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LA INVASIÓN DEL POLÍGONO
Lo que ha sucedido en las últimas cuatro horas no lo puedo escribir en el cuaderno porque estoy volviendo a Santander a toda hostia conduciendo el Aníbal y porque no creo que hasta dentro de unos días vaya a tener mucho tiempo para hacerlo. Les advierto de que voy solo, bastante estresado y soportando una peste a adobo de cerdo que creo que se me está pegando a la ropa. Aun con todas estas adversidades, y para que no se me olvide nada porque los hechos empiezan a amontonarse, voy a contarles lo que ha pasado. Eso sí, mediante la grabadora de voz del teléfono. Espero que no perciban ustedes el previsible deterioro de la calidad literaria de este relato. Aunque, no nos engañemos, si tenemos en cuenta la altura de lo anterior, tampoco puede ser tan acusado el descenso.
La hora que ha transcurrido entre la subida del vídeo de Fermín a Youtube y la publicación del texto que habría de llenar de geos la nave de los nazis y poner a la policía a buscar como loca al cabrón de Santander, la he pasado escribiendo en la libreta, primero, y preocupándome mientras leía en ferminslife.com, después. Digamos que no es precisamente la carta de presentación de un periodista de investigación del Washington Post. Su sección más comentada es el Fermín’s Style, a donde sube fotos suyas con el modelito que, tras un sesudo proceso estilisticoatmosférico, decide ponerse cada día. Explica cuánto cuestan sus zapatos, lo favorecedores que resultan los pantalones pitillo verde con jerséis carmín, o cómo el tiro alto está volviendo con fuerza al universo pantalón y qué le ha llevado a él, un early adopter cualquiera, un cool hunter sin pretensiones, un modesto modisto frustrado, a devenir en uno de sus precursores. Esto, por no aburrirles comentando la sección dedicada al cuidado facial y a lo que Fermín denomina tendencias capilares. También les cuento, para que no se me acuse de parcial, que hay una sección más periodística (aunque de crítica televisiva), en la que, exclusivamente, pone a parir a programas que otras cadenas ya han quitado de las parrillas por datos de audiencia bajos. En muchos casos, diría que destilan altas dosis de odios personales. En esta página cargada de prestigio ha aparecido, a las tres menos cuarto de esta tarde, el artículo llamado a desatar el terror en Occidente: Ocultan a contagiados zombis en una nave de Valdemingómez.
En él, el mierda de Fermín no ha escrito una palabra sobre el nazi contagiado que supuestamente ha huido a Cantabria. Le he llamado para que lo añada, pero el muy cabrón me ha respondido que ve esa pata muy verde, que quizá lo publique más adelante si le doy alguna información más concreta. Me he cagado en su puta madre sin decírselo y me he concentrado en proyectar energía positiva sobre la mitad madrileña del plan, la de salvar a mi padre, la que consistía en que las autoridades acudiesen en masa a la nave, irrumpiesen buscando zombis y se encontrasen con unos nazis torturando a un jubilado. He creído que la operación se iba a producir rápido porque, las cosas como son, el periodista defenestrado ha resurgido de su ridículo contando la historia con extraordinaria solvencia y el artículo ha volado. Fermín, el tipo del que se había reído en Twitter hasta el pájaro azul, le ha marcado la agenda a todos los medios. A las tres y cuarto de la tarde, han llegado las primeras unidades móviles de televisión. Después, un coche de la Policía Nacional. Y después he dejado de contar porque han aparecido más televisiones, fotógrafos, radios, currantes del polígono y taxistas, porque en Madrid, y esto es algo que he descubierto esta semana, siempre hay taxistas. Tanto vehículo de recién llegado me ha impedido ver qué estaba haciendo la policía. Así que, arropado por la multitud y camuflado bajo mi chándal, mis gafas y mi gorro de lana, he salido del Santana y me he acercado al tumulto.
