26
EL BÚFALO
—Me voy a entregar —dije diez minutos después, cuando Lord Skin me escribió para dejarme claro que les habían dado una paliza a mis amigos, que los tenían secuestrados en la cabaña y que los dos nazis santanderinos iban camino de San Roque con Luis y Elisa amordazados en el maletero de su coche.
—¿A los nazis? —preguntó mi madre.
—No, a la policía. —Respondí.
Fue duro asumir que iba a ir a la cárcel, pero no había otra solución. La policía era la única que podía rescatar a mi mujer y a mis amigos antes de que los ultras hicieran con ellos cosas de ultras. Además, sentí que había llegado el momento de dejar de huir. De pie, con mi madre, mi padre y Beatriz mirándome desde el sofá como si fueran el tribunal de una oposición a enterrador, comprendí que huir solo es encontrarle problemas a la solución. No es que fuera lo que más me dolía en ese momento, pero si hubiera ido a la policía el lunes, Manu y Kike estarían vivos. Si hubiera ido a la policía el lunes, no habrían secuestrado a mis amigos. Pero, sobre todo, si hubiera ido a la policía el lunes, María no estaría como estaba. Si es que María aún estaba.
Dije que me iba a duchar. Le pedí a mi madre que hiciera café y salí del salón porque necesitaba que dejasen de mirarme.
—Te van a poner el culo como un paragüero —me dijo la voz interior en cuanto me quedé solo.
No respondí.
—En la cárcel, tú eres el negro —insistió.
Supe que había sacado esa frase de una película, pero me mantuve en silencio, firme como Tom Berenger pensando en Clint Eastwood viendo una película de Tom Berenger inspirada en Charles Bronson.
—Al menos, te vas a dar la última ducha con el culo santo. Dentro de pocos días dejarás de poder controlar los pedos.
Conseguí no responder tampoco a esa provocación y empecé a desnudarme. Como soy un hombre de mi siglo, lo hice delante del espejo. Mirándome. Me vi la cara oscura, con ojeras de viejo, el cuerpo flaco, sin un músculo marcado. Y, para colmo, la barriga. Flaco y con barriga.
—Es la postura —me dije.
—Los cojones treinta y tres —me respondió la voz interior—. Eres un flaco con barriga, que es el equivalente en hombre a gorda sin tetas.
—Ese comentario es sexista. —Respondí.
—Ese argumento solo te sirve para ganar discusiones cuando hay tías delante, gilipollas. Eres flaco y con barriga. Es decir, gorda y sin tetas. Y si miras hacia abajo descubrirás un pelo blanco brotándote de la cepa de la polla. La primera cana púbica, mamón. El ocaso. Cuando salgas de la cárcel serás impotente.
Me ha hundido, pero no he dejado que lo viera porque me he metido a toda prisa en la ducha. Al salir he caminado hasta mi antiguo dormitorio, he abierto el armario y he vuelto a asistir a una lección práctica sobre lo jodido que es el paso del tiempo. Si el armario que tengo en mi casa no está precisamente a la moda, imagínense lo que conservo en el de la de mis padres. Era como asomarse a un videoclip de los noventa, pero al videoclip de un grupo de pop cristiano o de un cantante no latino que terminó la carrera de piano y después empezó a escribir versos mantecosos para epatar a adolescentes que jamás iban a leer un libro. Un videoclip de esos en los que se llevaban camisas de colores similimierdosos y pantalones con los tiros tan largos que podía llevar uno a la familia en la bragueta. Opté por un pantalón de pana marrón muy ancho con bolsillos laterales, una camisa de cuadros en la que, no me pregunten por qué, pone Taxi Driver, y un jersey tricolor de lana que lleva un águila enorme cosida en la pechera. Con miedo a llevarme una hostia por pringado, volví a mirarme en el espejo.
—Si entras así en el trullo, van a pensar que llevas cumpliendo condena desde el 92 por robar radiocasetes —dijo la voz interior.
Esta vez, tenía razón. Pero era eso o ponerme ropa de mi padre, para la que me sobran diez centímetros y me faltan 35 años y 40 kilos. Estoico, le mantuve la mirada al espejo y me dije que lo que diferencia a las personas maduras de los adolescentes es que los primeros ya han aprendido a resignarse a su aspecto. Agarrándome a este razonamiento, bajé al salón con las mismas sensaciones que tenía en el instituto cuando había examen de matemáticas: excesiva sudoración en las palmas de las manos, hormigueo en la nuca y batiburrillos gastrointestinales; un gesto enfático, un vaso de leche con corrientes templadas o un abrazo de más y me cagaría.
—¿Estás bien, Daniel? —me preguntó mi madre poniéndome una mano en el estómago y otra en la frente.
—Sí, pero igual no me tomo el café.
—¿Quieres una manzanilla con una bolsita de tila?
—No, gracias, mamá.
En ese momento me pareció que estaba comprendiendo qué es la soledad: que no haya nadie para pensar antes que tú en lo que vas a necesitar. En ese lugar iba a vivir. Lo asimilé, me angustié e hizo que se me retorcieran aún más las tripas.
Después mi madre me cogió la cara con las dos manos, me miró a los ojos y me dijo ya, no nos vayamos a poner a llorar. Nos abrazamos y nos separamos muy despacio. Besé a Beatriz, le dije adiós, todo saldrá bien, y me acerqué a mi padre.
—A mí no hace falta que me abraces, que seguramente nos veamos allí mañana.
—No voy a decir que has estado en esto, papá.
