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COCHES CRUISING
Mi jefe se llama Juan y heredó una mercería. Sé que esto no empieza como el clásico relato épico que apetece escuchar, pero esperen porque necesitan saber ciertas cosas para comprender lo del muerto.
Según Juan, en las mercerías ocurre como en las peluquerías de señoras, si un hombre trabaja en ellas, debe mimetizarse. Lo que significa que tiene que parecer un poco divertido. Esto es, sensible. Esto es, delicado. Esto es, amanerado. Esto es, moderadamente homosexual. Personalmente, creo que alguna vez debió de tomar por el culo, pero quizá solo por una cuestión de negocios. El caso es que, transcurridos unos años, Juan se cansó de pasar la mano por rasos y poner cara de conmoverse a cada milímetro con la suavidad del género. Estaba hasta las pelotas de decir mira qué caída tiene este tafetán o este paño es muy sufrido. Así que se hizo con la representación de una casa alemana de hilos, dejó a su mujer al cargo de la tienda, cogió el coche y empezó a vender al por mayor. Los hilos todavía le exigían cierto grado de homosexualidad en las formas, motivo por el cual quiso darle un giro a su vida. Empezaría a vender maquinaria. O eso es lo que diría, de forma calculada e inconcreta, en los bares, porque, aunque sonase a que le estaba vendiendo equipos de trabajo submarino a Astilleros del Atlántico, Juan vendía máquinas de coser. A finales de los ochenta, afirma que comprendió que al dinero se le atrae igual que a las clientas de mercería, que quieren que la persona que les vende la tela de sus vestidos y les dice este tono te va de maravilla no sea una de ellas, pero sí alguien que se parezca a ellas. Quieren, por tanto, a un delicado, el ojo de un hombre con la sensibilidad de una mujer, y por eso se fían y acuden a él. Comprendidas las mujeres, Juan dedujo que el otro ser de naturaleza esquiva con el hombre corriente, el dinero, se comportaría del mismo modo. Como las clientas, el dinero está deseando acudir, pero tiene que fiarse. ¿Y de quién se fía el dinero? Pues de los que son similares a él, aquellos que padecen el síndrome de las caras de las monedas, esa gente que, no es que mire por encima del hombro, es que para ellos no existe nada de cuello para abajo. Juan comprendió que un hombre que va al bar, invita a una ronda, por confraternizar se caga un poco en Dios y dice que vende maquinaria siempre será un hombre, pero nunca un hombre rico. ¿Había que dejar, por tanto, de vender maquinaria? No, bastaría con dejar de ir al bar. O, mejor dicho, con cambiarlo. Así que sacó a su mujer de la mercería, le puso una criada y la apuntó, junto a sus hijos, al Club de Tenis de Santander, para que se relacionasen. A los niños los peinó a raya y los matriculó en un colegio del Opus. ¿Y él? Él comenzó a donar dinero para la Obra y fue admitido, después de untar a un par de conocidos, en el Club de Golf de Pedreña. A partir de ese momento, y con los números, más que rojos, amoratados, Juan asistió a la confirmación de su teoría: comenzó a ganar dinero a manos llenas. El Opus le abrió las puertas a las que nunca había encontrado el timbre, y resultó que al otro lado siempre había un hombre con cargo que le acababa soltando varios millones de pesetas. En el campo de golf conoció a un tipo que tenía un amigo en el Gobierno de Cantabria y, a cambio de alguna que otra donación a su partido, Juan se convirtió en el proveedor de máquinas de coser, hilos, bobinas y agujas de una de las principales cadenas de centros comerciales de España. Y, así, sucesivamente. Un año después, el vendedor de maquinaria se había convertido en el importador Juan de Lavín, y en vez de ir a los bares a gastar dinero, iba a las marisquerías a reunirse con clientes y lo ganaba. Cuando le preguntaban qué importaba, él respondía que la familia, bueno, siempre y cuando hubiese liquidez. Después de este chiste que, según me confesó un día, repitió sin descanso, solía haber unas risas. Tras ellas, Juan retomaba la pregunta y respondía que importaba maquinaria, y que vendía en Asturias, Cantabria, Galicia, Castilla y León y la Rioja. ¿Y en el País Vasco?, solían preguntarle. Entonces, Juan hacía un gesto con la mano como de apartarse una tela de araña de la cara (un gesto que, seguramente debido a que lo hacía con la palma hacia afuera, recordaba mucho a sus días de la mercería) y aclaraba que no, que en el País Vasco no tenía negocios. Guiñaba un ojo y se señalaba un pin con la bandera de España que llevaba en la solapa. Sus colegas millonarios ponían imperceptibles caras de asco cuando lo hacía, porque para ellos el dinero estaba por encima de la España autonómica, del Rey, de Jesucristo y hasta de Dios. Pero Juan era un converso y cometía estos excesos de recién llegado que sus socios apreciaban como un exotismo.
Fue así hasta que ETA lo dejó. En ese momento, Juan encontró la excusa política perfecta para permitirse una ración extra de su afición favorita: ganar dinero. Me llamó a su despacho, me dijo que me iba a hacer indefinido y que había decidido que yo me encargase de la expansión de la empresa en el País Vasco. Lo dijo así, como quien decide penetrar en el mercado asiático. Además, me subió el sueldo y me abrazó. A los dos meses, después de muchos kilómetros y muy pocas ventas, Juan volvió a llamarme a su despacho.