Algunos periodistas estaban conectando en directo con los informativos de televisión. De fondo, los dos policías hablaban con los neonazis, rodeados a su vez por más periodistas. Fran, Javi Móstoles y Arturo Alv (los he reconocido por las fotos de WhatsApp) parecían tranquilos y por sus gestos se entendía que estaban explicando que no sabían nada del asunto zombi, pero que tampoco estaban por la labor de permitir que la policía entrase en su nave por las buenas. Me he acercado al corrillo, pero no he podido escuchar nada porque los cámaras de televisión, muy hábiles en el uso del codo para cerrar perímetros, han cortado mi internada. Al tercer codazo en la sien, me he dado por vencido. La policía ha concluido el interrogatorio, pero se ha quedado allí. No he sabido si para mantener el orden, controlar el tráfico o si a la espera de una orden judicial que les permitiera entrar en la nave y registrarla.
Los nazis han intentado entonces regresar a su caverna, pero los agentes se lo han impedido, dejándolos a merced del asedio de micrófonos, cámaras de televisión y fotógrafos. Los periodistas les han preguntado por sus compañeros: si Enrique esto, si Manuel lo otro, si Andrés y sus botas no sé qué y si alguno de ellos había viajado a África a socorrer a los benedictinos. El cerebro debía de estar a punto de estallarles, cosa que los periodistas han interpretado como una evidencia de que estaban haciendo bien su trabajo. Y han seguido preguntando. Y han seguido. Y seguido. Y de los geos o los Grupos de Operaciones Especiales del Ejército que yo había previsto, nada.
—¿Qué lío es este, payo? —me ha preguntado un gitano desde una furgoneta.
—No sé —he respondido.
Entonces, Fran, el nazi cabecilla, le ha dado un codazo a Javi Móstoles y me ha señalado. Peligro.
—No sé si habrá droga ahí adentro o qué —he corregido atropelladamente ante el gitano.
—Droga aquí hay en muchos sitios, pero la policía ya lo sabe.
Los nazis me han mirado. Hablaban con los periodistas, pero me estaban mirando a mí. He comprendido que no podía quedarme solo, que era el momento de hacer sociedad.
—Es por lo de los zombis.
—Ah. Aquí cerca apareció el primero, pero nosotros no fuimos —ha respondido el gitano.
Han seguido mirándome. Era obvio que me habían reconocido. Y he reaccionado como mejor sé hacerlo, sin pensar.
—Ya, si yo soy medio gitano. —He soltado.
—¿Tú, con la pinta de payo que tienes?
—Es que soy mestizo. Charnego.
—¿Merchero?
—Más o menos. Mi padre…
—¿Tu batú es gitano?
—Gitano gitano, no. Pero siempre está con lo de la chatarra y eso.
—¿El papa tuyo trabaja la chatarra?
—Casi. Y escuchamos mucho a Manzanita. —Esto no es verdad, solo tuvimos un casete suyo en el coche en los noventa, como media España, pero algo me estaba diciendo que me tenía que agarrar al gitano. Concretamente, las miradas de venganza de los nazis.
—¿Y por dónde se catana tu batú?
—¿Qué?
—Tu padre, que por dónde chala. Si curripa la chatarra aquí, en el polígano, seguro que lo conozco.
—Mi padre…, mi batú…, eh. Mire, le voy a decir la verdad: lo tienen secuestrado los de la nave.
—¿Los nazistas?
—¿Quiénes?
—Los seguidores de Adolf Hitler.
—Sí.
—¡La madre del cordero! A esos los conozco yo, vienen a pillar caballo al poblao.
—¿Caballo?
—Para bajarse la coca.
—Ah.
—Y, estando tu batú ahí metido, ¿qué querelas tú aquí fuera?
—Es que, si entro, me matan.
—Cómo te van a tasabar, si están ahí los gusanos.
—¿Quiénes?
—La policía.
—¿Les llamas gusanos?
—Chachipen sinela, ¿no ves que hay dos en cada manzana?
—Es que a la policía no puedo ir, porque…
—¡Sungló y más que sungló! No digo que les pidas socorro. Digo que delante de ellos no te van a hacer nada.
—¿Y cómo entro? Está cerrado.
—Entrisara con los periodistas, que chamullen dentro.
—¿No ves que no les dejan pasar?
—Eso te lo chito yo ahora mismo.
—¿Qué?
