánimo al contagiado debido al alto riesgo de incendio que implicaba su cercanía con las velas. Espontáneamente, se produjeron muestras de apoyo similares delante de casi todos los ayuntamientos de España. La gente iba, encendía su vela en silencio y se marchaba para volver a atrincherarse en casa. Las llegadas a Madrid de los científicos farmacéuticos fueron retransmitidas en directo por televisión. Se les identificó con facilidad en los pasillos del aeropuerto de Barajas porque fueron los únicos que viajaron ese día a España.

Evidentemente, pensé que aquello iba a saltar por los aires, que los análisis no encontrarían nada y que en algún momento el Gobierno tendría que admitir que la crisis zombi no había existido, que ninguno de los infectados lo era y que le pedía disculpas a la comunidad internacional por haber generado el caos más ridículo de la historia de Europa y a la industria farmacéutica por haber requerido a sus mejores cabezas con tanta urgencia para nada. Cuando, desde la habitación del hospital de Santander en la que me habían aislado, vi por la tele que el ministro de Defensa, la ministra de Sanidad y la vicepresidenta del Gobierno iban a ofrecer una rueda de prensa conjunta, presentí el desastre. Cuando comprobé lo serios que entraban en la sala donde los esperaban los periodistas, no tuve dudas. Dos minutos después, cuando empezó a hablar la vicepresidenta, no me quedaban uñas que morderme. Y eso que yo no soy de los que se muerden las uñas.

—Se ha decidido incinerar inmediatamente los cadáveres aparecidos en la cabaña del pueblo de Cantabria —dijo—. El reconocimiento visual, así como los primeros análisis, apuntan a que entre los fallecidos habría al menos dos transformados. Las pruebas forenses indican que habrían mordido al resto. Se va a acometer, asimismo, la quema de la cabaña y el acordonamiento de la zona por un tiempo que irá de tres a seis meses. Los restos de los dos últimos convertidos de Madrid, el zombi del Calderón y el que fue arrollado por el tren, ya han sido cremados y las cenizas entregadas a sus familias. En cuanto al pie aparecido el martes pasado, también ha dado positivo en el virus E4-15, conocido popularmente como virus zombi. Se trabaja con la hipótesis de que el resto del cuerpo fuese devorado por los infectados que aparecieron en los días sucesivos. Sobre los ingresados en el Carlos III, les voy a dar buenas noticias —sonrió—: la fase crítica de Fermín Roca, el reportero de televisión, y del padre de familia ha concluido sin que se registren síntomas de contagio. Respecto al otro paciente aislado, Celestino Ortiz, evoluciona favorablemente y su organismo está reduciendo la carga vírica a un ritmo inesperado. El laboratorio farmacéutico suizo que está liderando la investigación afirma que el estudio del sistema inmunológico del señor Ortiz puede acelerar enormemente la obtención de una cura. Sí, les repito: una cura. —Aquí se detuvo en una sonrisa que anticipó la lluvia de flashes.

Los periodistas preguntaron por qué había asumido la investigación un laboratorio privado cuando el paciente estaba ingresado en un hospital público, a lo que la vicepresidenta respondió argumentando que la multinacional farmacéutica llevaba meses investigando cepas del mismo virus encontradas en África y que, por eso, tenían muy avanzado el medicamento. También anunció que la mejoría del enfermo era tal que en las próximas horas le permitirían hablar con su familia.

Mi padre me llamó por teléfono antes de que acabase la rueda de prensa.

—Olvídate de trabajar, Daniel.

—¿Qué?

Me contó que esa mañana, horas antes de la rueda de prensa del gabinete de crisis, se había negado a que investigasen con él los científicos del laboratorio farmacéutico suizo y que, ante su exigencia de ser tratado por profesionales de la sanidad pública, aparecieron al otro lado del cristal blindado que separaba su habitación de una sala de vigilancia unos tipos trajeados que se presentaron como representantes del Ministerio de Sanidad. Intentaron persuadirlo con todo tipo de chantajes emocionales: que si era por su propia salud, que si muchas vidas dependían de la obtención de un medicamento, que si podía salvar a la humanidad entera y contribuir a apaciguar una situación que perjudicaba gravemente la economía española y la seguridad del país. Como se lo dijeron por este orden, la economía, primero, y la seguridad, después, empezó a sospechar y aumentó el encono de su negativa: no solo no daría su consentimiento a que ninguna farmacéutica estudiase su sangre, es que, si le obligaban, denunciaría donde tuviera que hacerlo que no existía ningún informe independiente o público que certificase que en su cuerpo había habido algún virus, y que dedicaría su vida a denunciar que el medicamento era un pufo. En ese momento, le pasaron un teléfono y le pidieron que se mantuviera a la espera. Cuando lo descolgó, comprobó que le estaba llamando la vicepresidenta del Gobierno.

