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SALVACIÓN QUECHUA

La persecución de los nazis está adquiriendo la dimensión de los verdaderos problemas de la vida, que se distinguen de los superfluos en que afrontarlos es un suicidio, pero, y aquí viene lo grave, ignorarlos es otro. Buscando una solución en el google cerebral, al que los antiguos llamaban memoria, he encontrado un proverbio de esos que nos parecen sabios hasta que tenemos que ponerlos en práctica: Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Si lo aplican a mi situación, tardarán poco en convenir conmigo que es una soplapollez. Tampoco nos hagamos los sorprendidos; si las frases hechas sirviesen para algo se llamarían frases útiles. No serían tan redondas, pero ganarían pragmatismo: Si no puedes con tu enemigo, que no te encuentre. Después de deducir esto, me he ido a Decathlon.

¿A qué?, se preguntarán ustedes. ¿Es que, acaso, el último objetivo vital de este asesino sobrevenido es contribuir al exterminio del pequeño comercio? No, es que es el sitio donde más rápido puedo conseguir lo que necesito para camuflarme. Analicemos el cartelito de los nazis. ¿Cuál es, para mí, la información más peligrosa de su descripción? El traje. Cara tiene todo el mundo, pero traje llevamos muy pocos. El viejo del puro, la señora del teléfono, el kiosquero y el resto de Madrid buscan a un loco con corbata. Así que, si me pongo un chándal, un plumífero y remato el homenaje al rap con un gorro de lana bien calado y unas gafas de sol, nadie pensará que soy el enfermo mental que va por ahí vestido de dandi. Evidentemente, este atuendo no me deja en buen lugar para vender máquinas de coser, porque los comerciales padecemos el síndrome de Batman, sin nuestro traje perdemos los poderes. ¿Y qué hay que hacer cuando compartes un problema con Batman? La respuesta es obvia, pero la explicito por si ustedes no están muy leídos: imitar a Spiderman, que, además de tener poderes de verdad, lleva siempre el traje de hombre araña debajo de su ropa de civil. Eso mismo haría yo: chándal encima, corbata debajo. Por eso estaba en Decathlon rodeado de prendas extraordinariamente voluminosas cuando sonó el teléfono. Por eso, me ha costado tanto encontrarlo. Por eso, he parecido acelerado al descolgar. Pero todo esto no pude explicárselo a mi interlocutor porque era María.

—Hola, cariño. ¿Qué tal?

—En Madrid, María. —No sé por qué, cuando me pregunta qué tal, respondo dónde estoy, con quién o aquí, ya ves.

—¿Y qué tal?

—Aquí, ya ves.

—Pero ¿bien? —Ante tanta insistencia he empezado a sospechar.

—Bueno, con lío… —Silencio. Y ese silencio me ha indicado que María tenía algo en la cabeza que no me iba a gustar oír. Para cerciorarme, he tirado de oficio y he empleado un clásico recurso dialéctico masculino: redirigir la conversación hacia la metafísica—. Esta mañana en el bar, desayunando, me he tirado un pedo que he desalojado a media barra. Me he ido hasta yo.

Más silencio. Malo.

—¿No has visto Twitter?

—¿Twitter?

—Sí, cariño, el Facebook sin padres —ha contestado.

—Mi padre tiene Twitter.

—Ya, si me ha llamado él. —A tomar por culo. Si mi padre está en el ajo, esta llamada no responde a un plan, sino a una conspiración.

—¿Mi padre?

—Tu padre.

—Pues sí…

—¿Sí, qué?

—No sé, María…

—A ver, Dani, ¿qué es eso de que te has perdido?

—¿Qué me he perdido?

—Daniel, enfermo mental perdido en Madrid. Es peligroso y necesita medicación. Le han hecho RT al cartelito hasta Ana Pastor, Risto Mejide y Jordi Évole.

—¿Cuál?

—Que hay una campaña por Twitter para encontrarte porque te has perdido.

—Pero cómo me voy a perder, si llevo GPS. —No lo juzguen, ha sido un chiste para coger aire. El crimen acababa de adquirir una nueva dimensión: tengo que empezar a mentirle a mi familia, que, a diferencia de lo que espero que suceda con los nazis, va a estar ahí para siempre. Y el problema de mentir no es no decir la verdad, sino tener que mantener la falsedad en el tiempo. El probador me ha parecido repentinamente diminuto. El chándal sobre el traje ha producido en mí una reacción exotérmica súbita. He necesitado colgar, salir de allí, tomarme un mojito…, cosas—. Mándamelo por WhatsApp, que lo vea. Te dejo, cariño, que entro a una reunión.