—Que vengas conmigo y no te separes.
Sin terminar la frase, el gitano se ha bajado de la furgoneta y me ha hecho seguirlo. Hemos llegado a la barrera infranqueable, el círculo de camarógrafos que cerraba el corrillo de periodistas. Nada. Ni un codazo. El gitano ha pasado como Moisés por el mar Rojo. Yo, también. En gran parte, debido a que me ha cogido de la mano y ha tirado de mí. Hemos llegado hasta el centro. Él se ha colocado junto a los nazis y a mí, de un golpe en el pecho, me ha hecho entender que mi sitio estaba enfrente.
—Buenas tardes, señorías —ha dicho. Entonces he comprobado que un nazi aturdido es un caramelo para la televisión, pero que un gitano resuelto es la bolsa entera. Los micrófonos, como atraídos por un imán, se han ido hacia él—. Como representante de la comunidad que soy, quería decirles que ni estos caballeros ni el pueblo gitano, por ende, tenemos nada que ver con los muertos vivientes. Y fíjense ustedes en la persecución: primero, el comisario (jefe de los policías aquí presentes, que se manifiesten si miento) —y ha señalado— dijo que no había zómbises, que sería un gitano o una persona de la drogadicción que habría salido, casualmente, del poblado de los gitanos. Ahora, como gracias a Dios se ha demostrado que los gitanos estamos vivos o muertos, pero nunca las dos cosas juntas, ya no somos nosotros. No obstante, siguen mandándonos aquí el problema. Ya no es el poblado, es el polígano. Y vienen a por estos pobres muchachos que, por su ideología o lo que sea, también trabajan aquí. ¿Saben ustedes por qué nos cargan el muerto? Pues porque quieren tirar todo esto y construir chaleres de lujo. ¿Verdad o mentira, chavales?
Los nazis han dicho que era verdad.
—Por eso no creo que estos muchachos tengan ningún problema en que ustedes, periodistas, pasen a hacer sus filmaciones y fotografías dentro de la nave.
El gitano ha abierto la puerta antes de que a los nazis, que seguían padeciendo un evidente colapso neuronal, les diese tiempo a decir nada. Los policías sí han reaccionado, con un oigan, oigan, por favor, que ahí no se puede pasar, pero los periodistas se han hecho el orejas y han entrado al abordaje. Me he colado con ellos.
Los fotógrafos disparaban, los de las radios miraban sin saber muy bien qué pintaban allí y los de las televisiones ordenaban a sus cámaras que les grabasen contando cosas. ¿Qué cosas? Lo ignoro porque he echado a correr por la nave abriendo puertas hasta que he encontrado a mi padre. He cerrado para que nadie más lo viera. Estaba amarrado a una silla. Le habían seguido pegando.
—Joder, papá, cómo te han puesto.
—Los muy hijos de puta.
Ha comenzado a vestirse. No se quejaba, pero se le estaba viendo el dolor en cada movimiento. He observado la sala. Evidentemente, era la que Kike nos había contado que utilizan para dar palizas a los morosos importantes. Después, he deducido que los nazis han visto películas, porque en el centro del cuarto había una silla atornillada al suelo.
—Ya estoy. Vámonos cagando hostias —ha dicho mi padre.
—Hay periodistas.
—¿Periodistas?
—Y policía.
—Joder, hijo, solo falta el bombero torero.
Hemos salido de la sala justo cuando empezaban a oírse sirenas, unas encima de otras, como si estuviera viniendo en tromba toda la policía de Madrid. A los pocos metros, hemos visto a un periodista de televisión muy parecido a Fermín contándole algo a la cámara. Lo teníamos delante y estaba a punto de señalar hacia nosotros. No podía ser. Lo que nos faltaba era salir por la tele. He abierto una puerta y he tirado de mi padre hacia adentro.
—¡Cojones, Daniel, ten cuidado que no soy de goma!
Habíamos entrado en algo parecido a un despacho. Había una mesa, una calculadora, básculas y armarios. Nos hemos mirado y hemos sabido que estábamos pensando lo mismo. Hemos empezado a abrir armarios y cajones y hemos encontrado dos paquetes de cocaína grandes y una caja fuerte llena de billetes.
