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PACHARÁN CASERO

He llamado a mi padre en el acto, pero me ha colgado y después ha apagado el teléfono. María, por fin, ha respondido a la insistencia de mis llamadas. Está mala, no sabe por qué empezó a sentirse indispuesta esta tarde, justo antes de Pasapalabra. Después se quedó dormida con el móvil en silencio y ahora se iba a la cama para no desvelarse. Le he mandado muchos besos y le he dicho que descanse. Mañana le contaré lo del muerto, que tampoco necesito darle la noche. Además, prefiero poder narrarle los peligros en pasado a tener que decirle que mi padre está ahora mismo tomando cubalibres en el centro de la conspiración neonazi.

Para despejarme, me he dado una ducha derrochando mucha agua, me he puesto el chándal y las zapatillas de estar por casa y he decidido que, en vez de esperar tumbado en la cama a que mi padre dé señales de vida, lo haré tomando vinos en el bar. He debido de crecerme, porque a la tercera copa le he dicho al camarero:

—Qué coño, ponme un chuletón.

Como la vida se mueve cuando la empujas, me lo ha puesto. Y creo que me he comido el segundo kilo de carne del día con la segunda botella de vino sin recordar ninguno de los problemas de mi vida. Hasta que ha sonado mi móvil.

Papá:

¿Conoces a un tal Fran? Me lo van a presentar ahora, creo que es el jefe de tu búsqueda.

Yo:

Sé quién es… más o menos. Pero qué coño haces ahí???

Me ha contado que cuando vio que el III Reich Ibérico (sic) me estaba buscando, se puso a investigar en internet, y que llegó a la página de Facebook del Bransdale, con el anuncio del evento de esta noche. También, que no pudo resistirse a saber si Miss Novia de Adolf Hitler 2015 se rapa la cabeza o no, y que por eso ha venido. De paso, se enteraría de algo de lo mío ya que yo no le estaba contando gran cosa.

Papá:

Tu querida, es la novia de alguno de estos, no?

Yo:

No tengo querida.

Papá:

Ya. Oye, te dejo, que vienen.

¿Mi querida? ¿Por qué seguía amasando esa teoría mi padre? He soltado el cuchillo y el tenedor sobre el plato haciendo ruido y el camarero, que es un profesional, ha venido a llevarse los restos del chuletón al momento.

—¿Postre va a querer?

He respondido que no con la mano.

—¿Y un chupito de parte de la casa?

—¿No tendrá usted pacharán casero?

—Sí, muy bueno.

—Pues tráigame una copa —he contestado.

Papá:

Ha ganado una tal Vanesa. No sé si es tu amiga, pero no lo vería ni tan mal.

Yo:

No tengo amiga.

Papá:

Pues por las ganas que te tienen estos, parece que eres amigo de las madres de unos cuantos.

Yo:

Sal de ahí.

Papá:

Ahora que estoy conociendo gente. No jodas.

Yo:

Se han metido en mi Facebook. Lo mismo te reconocen de alguna foto.

Papá:

No son precisamente la CIA. Además, yo no salgo en tu Facebook.

Yo:

Pero me parezco mucho a ti.

Papá:

Sí, igual me sacan por el ADN. Dónde estás?

Yo:

En el hotel.

Papá:

En el que te reservó tu jefe ya sé que no, me han contado que estuvieron a punto de cogerte allí.

Yo:

¿Qué te han contado?

Papá:

Que te avisó el de recepción y no llegaron a tiempo.

Yo:

Sal de ahí.

Papá:

¿Y a dónde voy a ir?

Yo:

Conmigo, digo yo.

Papá:

No sé, igual molesto.

Yo:

Me acaban de traer una botella de pacharán casero.

Papá:

Voy.

