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TU CARA ME SUENA

Un asesinato solo te jode la vida si te toca ser el muerto. Repito: Un asesinato solo te jode la vida si te toca ser el muerto. Es más, si se maneja bien, hasta puede mejorártela. Se lo digo porque hoy me he despertado reflexionando y he llegado a la conclusión de que en esto hay mucha mitología, que el criminal que se trastorna es algo que hemos aprendido en las películas, en los libros de Historia y en eso que en realidad son películas sobre asesinos con remordimientos, pero que nos tomamos como si fuese Historia y que se resume en la palabra Shakespeare; patrañas; convencionalismos derivados de la culpa. Y la culpa no es, como se suele decir, una consecuencia de nuestra raíz cristiana o judía. La culpa es anterior. La culpa es la respuesta fácil de nuestro cerebro, que prefiere sumirse, pagar, aceptar el castigo, detenerse y anularse a enfrentarse a los hechos; que prefiere castigarse a perdonarse. Porque es difícil mirar al espejo, ver a un asesino y pensar: Se ha jodido una vida, pero ¿es ese un motivo suficiente como para que se jodan dos?

La respuesta es no. Evidentemente, no he llegado a esta conclusión mediante un razonamiento como el del párrafo anterior. En directo, ha sido un poco más simple, del tipo consejo para superar rupturas en revista para mujeres: Hay que seguir caminando, Daniel. Te quedan muchas cosas por disfrutar y por darle al mundo. De ahora en adelante, vas a empezar a vivir de verdad, a ser feliz (sé que no son frases como para pintar por las paredes, pero alguna vez hay que decírselas). Pensado esto, la voz de la sabia redactora de la revista femenina se ha callado y me he perdido un rato en divagaciones, preguntándome si ser feliz consiste en tirarme en paracaídas, en divorciarme y follarme a muchas chinas o en tener cinco hijos y un perro o cinco perros y un hijo. Finalmente, he llegado a la conclusión que no te cuentan las revistas: ser feliz es un buen objetivo, pero no es algo que se pueda hacer un martes por la mañana. Así que he decidido hacer vida normal. Pasar del muerto del maletero, de los skins y del vídeo, e irme a vender máquinas de coser. Y aquí llegamos a la parte en la que he empezado a pensar que, si te perdonas, un asesinato te puede mejorar la vida. Porque hoy, por primera vez en casi diez años, no me he tomado la venta por catálogo como un trabajo de esos que da vergüenza describir, sino como una heroicidad, porque para vender tricotosas por Madrid con lo que yo tengo encima hacen falta muchos huevos. Y ese ha sido el cambio profundo que matar al neonazi le ha traído a mi vida, que hago la misma mierda que antes, pero ahora esa mierda me hace sentirme orgulloso.

Para festejarlo, le he conectado los auriculares al móvil, me he ido a música y he tirado por lo alto, con el Julio Iglesias blanco, Tom Jones. He plantado un pie en la calle Serrano y luego el otro. He dado un par de pasos y he sido consciente de lo bien que me queda el traje, de cómo se me movían los huevos alternativamente, un segundo después de cada pierna, y de cómo me rozaba el pene con la tela del pantalón porque hoy no me he puesto calzoncillos y llevo todo el día con ella juguetona. Entonces, le he dado play al greatest hits y Tom ha empezado por donde tenía que empezar: It’s not unusual. Si Dios existiera, no habría creado este mundo de mierda con ruidos aleatorios, lo hubiera hecho todo musical, con armonía, estribillos y bailes. Y ahora yo no sería el único que estaría escuchando las trompetas del principio de la canción, y no me mirarían raro por ir bailando (someramente) con mi maletín, ni por poner cara de portada de disco de los setenta, ni por coger a una farola por la cintura y dejarla con las ganas, en plan me gustas, pero no me vas a tener para ti sola, muñeca. ¡La que no folle que no entretenga!, me han dado ganas de gritar. Pero no lo he hecho porque estaba entrando en unas oficinas y he tenido que decir me llamo Daniel Ortiz y ustedes me están esperando.