—Mételo todo en esta mochila.
No era una mochila, era una bolsa de deporte, pero tampoco era el momento para tener una discusión semántica con mi padre. La he llenado de coca y billetes, me la he echado al hombro y, cuando íbamos a salir, ha entrado el periodista de televisión que se parece a Fermín con su correspondiente camarógrafo.
—¡Vamos a registrar el local! —ha gritado con un megáfono un policía desde la calle—. ¡Si queda algún periodista dentro, que salga ahora mismo! ¡Si todavía hay alguien que no lo sea, que deje lo que esté haciendo y salga con las manos en alto o será detenido!
—Tú, la cámara, dásela a ese señor de ahí —he dicho como si lo tuviera pensado—. Y tú me vas a dar a mí tu americana y tu micrófono. —Y he cogido un bate de béisbol que estaba apoyado en la pared para darles a entender que podía ser más persuasivo. Después, me he examinado un poco mejor y he añadido—: Dame también los pantalones, que voy en chándal.
Lo han hecho y los he recompensado con un fajo de billetes de cincuenta euros que me había dejado encima de la mesa.
—Para los dos. Pero tenéis que quedaros aquí callados. Dadme también las llaves del coche. Si no os ponéis a gritar, os dejamos la cámara y el micrófono en el maletero, que me imagino que, si no los lleváis de vuelta, vais a tener problemas en el curro.
Ellos han asentido y nosotros hemos salido del despacho donde, obviamente, Fran H se dedica a las narcofinanzas. Mi padre se ha echado la cámara al hombro y ha fingido que grababa. Yo he hecho lo que hace cualquier periodista cuando tiene a la policía en el cogote gritándole que abandone una nave industrial que van a registrar, aprovechar la circunstancia para hablar a cámara como si estuviera en una guerra.
—Como ven, la policía va a barrer esta zona en pocos segundos. Es el epicentro de la infección zombi. Suponemos que hay virus por todas partes. Estamos en el lugar en el que empezó todo.
—¡Oiga, salgan ahora mismo de aquí! Es la última vez que se lo digo —me ha gritado el policía en la nuca.
—Lo sentimos, pero no nos dejan hacer nuestro trabajo. —Esta frase se la he oído yo a grandes periodistas.
—¿Se quiere ir de una vez, que tenemos que registrar esto?
—Oiga, sin empujar —he respondido.
—¿Pero quién le está empujando?
—¿Me puede dar su número de placa?
—Anda, tira, que al final te meto en el furgón, gilipollas.
Ha sido una pena que mi padre no tuviera ni idea de cómo funcionaba la cámara, porque la secuencia hubiera quedado bastante bien. El caso es que nos hemos ido de allí sin buscar más conflictos. Mi padre, sin abandonar su papel, como si grabase. Yo, caminando para atrás, sin dejar de hablarle al objetivo. El resto de los periodistas nos ha mirado raro. Los policías no han reparado en nosotros, ni los dos del principio, ni los de las diez o doce patrullas que acababan de llegar. Les he dicho adiós a los nazis con la mano, pero no me han devuelto el saludo ni la sonrisa. Supongo que estar detrás de un cordón policial le resta a uno simpatía. Antes de irnos, hemos dejado la cámara, el micrófono y la chaqueta en el coche al que se le han encendido las luces cuando he pulsado el botón de la llave. Nos estábamos marchando.
—¡Payo, cómo han puesto a tu padre!
—Perdona, ¿cómo te llamas?
—Zacarías.
—Eres un puto genio, Zacarías.
Y le hemos tenido que rechazar unas cervezas al gitano porque, por circunstancias, teníamos algo de prisa en irnos de allí. Lo que ha ocurrido después se lo cuento en un momento. Ahora tengo que dejar de grabar porque estoy llegando a Burgos y supongo que habrá bastante guardia civil en la carretera. Cuando vuelva a la autovía, sigo. Para mantener vivo su interés les diré cómo se me ha ocurrido titular el próximo capítulo: Reciclar orina. ¿A que ya quieren leerlo?