—Llámame en cuanto salgas.

—Te oigo fatal.

—Dani.

—Un beso.

—Dani.

—Yo también. Adiós.

—¡Dani!

He cortado y me he dejado caer en el asiento del probador sobre tres plumíferos y unos cuantos pantalones de deporte. Después, he mirado Twitter. Sí, mi búsqueda y captura estaba en marcha. La había iniciado una cuenta creada a tal efecto, @vuelvedani, pero los primeros retuits los habían hecho los usuarios que se podía esperar: @FranH8, @lordskin_hh, @pelochoHTR, @MadridKKK, @madrizPeopleSing…, algunos de ellos con miles de seguidores y que, por cómo hablan y las fotos que cuelgan, deduzco que son los capos del asunto. Tras ellos han venido un montón de musculosos y chicas con aspecto de pijas. Desde ahí, la cosa se ha expandido sin parar. Transversalmente. Tanto, que ha llegado a móviles de izquierdas como el de mi padre, un recién jubilado, antiguo empleado de mantenimiento del Parque de la Naturaleza de Cabárceno, que, para el que no lo sepa, es un zoo sin barrotes en el que los animales viven tipo spa.

De mi padre solo les iba a decir que ha tenido una vida bastante mejor que la mía, pero como con esto se puede definir a la mayor parte de los españoles, les voy a explicar más. Se marchó de Santander a los 16 años y no volvió hasta pasados los 30 para casarse con mi madre, una mujer mucho más guapa que él y, desde luego, más guapa que María, que ya les he dicho que no está mal, pero eso es todo. Su mayor orgullo de esos años de ausencia es no haber cenado nunca en casa (aunque lo más probable es que tampoco hiciera nunca cosas como la compra, quitar el polvo o fregar la vajilla. De hecho, no creo ni que tuviera vajilla). Esa propensión a alimentarse en bares lo llevó a la consecución de su siguiente proeza: cultivar una barriga inmensa cargada de cubalibres a la que toca como si fuese una criatura mientras repite que su dinero le ha costado. Su alcoholismo es aún más meritorio si pensamos que, además de en las plataformas de petróleo de Noruega, gran parte de este periodo lo pasó como soldador y calderero construyendo gasoductos en el Sahara, Argelia y Marruecos. Sí, entornos musulmanes. ¿Le acarreó esto algún tipo de estrés? No, porque para los hombres de la generación y el oficio de mi padre el alcohol se da por supuesto. Piensan que no importa que estén en la Meca, que, si la Meca es el mundo, habrá alcohol. Y lo consiguen. Si alguien es tan inocente como para preguntarles qué opinión les merece que los musulmanes no beban, responderán que más tontos son ellos, igual que si no comen jamón o si rezan tres veces al día (sé que son cinco, pero ellos dicen tres).

Todo esto mezclado con una mentalidad de izquierdas criada en el Franquismo. Es decir, una contradicción constante que, en aquellos años, los llevaba a confraternizar con los derechos del pueblo saharaui mientras les encestaban chapas de cerveza en la capucha. Después, cuando el pobre mahometano salía del bar y se cubría para internarse en el desierto, las chapas le caían encima, entrando el hombre en contacto con el pecado, lo que lo obligaba a lavarse la cabeza con arena como acto de contrición. Y eso a mi padre y a sus amigos les hacía una gracia infinita. De hecho, aún se la hace. ¿Les impedía esto seguir siendo de izquierdas? No, exactamente igual que ser alcohólicos no los convertía en unos borrachos. ¿Y por qué no es mi padre un borracho? Según él, porque sabe alternar. Y aquí llegamos a la cumbre evolutiva del hombre visto por sus ojos: saber alternar. Lo que no solo te permite no gastarte el dinero de la familia en las tragaperras, sino demostrar que se puede beber e ir a trabajar o beber y conducir, cosa que jamás debe hacer un hombre si no ha llegado al grado máximo de desarrollo. Ya intuyen, saber alternar. Algo que dudo que mi padre piense que sea capaz de hacer cualquier persona nacida a partir del año 55 y que se explicita en frases como bebéis mierda, pero cómo cojones le echáis Coca-Cola al vino o en la puta vida me han tenido que recoger a mí del suelo.