No es que esa fuera una inspiración mía de vendedor agresivo, es que tenía una cita. De las fáciles, las que ya me ha arreglado Juan en una partida de golf en Pedreña y que normalmente consisten en decir vengo por lo de Juan, lo de las tricotosas que habían hablado ustedes. Él responde que quiere un huevo y, en ese instante, yo respiro tranquilo porque tengo la certeza de que ese mes la empresa no va a perder dinero conmigo. Y así ha sido. Y no contaría aquí nada de esa entrevista si no fuera porque, después de muchos silencios en medio de la conversación en los que el hombre simplemente se me quedaba mirando, me ha soltado:

—Yo a ti te he visto antes en algún sitio, chaval.

—Quizá le sueno de cuando tuve un romance con Victoria Beckham. —Aún estoy probando los límites humorísticos de mi nueva forma de estar en el mundo.

—No…

Evidentemente que no, pero al señor Mendoza, barbudo y madrileño, forrado y miembro de la Obra, le ha saltado el inhibidor de tonterías, que es una cosa que tienen las personas de derechas y que les permite no escuchar las chorradas, porque de las chorradas no se saca dinero, y ni me ha oído. Me estaba mirando como si me estuviera absorbiendo la cara, como si se fuese a quedar conmigo para siempre.

—Yo a ti te he visto en algún sitio…

Y ha seguido mirándome, despacio (si es que se puede mirar a diferentes velocidades), sin ocultar lo que estaba haciendo: poner mi cara en cuerpos que tenía en su memoria para ver si encajaba en alguno. A saber: cuerpos vistos en reuniones del tipo Tupperware pero del Opus, Opusware, de niños de esos con patillas demasiado pobladas para su edad y con cara demasiado imberbe como para ser hombres y que serían amigos de sus hijas, de ejemplares extraídos de clubes deportivos y que se peinarían con una tonelada de pelo color negro zapato castellano sobre la frente, cuerpos de hijos de banqueros, de hijos de notarios, de hijos de diplomáticos, de hijos de constructores, de hijos con apellido de bufete, de hijos de dueños de franquicias… Me he sentido ultrajado, usado, sucio.

—De Podemos. Igual le sueno de Podemos porque soy miembro de la Asamblea.

Ni siquiera sé si hay una asamblea, quiero decir una Asamblea, con mayúscula, en Podemos, pero necesitaba algo que al viejo le diera tanto asco que lo obligase a sacarme de su cabeza al instante.

—He salido alguna vez en los periódicos por lo del aborto y el matrimonio homosexual con células madre.

Despertó. Antes de darle tiempo a reaccionar, me he levantado y he empezado a salir de allí inventándome que tenía una reunión en las torres de Florentino. El viejo ha levantado una mano, creo que con la intención de decir dame el contrato que lo voy a romper. Pero yo, que hoy me siento un hombre con la habilidad propia de una mujer que lee revistas de mujer, se la he estrechado y he zanjado el tema:

—Ha sido un gusto hacer negocios con usted, señor Mendoza.

Su secretaria también me ha mirado raro, pero me he dicho te estás obsesionando, Daniel. En la calle, una señora mayor me ha mirado mucho a los ojos. Te estás obsesionando, Daniel. Después, un policía. Después lo han hecho una rumana, un cartero, un empleado de la Telefónica y un niño grueso que no sé por qué no estaba en el colegio.

—Te estás obsesionando, Daniel —me ha dicho la voz interior.

—¡Qué cojones me voy a estar obsesionando, los viejos me han señalado!

—No, eso son imaginaciones tuyas. Por algún lado tenían que salirte los remordimientos por lo de ayer. ¿Te parece normal lo que has hecho esta mañana?

—¿Qué he hecho esta mañana?

—Perdonarte, así, a lo bruto. ¿Creías que iba a durar para siempre? ¿De verdad pensabas que los remordimientos se tapan con esa facilidad? Te van a salir por algún sitio, y hasta puede que te vuelvas loco, como Raskólnikov.

—¡Raskólnikov no se volvió loco!