—Buenos días, Celestino.

—Buenos días.

—Todo el Gobierno se alegra mucho de que esté usted mejor.

—Mal no les viene.

—¿Disculpe?

—Nada.

—Mire, necesitamos que dé su autorización para que el laboratorio farmacéutico pueda desarrollar la cura. Nos dicen que pueden hacerlo muy rápido. Y no sabe lo importante que sería dar esa noticia en este momento.

—Me parece que me hago una idea.

—¿Perdone?

—Escuche, que por teléfono se dice escuche, no mire. Me da la sensación de que yo no tengo ningún virus. Es más, creo que ustedes saben que yo no tengo ningún virus y que, a lo mejor, no lo ha tenido nadie.

—Hay análisis que dicen…

—Que dicen mierda, señora.

—Mire. Perdón. Escuche, ayer mismo aparecieron siete cadáveres en una cabaña de Cantabria, todos contagiados por el virus. Si eso le parece poco, le digo más: se han cancelado prácticamente todas las reservas turísticas para los próximos seis meses, las fábricas están cerradas porque no va nadie a trabajar, el Ibex ha tenido que suspender la cotización porque se estaban hundiendo todos los valores y la imagen de España en el exterior… El daño que le está haciendo esta crisis sanitaria a nuestra economía es terrible. Y usted tiene la solución. ¿Ha visto la cantidad de gente que está rezando por que se cure?

—Algo he mirado por la ventana cuando me han desatado, sí.

—¿Y no le parece que esa gente merece una esperanza?

—Le voy a decir lo que me parece: la multinacional farmacéutica esa puede estudiarme tanto como quiera, pero quiero acciones.

—¿Cómo?

—Acciones. Diez millones de euros en acciones de esa empresa.

—Oiga, eso no puede ser.

—No se preocupe, que a mi nombre no lo tienen que poner. Las quiero a nombre de mi hijo, para que no cante.

La vicepresidenta se siguió negando durante casi un cuarto de hora, pero cuando vio que mi padre no cedía le dijo que esperase, que vería lo que podía hacer. Le llamaron media hora después con una oferta: seis millones de euros en acciones a mi nombre y tres millones para él en dinero en efectivo por usar su nombre y su imagen en la comercialización del medicamento, que se llamaría Celesflú. Mi padre calculó, como así fue, que en cuanto se conociera qué empresa iba a desarrollar la medicina, las acciones multiplicarían su valor. Así que aceptó el trato y comenzó a sospechar que se había hecho muy famoso.

—No te haces una idea, papá. El New York Times llevaba ayer una foto tuya en portada y te llamaban por tu nombre —contesté.

—Pues igual les tenía que haber pedido más.

Con María las cosas no han sido tan fáciles como me parecieron al salir de la cabaña, pero tampoco tan imposibles como pensé que iban a resultar cuando recibí las fotografías.

Cuando me dejaron salir del hospital, los seis millones de las acciones ya se habían transformado en quince, así que no me resultó doloroso despedirme del trabajo. María todavía se estaba recuperando, y yo dudé si ir a verla un rato y marcharme después a casa de mis padres, si marcharme a casa de mis padres directamente y darme un tiempo para pensar, o si ir a la mía y hacer como si nada hubiera pasado hasta que ella se restableciese. Como no fui capaz de decidirme por ninguna de esas opciones, escogí el camino más sencillo. Es decir, no tomar ninguno. Lo que en términos prácticos se tradujo en ir a verla y dejarme llevar.

María estaba en la cama. Aún le costaba moverse. Su madre comentó que aprovecharía para ir a hacer la compra y nos dejó oportunamente solos. Me senté junto al cabecero de la cama y ella extendió la mano. Nos miramos sin decir nada durante bastante tiempo. Después, le aparté el pelo de la cara y le pregunté qué tal estaba. Respondió que mejor.

—Perdona por no haber llamado. Necesitaba pensar.

—No te preocupes, Dani. Es normal —dijo.

Volvimos a mirarnos en silencio. Volví a ver su cara sin ver sus cicatrices. Volví a verla en Liencres, aquel invierno en el que nos quisimos por primera vez para siempre. Ella dijo que, si quería quedarme en la casa, se iría a la de sus padres, que no me preocupase. Yo no respondí. Se nos cayó una lágrima a cada uno al mismo tiempo. Necesité abrazarla, pero me contuve. Necesité besarla, pero no lo hice. Necesité decirle que la quería, que no entendía por qué, pero estaba más enamorado de ella que nunca, pero guardé silencio. Entonces comprendí que las decisiones sobre la pareja no se toman, que solo existen dos opciones, o vivir de acuerdo a lo que se siente o no dejarse hacerlo. Comprendí que el único dilema era el siguiente: romper la relación por unos cuernos o apostar por lo que los dos deseábamos, volver a armarla y comprobar si aún tenía sentido, pero comprobarlo viviéndonos.