Tardó menos de media hora en llegar a Miraflores. No sé si puso el navegador o si bajó un poco la ventanilla del Santana y siguió el rastro del pacharán desde el centro de Madrid, cualquiera de las dos opciones es posible. Se oyó el petardeo del motor un rato antes de que entrase al bar, cosa que a mi padre creo que le gusta. De hecho, puede que sea lo que más le gusta de ese vehículo. Vehículo que, de alguna manera, lo define. Cuando volvió a Santander de su último trabajo en el extranjero (de calderero soldador en las plataformas petrolíferas de Noruega, donde estuvo forrándose durante unos años) se compró un Land Rover; un Santana pickup inmenso con unos veinte años que utilizó, fundamentalmente, para cargar escombros y tirarlos en cualquier sitio. Ilegales todos. El Land Rover nunca tuvo papeles ni seguro, aunque quizá eso sea lo de menos si tenemos en cuenta que tampoco tenía frenos, ni puertas y que de los asientos solo quedaba la parte de abajo, que tampoco era muy confortable debido a que habían anidado los ratones. El depósito de gasoil debió de perforarse muy pronto, porque yo solo recuerdo una garrafa de 50 litros haciendo las veces de tanque de combustible, y tengo memoria de haber montado en ese cacharro desde los cinco años. He de añadir que la garrafa estaba situada a los pies del asiento del copiloto. Es decir, de mi asiento. El aparato tampoco tenía llaves, no sé si porque se habían perdido o porque se había roto la puesta en marcha. El caso es que estaba permanentemente puenteado, por lo que para arrancarlo había que conectar la batería. Esta operación era sencilla y la hacía yo, dado que, por una serie de reparaciones que no vienen al caso, la batería acabó ocupando el espacio que había entre el asiento de mi padre y el mío. ¿Por qué no conectaba el cable mi padre? Pues porque el Land Rover no arrancaba en frío, y él tenía que calentar el motor con un soplete mientras yo le daba candela al sistema eléctrico. Después de un cuarto de hora recibiendo fuego, aquello arrancaba. Y cómo sonaba. Y qué manera de vibrar. Sentarse en él al ralentí y recibir un masaje prostático era todo uno. Después, nos internábamos en el barrio y mi padre me gritaba (porque si no me gritaba no le oía): ¡Mira, Dani, mira cómo salen los vecinos! Los vecinos, a su vez, exclamaban: ¡Han sacado el Land Rover! ¡Todavía aguanta! Y yo me sentía un pionero, un hombre, un macho. Era como si mi padre y yo volviésemos de una guerra o de comernos un animal crudo que habíamos cazado a pedradas y semidesnudos. El Santana significaba para mí lo mismo que debía de significar Disneylandia para otros niños. Con un añadido, Disneylandia no te lleva a casa y, además, la usan otros. El Land Rover, no. El Land Rover solo podíamos experimentarlo nosotros. Él y yo. Bueno, y la perra, a la que dejábamos subirse a la caja cuando habíamos tirado el escombro. Creo que ella también se sentía un hombre, allí, orgullosa, imperial, mucho más alemana que pastora cuando volvíamos a casa y miraba con desdén a los otros perros, y a las vecinas, y a los niños.

En una de estas estábamos cuando apareció la guardia civil. Por más señas, y como no podía ser de otra manera, en un momento crítico. Nos los cruzamos bajando una cuesta a la que yo llamaba La Cuesta de los Mil Demonios en honor a su longitud, sus curvas y su estrechez. Ya he dicho que el vehículo en cuestión carecía de frenos, por lo que para bajar había que meter la reductora y la marcha atrás, que era la más corta de todas y la que más freno motor generaba. Yo iba andando por delante, o por detrás, del Land Rover, por si venía algún coche con un conductor sordo o por si mi padre necesitaba indicaciones para no empotrarse contra una tapia. Entonces, como era de esperar, apareció un vehículo. Lamentablemente, era un Citroën Visa verde y blanco con el escudo de la Guardia Civil. Yo no dije nada porque aquello hablaba solo. Ellos, al principio, tampoco. Metieron su coche en la entrada de una finca y esperaron apeados mientras asistían a aquel espectáculo con ruedas que bajaba tomando curvas a la vertiginosa velocidad de diez kilómetros por hora. Por seguir fingiendo que no pasaba nada, yo, que entonces tendría 12 años, movía un poco la mano para un lado o para otro como si estuviera indicándole algo a mi padre. El guardia civil debió de comprender que aquello no se podía detener más que en el llano o contra un muro. Así que, en vez de darnos el alto, nos dio las buenas tardes y se resignó a caminar junto a mi padre, que respondió al saludo y prosiguió con su tarea: ir trazando curvas. Transcurridos unos segundos que a mí se me hicieron espesos, el guardia preguntó:

—Oiga, ¿este vehículo?

Mi padre respondió lo único que se podía responder:

—Este vehículo… es este vehículo. —Y, misteriosamente, se dieron por satisfechos y se fueron. Supongo que había tantos sitios por los que empezar a poner multas que no debió de merecerles la pena.