—Los cojones. Pero te pongo otro ejemplo: Macbeth. Te vas a volver loco como Macbeth.

—Lo que me faltaba ahora era tener una voz interior sabionda. ¿Cuándo coño hemos leído nosotros a Shakespeare?

—En el instituto.

—Es verdad.

—Pues eso es lo que te está pasando, Daniel. La locura del criminal.

—La locura de tu puta madre, a mí me está mirando la gente. Lo acaba de hacer el señor ese del puro.

—¿Y qué piensas, que te reconoce del vídeo? En ese vídeo no me reconozco ni yo, ni nosotros, vamos. Lo que te pasa es que te estás volviendo loco.

—Aquí el único loco eres tú.

—Yo soy tú, y tú soy yo —ha respondido muy mística.

—¿Qué?

—¡La otredad!

—¡Calla, copón! El tipo del puro se ha parado a mirarme otra vez. Y viene, que viene, cojones.

—Pues pregúntale.

—¿Y qué coño le voy a preguntar, lista?

—No sé.

—Oiga, ¿por qué me mira? —he dicho en alto.

—Eh… pues… —Y el señor del puro ha señalado a una farola. Y luego a otra y luego a otra. Después se ha inclinado sobre un coche, el que estaba más cerca, y ha cogido un papel que había sujeto al limpiaparabrisas. Me ha parecido que salía yo. Concretamente, me ha parecido que salía yo en mi foto de perfil de Facebook, la que ya deben de estar descargándose los de la sección de necrológicas de El Diario Montañés, pero el viejo no me ha dejado verlo bien porque se lo ha colocado al rebufo de las gafas y se ha puesto a leer:

—Enfermo mental perdido. Se llama Daniel y se escapó de casa vestido de traje. Si lo ven, por favor, avisen a la familia, necesita medicación y puede ser peligroso. Y sale el número de teléfono de un tal Fran.

Sí, yo he pensado lo mismo: Mierda, ya no puede uno ni confiar en la estupidez de los nazis. Pero no he dicho eso.

—Es que me caso. Y mis amigos son unos cachondos. Déjeme ver el número de teléfono…, el mío —he mentido—. Me están dando una mañana…, pero no había visto los carteles.

—Pues han empapelado el barrio.

¿El barrio? ¡Madrid! ¡Habrán empapelado Madrid los hijos de puta de los nazis con la linotipia o lo que sea que tengan en el local para hacer pasquines! Mierda. Mierda. Mierda. Y, por decir algo diferente aunque de gran plasticidad: Mierda. Resulta que los nazis, en equipo, tienen imaginación. ¿Y cómo te mata un nazi con imaginación? A hostias, pero más despacio. No solo me van a curar entre paliza y paliza para que les dure más, es que me echarán ácido en las heridas, tendrán diseñados experimentos para comprobar la elasticidad de mis testículos y vayan ustedes a saber lo que querrán hacerles a mis pezones. Entonces, he visto a uno de los viejos del banco llamando por teléfono. Y luego al kiosquero, hablando por el suyo y mirándome con disimulo. Incluso una señora mayor ha cogido su móvil y lo ha mirado con decisión, sin dudar, pulsando teclas. ¿Y en qué única situación una señora de esa edad es capaz de pulsar tantos botones sin pedir ayuda? Exacto, cuando está marcando un número que tiene apuntado en un papel.

—Me estoy volviendo loco… —me he dicho.

—Eso pone en el papel —ha respondido el señor del puro.

—¿Todavía está usted aquí?

—…

—Es igual. Muchas gracias. Hasta luego.

En el coche he vuelto a pensar, y pensar siempre les quita algo de razón a los consejos de las revistas femeninas, que, como todo lo saludable, son poco consistentes. Por mucho que yo me perdone, es obvio que la sociedad no está dispuesta a hacer lo mismo. Así que, repito: Un asesinato solo te jode la vida si te toca ser el muerto. Pero, completo: Al asesino no le jode la vida el crimen, se la jode la justicia. O la venganza, o lo que sea que los nazis pretendan hacer conmigo.