—María…

—Dani.

Les diré solamente que durante los días que siguieron no hubo una mañana que no nos despertásemos abrazados en la misma postura en la que nos habíamos dormido la noche anterior. Les diré solamente que, cada vez que salía a la calle para comprar, daba las gracias por no tener que pedir la mitad de fruta en el mercado, por no tener que pasar por delante de las chirimoyas sin comprarlas porque yo no me las como y por no tener que especificar cómo quería los kiwis, porque a ella le gustan verdes y a mí maduros. Les diré solamente que comprendí que había amasado tal mierda de vida que lo extraño era que una mujer como María hubiera tardado diez años en serme infiel, que yo, de poder haberlo hecho, me habría abandonado a mí mismo mucho antes.

Unas semanas después, cuando estuvo recuperada, le conté lo de las acciones y mi holgura económica. Reaccionamos como lo hace cualquier nuevo rico español que pretende darle un giro a su vida: nos fuimos a Brasil. Allí nos tomamos muchas caipiriñas, nos pusimos morenos por primera vez en una década y alcanzamos razonamientos asombrosos: María dijo un día que no entendía por qué las brasileñas llevan tangas diminutos y sin embargo nunca hacen topless, y yo enuncié mi teoría sobre los dos tipos de ricos que existen: los que envían su dinero a un paraíso fiscal y los que lo utilizamos para irnos nosotros al paraíso. Sorprendentemente, los segundos somos minoría.

A las cuatro semanas de estar en Brasil, asimilamos que éramos millonarios de verdad y que, en esa situación, compartir el plan de evasión vital con el Dioni, aunque fuera solo geográficamente, era una cosa triste. Desechamos nuestra idea de comprar un hotel y pasar el resto de nuestras vidas regentándolo en la costa de Natal y volvimos a Europa. Pasamos lo que quedaba de mayo y todo junio tumbados en la playa de Zahara de los Atunes, Cádiz. Por la noche cenábamos pescado y vino blanco, follábamos como salvajes en el hotel y hasta practicamos sexo público un par de veces en la playa. Creo que un gordo alemán nos grabó con el móvil, así que es posible que lo subiese a internet y que ustedes se hayan masturbado mirándome. No se preocupen, serán excentricidades de rico, pero no me importa.

A mediados de junio, estando en la playa y pensando en la llegada de las primeras hordas de veraneantes, con sus niños, sus cubos, sus sombrillas, sus neveras portátiles y sus filetes empanados, tomé una decisión:

—María, tenemos que comprarnos un barco.

—¿Un barco?

—No, un velero, que es lo mismo, pero sin ruido.

Como todavía tengo ramalazos de hijo de obreros, tardé menos de un mes en sacarme el título de patrón de yate y la licencia de navegación a vela. Llegamos a Mallorca el 13 de julio y esa misma tarde nos compramos el barco. Es un velero de madera precioso, con cocina, un par de camarotes y veinte años. También tiene una nevera grande y una máquina para hacer hielo a la que hemos sacado un partido asombroso. Por la mañana, picamos varios kilos y preparamos el azúcar, el limón, el ron, la hierbabuena, la lima y la cachaza. Después, vamos de cala en cala vendiendo caipiriñas, mojitos y pedazos de sandía. Yo pongo música en cubierta y agito la coctelera a pocos metros de la playa haciendo como que bailo. María, que es más sociable, se acerca hasta la arena con una barquita de remos y vende los cócteles a tres euros la pieza. Les sorprendería lo que se gana trabajando cuatro horas por las mañanas, sin camiseta, batiendo alcohol con azúcar, oliendo a protector solar y viendo a tu mujer venir remando desde la arena, sonriendo, guiñándote un ojo y diciéndote con un gesto que le han comprado hasta las botellas de agua.

El año que viene, si tienen curiosidad, búsquennos. Seguramente estemos vendiendo cócteles en Menorca. Somos los del barco azul, el hombre de los pantalones rotos que lleva un sombrero feísimo y la mujer que le da la mano. Los del velero que solo tiene una regla: detenerse cada día para ver atardecer. Los que toman vino blanco y regresan al puerto para cenar caldereta de langosta. Esa pareja que se ríe tanto y que hace que la gente piense: Hay que ver, lo que dan de sí las caipiriñas.