El Land Rover aguantó unos años más, hasta mis 17. Una mañana, mi padre me dijo que se le había oxidado el chasis. Después, intentó explicarme que ya no se podría arrancar nunca más y que no había más remedio que llamar a una grúa para que lo llevasen a un desguace. Me pareció que el hombre se rendía por primera vez en su vida. ¿Cómo no se iba a poder arrancar aquel vehículo indestructible? Si me dejaba el soplete, lo haría yo mismo. No lo hizo y vino la grúa. Enganchado a un cable de acero, el Land Rover no avanzó ni tres metros antes de partirse por la mitad. Sacarlo del garaje fue un cristo de tres pares de cojones, sobre todo porque, como siempre, lo teníamos cargado de escombro.

Supongo que, de alguna manera, mi padre cerró un círculo cuando, al jubilarse, se compró otro Santana. Ya no era un Land Rover, porque la marca inglesa se había desvinculado de la fábrica de Jaén a finales de los ochenta. A partir de entonces, Santana empezó a trabajar para Suzuki, o alguna de esas marcas asiáticas, construyendo todoterrenos pusilánimes para ciudad. Pero no renunciaron ni a su marca ni a su esencia: vehículos bestiales como el mítico Land Rover, y, entre 2003 y 2011, produjeron el Santana Aníbal; un monstruo al que no pusieron ni ABS y que se fabricó, fundamentalmente, para el Ejército de Tierra. Mi padre vio en él la reencarnación en acero de su vehículo más querido: más moderno, con la parte de atrás cubierta, aire acondicionado, depósito de gasoil oculto, legal y hasta con llaves, pero, al fin y al cabo, otra mole diseñada para tragar gasoil, correr poco, hacer mucho ruido y poder cargar cosas. Un coche de hombre, vamos. Además, un coche que lo precedía, lo anunciaba y generaba expectación en los bares.

Cuando ha entrado, todo el mundo estaba callado mirando la puerta. Él ha dado las buenas noches y no ha tenido ni que mirar la carta. Ha pedido de una voz un chuletón, como si fuera capaz de deducir la especialidad de la casa por las coordenadas del local, y ha caminado hasta mi mesa.

—Papá, son las once, igual han cerrado la cocina.

—¿Cómo lo quiere? —ha gritado el camarero.

—Sangrando.

—Ahora le llevo el vino.

Después, sin darle importancia a lo fácil que le salen las cosas en los bares, me ha dicho:

—Bueno, Daniel. ¿Tenemos un problema, no?

—Sí, grande.

—Pues bébete un par de pacharanes más, pico algo y después me cuentas. No te preocupes, que todo tiene solución.

—Va a ser difícil.

—Verás como no es para tanto.

No le he querido llevar la contraria, así que me he bebido los pacharanes y él se ha tragado la botella de vino, el chuletón, una barra de pan, dos flanes, una tarta al whisky y un café.

—Es que no tomaba nada desde la hora de comer —ha afirmado entre conatos de eructos.

—¿Algo más? —ha preguntado el camarero desde la barra.

—Dos Farias.

—Papá, ya no tienen Farias en ningún sitio.

Al momento, el camarero ha aparecido con una caja de Farias.

—¿Se puede fumar aquí dentro? —ha preguntado mi padre.

—Claro, hombre. Estamos en familia.

—Por cierto, necesito una habitación.

—¿Al lado de la de su hijo, o la quiere más lejos?

—La de al lado está bien.

El camarero se ha ido y mi padre se ha puesto serio. Me ha dado fuego. Se ha echado para atrás. Me ha mirado desde lejos y luego se ha acercado mucho.

—Si yo fuera tu madre, ¿sabes lo que más me preocuparía?

—No.

—Que vas en chándal y con zapatillas de estar por casa.

Me he reído. Después he puesto cara de ojalá fuese ese el principal problema y él ha dejado caer su mano en mi hombro. He sabido que en ese gesto la mano de mi padre siempre me parecerá la mano de un hombre en el hombro de un niño, por mucho que hayan pasado los años y yo hoy sea más alto que él.

—¿Qué ha pasado, Daniel?

—Mejor ven conmigo a la calle.

Salimos. Vamos hasta la Scenic. Abro el maletero.

—Mira.

Mira. Le levanta un brazo al muerto. El otro. Le observa la cara.

—Cierra. Cierra, que lo van a ver.

Gira sobre sí mismo. Mira al suelo. Al cielo. Le da una calada enorme al puro. Se pierde en el humo. Tiene los ojos rojos. Se le empiezan a poner húmedos.

—Daniel, esto es lo mejor que has hecho en tu vida.

Y entramos a tomar la última copa de pacharán, pero nos bebimos la botella.