—Diles lo que les tengas que decir para que vayan cuanto antes a San Roque.
Y así me estaba yendo yo a la cárcel, por mi propio pie y con la muda limpia, pero antes de que llegase a la Scenic sonó el teléfono de Manu. Era Lord Skin.
—Hola —dije.
—Te voy a pasar con el amigo tuyo que mejor puede hablar —respondió.
—Hola, Dani. —Era Portilla.
—¿Cómo estáis? —pregunté.
—Bien…, más o menos. Me obligan a decirte que tienes una hora, que, si no, matan a María.
—¿Está viva? ¿Álex, está viva?
—Sí…
—¿Has oído, payaso? —terció Lord Skin.
—Necesito más tiempo.
—No tienes más tiempo. Más tiempo significa que puedes ir a la policía. Traes la coca y el dinero, os quedáis tu padre y tú y se marchan los demás.
Dijo que en cuarenta y cinco minutos me enviaría la localización GPS de la cabaña y que desde ese momento tenía otros quince para llegar. Colgó. Me di la vuelta y volví a casa. Cerré la puerta de la calle, me quité el abrigo, me dejé caer sobre el sofá del salón y les conté lo que me habían dicho.
—No les van a dejar marcharse, todos son testigos —contestó Beatriz.
—Es verdad. —Mi padre.
Tenían razón. Pero, si no obedecía, matarían a María. Eso era una certeza. Si lo hacía, lo más probable era que nos matasen a todos. No ir: muerte. Ir: muerte. Permanecimos en silencio, recorriendo ese circuito cerrado que terminaba en muerte una y otra vez. Mi madre fue la primera en comprender que a semejante simpleza deductiva no se le podía dedicar más tiempo. Y habló:
—Este tipo de personas solo comprende la fuerza, Daniel.
Abrí los brazos para que calibrase, por si no lo había hecho nunca, la magnitud intimidatoria de su vástago: el pantalón de pana estrenado en el 97, el jersey de lana con águila que creo que ya me ponía en la EGB, el cuello de la camisa de cuadros asomando y este cuerpo mío con sus escasas posibilidades de victoria en cualquier confrontación humana. Si al menos tuviéramos pistolas, pensé. Después me dije que en España nadie tiene armas de fuego, que ni siquiera los nazis, profesionales de la violencia, tendrían armas de fuego. ¿Y nosotros? Si exceptuamos los sopletes, tampoco. A no ser que… Y entonces me acordé del Búfalo.
—¿Papá, cuánto hace que no sabes del Búfalo?
—Poco —respondió.
—Tiene pistola, ¿verdad? —pregunté.
El Búfalo es un gallego amigo de mi padre. Se conocieron en los setenta, subiéndose a un helicóptero en Stavanger, Noruega. Trabajaron juntos durante tres años en las plataformas de petróleo. Lugar que, por lo que he deducido de las anécdotas, los motes y las motivaciones personales, se convirtió en un sumidero multinacional de hombres que necesitaban ganar dinero rápido y sin dar explicaciones. Mi padre y el Búfalo regresaban de Noruega cada seis meses para estar cinco semanas en casa. Uno iba a las Rías Baixas y el otro a Santander. Pero los dos padecieron el mismo síndrome en sus regresos a España: se les había quedado metido en el cuerpo el ritmo frenético al que ganaban dinero en el mar del Norte, y necesitaban seguir haciéndolo. Compraron dólares. Los vendieron. Compraron pisos. Los vendieron. Y volvieron a Noruega una y otra vez para ampliar el zurrón de las petrocoronas. En algún momento de aquellos años, la especulación inmobiliaria debió de parecerles poco, y el Búfalo y mi padre, emprendedores obreros nacidos en la posguerra y habituados, por tanto, a los márgenes de la sociedad, encontraron un nuevo negocio: el contrabando de tabaco. De esto solo sé que empezaba en Galicia y que mi padre, en algún momento, le llenó la cuadra a su suegra, mi abuela, de cartones de rubio americano. Fue entonces cuando mi madre se plantó, le dijo a mi padre algo del tipo o el Búfalo o yo, Celes, esto no puede acabar bien, y mi padre dejó de viajar a Galicia, se casó y debió de asumir que su libertad había terminado en todos los sentidos porque, menos de un año después, nací yo. Al Búfalo le siguió yendo bien con el tabaco. Y supongo, aunque esto solo son especulaciones mías, que después le siguió yendo bien con otras sustancias más lucrativas. A principios de los noventa algo se torció en su vida. Se divorció y, no sé por qué, pero imagínenselo, necesitó salir con urgencia de Galicia. Mi padre le contó que iba a empezar a trabajar en Cabárceno. El Búfalo, que posee un físico que hace honor a su sobrenombre, se hizo guarda jurado. Hoy, a dos años de jubilarse, es el jefe de seguridad del parque. Y tiene pistola.
—Búfalo, soy Celes. —Mi padre por teléfono—. ¿Dónde estás?
—…
—Voy para allá. Necesito que me ayudes.
—…
—No te preocupes por eso. Luego te lo explico. Estoy bien.
—…
—No, no me mordió.
—…
—Estoy bien. Jodido por las hostias, pero bien.
—…
—Me están buscando, pero no les hace falta encontrarme.
—…
—Voy para allá. ¿Me esperas en la puerta?
—…
—Vale, subimos. Un abrazo.
Colgó y dijo que nos íbamos a Cabárceno. Mi madre comentó que no le gustaba nada que hubiera armas de por medio, pero también es verdad que a mi madre el Búfalo no le había gustado nunca.