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EL GRUPO
Cuando somos primerizos, buscamos referentes. Y como yo no conozco a muchos asesinos, a nadie que haya sido perseguido por neonazis, ni a hombres que hayan resuelto situaciones de pánico en habitaciones de hotel, me he preguntado: ¿Qué haría Clint Eastwood en este follón? Automáticamente, lo he visto: joven, con tupé, serio de los que llevan las mejillas chupadas y con uno de esos trajes que, a diferencia de los míos, no van gritando por la calle: ¡Apártense, soy un comercial que vende por catálogo y me plancho mis propias camisas los domingos por la tarde!
Clint ha mirado por la ventana de un motel de carretera en Arlington, Texas. Ha visto un parking lleno de berlinas y su coche, un deportivo larguísimo, rodeado por motoristas rapados, cosa que ha podido saber gracias a que en Estados Unidos no es obligatorio llevar casco. Sopesando, ha cerrado un poco el ojo, chascado la lengua y se le ha visto en las pupilas que sabía lo que tenía que hacer. Se puede pensar que son las ventajas de tener guionista, pero para digerirlo con ese temple también hace falta un par de huevos. Me he concentrado en imitar lo de los huevos y he hecho lo mismo que él: correr un poco la cortina y escrutar mi destino. He visto el patio interior (porque a mí nunca me han dado una habitación de hotel que no dé a un patio interior. De hecho, dudo que las habitaciones con balcón existan). Tenía ante mí un bodegón hiperrealista del costumbrismo hispano de trastienda: colillas, una cuerda vieja, una escalera de mano manchada de pintura y una compresa arrugada, pero nada que me pudiese dar información sobre la inminencia de mi muerte. Aun así, he chascado la lengua y he cerrado un poco un ojo. Intuía que mantenerme junto a Clint iba a ser la única manera de sobrevivir. Como quien invoca a un espíritu, he vuelto a visualizarlo. El cabrón ya no estaba en su habitación. Se había encaramado por un tejado y disparado a un depósito de agua que había caído sobre la mitad de los moteros y dispersado al resto. Después, aprovechando la confusión, se había metido en su coche y cogido el camino de Arizona, baby. Hijo de puta, me he dicho, seguro que te estás fumando un cigarro que no te va a dar cáncer. Y yo aquí, solo.
No me ha quedado otro camino que empezar a tomar decisiones por mi cuenta. La primera, llamar a recepción, por ver si me enteraba de algo.
—Dígame —ha respondido un chico.
—Buenas tardes.
—¿Qué desea?
¿Que qué deseaba? Deseaba que no me matase un neonazi. Deseaba que me diese un informe de la situación en el vestíbulo, que llamase a la policía si veía a un calvo, que me protegiera con su cuerpo, y deseaba que me hicieran la cirugía estética, me dieran una nueva identidad y una cuenta corriente poco corriente, de esas con las que puedes vivir el resto de tu vida en un pueblo costero de alguna provincia olvidada del sur tocándote los cojones. Pero eso no se lo podía decir. Así que he dicho:
—Pues…, eh. Es que me voy a duchar.
—¿Perdón?
—Nada, que, si pregunta alguien por mí, le digan que no estoy.
—Me llama usted de la 623, ¿verdad?
—Sí.
—Pues acaba de subir el chico de la floristería.