Respecto a mí, creo que mantuvo esperanzas de que en algún momento espabilaría hasta que llegó el día de mis primeras elecciones generales como adulto. Fue el 14 de marzo de 2004, cuando ganó Zapatero.

—¿Melón, habrás ido a votar?

—Papá…

—¿No has ido?

—Que sí.

—No me digas que has ido si no has ido.

—Que he ido.

—Ya. Tienes una pinta de haber ido a votar de tres pares de cojones.

Hoy lo veo como una conversación tonta, pero en aquel momento me sacó de mis casillas. No solo había ido a votar, sino que había votado al PSOE, y lo había hecho por él, gracias a que la democracia consiste en tener derecho al voto pero no la obligación de razonarlo. ¿Y ahora me venía con que yo no tenía pinta de haber ido a votar? Entonces, ¿de qué tenía pinta? Estallé.

—Papá, soy apolítico.

Hizo como que no lo había escuchado. Decidí tirarme un farol por ver si le hacía daño. Seré más claro: quería hacerle daño. Y le dije lo peor que se le puede decir a un padre. Al menos, al mío.

—He votado al PRC.

El PRC, Partido Regionalista Cántabro, no solo era el partido que hasta ese momento siempre había apoyado a los gobiernos del PP, es que lo había hecho sin admitir abiertamente que era de derechas. Y lo único que mi padre odia más que a la derecha es a la derecha que no se atreve a salir del armario. Para él, que su hijo fuera del PRC era lo peor que le podía pasar en la vida (aún no existían Ciudadanos ni UPyD). Lo comprendí un segundo después de decirlo. Y hasta estuve a punto de gritar que era mentira, que había votado a Zapatero. Pero no pude. Sentí que me tocaba asumir las consecuencias de lo que había dicho. Y lo dejé marcharse, decepcionado y en silencio, a pensar en su hijo votando al partido de Miguel Ángel Revilla.

A partir de ese momento, me dio por perdido. Uno puede pasarse la vida mintiéndose, diciéndose que su hijo no es aburrido, que lo que ocurre es que tiene mucha vida interior. Que no es que sea un triste, es que es muy inteligente. Que no es que no sepa divertirse, es que disfruta con otras cosas. Hasta que ese hijo, un domingo por la mañana, te suelta que ha votado al PRC. Con 20 años. ¿Qué se puede hacer en ese momento además de aceptar el desahucio filial? Mi padre no tuvo la respuesta a esa pregunta hasta unos meses más tarde, cuando le dije que tenía novia y que era la hija de uno de Comisiones.

—Papá, tengo novia.

—¿Tú?

—Sí, es la hija de uno de Comisiones.

—¿Y cómo se llama?

—María.

—Ella no, el padre.

Pese a que la cosa empezó con esta muestra de interés cargada de cariño, poco tiempo después mi padre comprendió que María era la mujer que él necesitaba: suficientemente guapa, de izquierdas e inteligente, quizá pudiera incluso arreglar a su hijo. Y empezó a preocuparse por ella. Tanto que, demoliendo las costumbres familiares, un día se armó de valor y me dio, a su manera, una charla de salud sexual. Estábamos soldando una portilla de acero inoxidable y, entre electrodo y electrodo, me soltó:

—María y tú ¿tenéis relaciones?

—Papá, que tengo 20 años.

—Por eso. ¿Tenéis?

Asentí o me encogí de hombros, o puede que hiciera las dos cosas mirando al suelo. A él le pareció suficiente y decidió que había llegado el momento de asumir su responsabilidad como padre y explicarme en qué consiste el sexo seguro:

—Tú, toser, tose, pero escupe fuera —dijo.

Ocurre que hoy, María y el hombre que tanto se preocupaba por que nada perturbase el camino descendente de sus óvulos, hablan entre ellos antes de decirme que hay una campaña por Twitter anunciando que me he perdido, que seguramente ahora están comentando la llamada de teléfono que acabo de tener con ella y que no se van a dar por satisfechos con la explicación de que no sé nada sobre el asunto. Es decir, van a seguir escarbando. Y yo, derrumbado sobre el asiento del probador del Decathlon, estoy sintiendo cómo cae sobre mí el peso de otra compresión profunda: Los enemigos son peligrosos, pero de la familia no se puede huir. Y no sé cuál de las dos cosas me parece más jodida.