¿De la floristería? ¡Joder! Además de querer matarme, el hijo de puta del nazi no tenía imaginación. ¿Y cómo te mata un nazi sin imaginación? A hostias. Valoro mis opciones. Salir corriendo y llegar al coche es la mejor, pero me parece demasiado obvia y eso me hace desconfiar. Así que vuelvo a pensarlo. El nazi puede estar ya en la puerta, en el pasillo, subiendo por la escalera o en el ascensor. Y lo último que pretendo es cruzármelo en cualquiera de esos sitios tirando de mi maleta y quedándome con cara de gilipollas mientras le musito buenas noches. Así que miro por la ventana: una escalera, una cuerda vieja, una compresa usada y colillas. A MacGyver se le hubiera ocurrido alguna solución juntando esos elementos, pero cada uno tiene que conocer sus limitaciones, además de las leyes elementales de la física, que indican que ser capaz de ver algo no significa que también seas capaz de cogerlo. Bueno, eso no sé si es física o es lógica, pero al fin y al cabo la física es bastante lógica. Buscando la inspiración, me asomo. Veo el aparato de aire acondicionado. Solo tengo que subirme a él, empujar la ventana del dormitorio de al lado, irrumpir en la intimidad de lo que probablemente sea un matrimonio de turistas alemanes mayores de 60 años, dar las guten abend, esperar a que el nazi entre en mi dormitorio y aprovechar el instante para salir por patas. Un plan sencillo e infalible siempre y cuando seas Tom Cruise en Misión Imposible. Como no es el caso, me doy la vuelta y comprendo que mi única salida es meterme debajo de la cama. Por suerte, el somier es de esos con tablas laterales que llegan hasta el suelo y que supongo que empezaron a instalar los hoteles cuando se hartaron de recoger calcetines olvidados de debajo de las camas. Llegados a este punto, decido escapar por la puerta. Si me lo cruzo, le haré frente. Convicción que me da fuerzas y que me dura hasta que llego a ella y oigo que hay alguien en el pasillo intentando forzar la cerradura. Desde luego, reacciono como me parece que hubiera reaccionado Clint Eastwood: metiéndome en el armario. Con muchos huevos, pero en el armario.
El nazi entra, pasa por delante de mi escondrijo y comienza a revolver el dormitorio y el baño. Es cuestión de segundos que su cerebro le diga que en las habitaciones de los hoteles acostumbra a haber un armario y que ese es el único sitio que no ha inspeccionado. Cierro los ojos, por lo demás inútiles dentro de la oscuridad, y le pido ayuda a Dios. La clásica ayuda que pide un ateo: demuéstrame que existes y tendrás un siervo, pero demuéstramelo ya. Lamentablemente, en lugar del auxilio divino, recibo una llamada de teléfono. Y, sí, suena. Y, sí, lo tengo encima. Y, sí, es María, lo sé por el politono que le tengo asignado: La vida es una tómbola, de Marisol.
Escucho al nazi acercándose. Los agudos de Marisol deben de estar haciéndole dudar si creérselo. En un movimiento de desesperación, y por no blasfemar (como si el silencio todavía importase), estiro los brazos hacia atrás. Marisol sigue cantando que la vida es una tómbola, y yo pienso que no puede tener más razón porque acabo de tocar algo. El cable de la plancha. La plancha de los hoteles. La única diosa de los agentes comerciales. La que nos saca de nuestros apuros más comprometidos (estirar las camisas con las que hemos conducido) viene, una vez más, a mi rescate. ¡Vive con esto, Dios de los cristianos!, pienso a gritos. Agarro el cable y hago lo más racional que puede hacer un ser humano en semejante situación: dejar de pensar. Le pego una patada a la puerta. (Tom, tom, tómbola). Me planto en medio del pasillo. (Tom, tom, tómbola). Grito como un apache. (Tom, tom, tómbola). El nazi se detiene asombrado. Muevo la plancha en círculos, como una honda, y, cuando Marisol repite de luz y de color dos veces, la suelto. Él debe de flipar un segundo antes de quedarse inconsciente. Yo flipo después. Tengo que hacer más cosas de estas que hago sin pensar, he nacido para ello, me digo. Y María cuelga.
Pero mi nuevo instinto asesino ha sucumbido segundos después a la parte atávica de mi carácter, esa que me hace comportarme como un tonto creyendo que hay salvación para las buenas personas. Ha sonado un WhatsApp y he mirado mi móvil, pero no había nada. Después, ha sonado otro. He repetido la comprobación: nada. Obviamente, el que sonaba no era mi teléfono, sino el suyo. El nazi tenía mi mismo tono de notificación y, viéndolo ahí, dormido, tan inocente, tan calvo, tan poco ideologizado y, sobre todo, tan vulnerable, me ha conmovido. Supongo que dormir tiene algo de manriqueño, nos iguala a todos. Así que, entre eso y que me ha parecido que se enfadaría menos conmigo si al despertar se encontraba en la cama, he decidido acostarlo. Siguiendo con este razonamiento idiota, lo he arropado, le he puesto un vaso de agua en la mesilla de noche y le he dejado un paracetamol con una nota:
Siento lo que ha pasado hoy. No quería hacerlo. Ponte hielo cuando te despiertes y tómate el paracetamol. Si yo fuese tú, iría al médico. Los golpes en la cabeza es mejor vigilarlos y es posible que te tengan que operar la nariz.
Ha sonado otro WhatsApp. Como último gesto de ternura, lo he descalzado, le he sacado el móvil del bolsillo y lo he dejado sobre la mesilla. Y ha sonado otro mensaje. Y otro. Y otro. He visto que estaban llegando a un grupo llamado Marca Blanca. Evidentemente, y sospechando que me concernían, los he leído.
Fran H:
Tú, no vayas a subir solo que en media hora estamos x alli.
Kike:
Yo voy tarde, que me he liado a cortar blanca con Arturo en la nave. Os espero abajo para meterlo en el coche.
Fran H:
Manu?
Manu???
No subas, que no sabemos de q va el pavo. Subo yo contigo y estos que esperen abajo.
Javi Móstoles:
Se llama Daniel Ortiz. Lo ha sacado mi colega el policía de los datos del seguro del coche. Me manda fotos del pavo, que tiene Facebook. Échales un ojo, Manu.
Entonces han puesto unas cuantas fotos mías: Yo en el campo del Racing. Yo en Nochevieja. Yo en la boda de Luis y Elisa. Yo en mi boda. Y yo en mi foto de perfil… Foto que, como soy así de divertido, es de carné. La escogí porque se me ve bien, natural, sin posturitas. No me hace ni más guapo ni más feo. Hasta hoy, eso me había parecido un acierto, una forma de honestidad. Hasta hoy, que esa foto se ha transformado en mi cabeza de la típica de un currículum a la típica de una esquela.
Javi Móstoles:
El mierdas este es de santander. Trabaja en una empresa de makinas de coser o algo así.
Arturo Alv:
Le vamos a coser a hostias. No lo vayáis a dejar inconsciente antes de traerlo a la nave, que quiero verle sufrir.
Fran H:
Manu? Manu? No habrás subido, cabrón?
Y ahí me he visto en la obligación de contestar por Manu.
Manu (es decir, yo):
Qué va, tronco. El pájaro este ha volado. Me dice el notas de recepción que tenía reserva pero no ha aparecido.
Arturo Alv:
?????
Javi Móstoles:
WTF?
Fran H:
Pero no has dicho hace un rato que estaba en la 623????
Manu (yo):
Era otro.
Fran H:
Cómo otro?
Manu (yo):
Se ha liado el de recepción.
Fran H:
Espérame ahí que llegamos en 10 minutos. Nos vemos en la puerta. Ok????
Tu puta madre, ok. Me he quedado con el teléfono de Manu, he hecho la maleta y he salido de allí caminando deprisa, pero sin correr. El de recepción se ha tomado su tiempo para cobrarme hasta que le he dicho que tenía una urgencia y que perdía un avión. He bajado al parking buscando calvos por todos los rincones. No he visto a ninguno. Me he metido en el coche y, entonces, he tenido la certeza de que había alguien en el asiento de atrás. Muy despacio, me he girado esperando encontrarme con la muerte. No había nada. Al menos dentro de la Scenic, porque, un segundo después, alguien ha golpeado mi ventanilla. Y sí, yo también me he dicho hasta aquí hemos llegado. Pero también es cierto que, si me hubieran matado, no habría podido escribir esto.
—Buenas noches.
—Buenas noches. —Era el de seguridad. Estaba tan nervioso que no he acertado a bajar la ventanilla. Sabía que para que funcionase tenía que hacer algo antes, pero no he sido capaz de recordar que ese algo era arrancar el coche. Por los nervios, he abierto la puerta súbitamente. Lo que se traduce en: con demasiada fuerza. Vamos, que le he calzado una hostia en la frente al pobre hombre.
—Perdone.
—Nada —ha respondido comprobándose con la mano que tenía la frente seca—. Que he visto antes que le gotea el coche. Por debajo del maletero. Creí que sería condensación del tubo de escape, pero el líquido es muy oscuro.
—¿Se ha agachado usted ahí?
—Hombre, me pareció raro el color. Y por ahí atrás los coches no tiran aceite. Además, como cae tanto…
Entonces me he dicho piensa, piensa, dale una respuesta a este hombre que evite que cuando te marches se ponga a olfatear el charco. Los guardas de seguridad son los seres humanos que más se aburren y, para buscarse una distracción, son capaces de resolver un crimen.
—Es mierda.
—¿Cómo?
—Mierda. Caca. Buenas noches.