—¿De dónde vienes?
—De Sondika.
—¿Cómo ha ido?
—Bien. Creo que tengo a un par de clientes a punto y he hecho muchas visitas. Así que…
—Así que mal.
—Sí.
Se me quedó mirando de arriba abajo. Era evidente que me estaba aplicando su teoría de ventas. Me miró los zapatos. Me miró el traje. La camisa. La corbata. Me miró el pelo. Y dijo que allí no estaba el problema, que fuéramos al coche. Después de observar el vehículo durante unos minutos, me dijo que ya sabía lo que estaba pasando y que me fuera tranquilo, que al día siguiente todo empezaría a arreglarse, pero que le dejase allí el vehículo. Cuando llegué por la mañana, vi que junto a la pegatina de la bandera de España del maletero había pegado otra de la ikurriña. Lo di por bueno, recogí las llaves y empecé a marcharme.
—¿A dónde vas? —preguntó para cortar mi fuga.
—A Lejona.
—Espera, que no he terminado. —Y añadió que no podía ir por ahí con las mismas banderas que un edificio oficial porque se me iba a ver el plumero y porque una cosa quitaba la otra. Despegar la bandera de España debió de parecerle imposible sin rayar el coche, así que sacó un pincel, un botecito de pintura morada y un secador de pelo y le añadió el morado al rojo y al gualda.
—No sé yo si hay un sentir republicano mayoritario en Euskal Herria —observé.
—Ya te lo digo yo: no lo hay. Pero vas desde Santander, que allí es como decir que vas desde la Zarzuela. Para un vasco, ser republicano y de Santander es tan incomprensible que te hará parecer neutral. Vamos, que solo verán la ikurriña. Ahora, si quieres les vendes hasta el árbol de Guernica —concluyó mientras aplicaba calor con el secador.
Y así fue, con ese truco de vendedor de coches de segunda mano de un condado de Arkansas, Juan consiguió que nuestras ventas en el País Vasco se disparasen. Seis meses más tarde, se quedó con la exclusividad de las principales marcas alemanas de máquinas de coser para la cornisa cantábrica. Yo, que por naturaleza creo que todos los pasos que se dan en la vida son el último, tomé por seguro que nuestra expansión se iba a quedar ahí. Y me imaginé a mí mismo durante los siguientes treinta y cinco años yendo y viniendo de Santander a Bilbao, de Santander a Vitoria y de Santander a San Sebastián. Gracias a eso, conocería tantos pueblos y tantos restaurantes que en verano podría hacer turismo con María sin necesidad de ir muy lejos ni de experimentar nada nuevo. Es decir, haría el turismo perfecto. Con suerte, María se enamoraría de algún rincón perdido de un pueblo por encontrar del País Vasco y acudiríamos la primera quincena de todos los agostos hasta que los niños que aún no tenemos se hiciesen mayores.
Pero hace un par de semanas Juan vio en el Telediario que tejer se estaba poniendo de moda. No le hizo falta más. Según él, esa noticia significaba que las solteras gordas de Madrid, ese tipo de mujer que, dijo, vive con un gato y odia a los hombres porque llevan toda la vida ignorándola, se estaban comprando tricotosas de forma masiva. Además, según todos los estudios sociológicos que Juan necesita para tomar una decisión comercial, es decir, ninguno, las modernas de Madrid se estaban apuntando en manada a talleres de costura para hacerse jerséis de lana gruesa, bufandas y mantas de retales. El objetivo de estas mujeres a Juan se la soplaba. Lo único que había que conseguir de ellas era que no se comprasen la tricotosa en el Lidl, sino que optasen por las únicas máquinas del mercado capaces de cumplir el objetivo último para el que fueron creadas: que Juan ganase dinero. Más dinero. Así que me dijo:
—Te vas a Madrid. De momento, quiero que estés viviendo allí un mes. Tenemos que colocar muchas tricotosas y muy deprisa, porque a estas tías en seis meses se les olvida lo de tejer y empiezan a hacer manualidades con tetrabriks. Y nosotros no vendemos tetrabriks.
Resumiendo, esta mañana he llegado a Madrid. No llevaba ni media hora perdiéndome por la M-30, con los nervios propios de un conductor de provincias amenazando con pasar del estómago al intestino, cuando me han dado un golpe. He mirado por el retrovisor y he visto a dos calvos con pinta de ir al gimnasio en el coche de detrás. Uno de ellos, con barba. Como es lógico, estando en la capital del Orgullo y analizado su aspecto, he comprendido que eran dos homosexuales. El golpe ha sido flojo y ni me he molestado en parar. En gran parte, debido a que no sabía dónde hacerlo. Así que he levantado la mano y he seguido con mi camino. Es decir, he continuado perdiéndome por la primera circunvalación de Madrid. A los diez minutos, los gais han vuelto a chocar contra mí. Madrid es como un pueblo y, la inevitable, el mundo es un pañuelo han venido a mi cabeza. Queriendo creerme estas frases, he pensado tontamente que aquello era una coincidencia. Bueno, dos coincidencias. La primera, ver en mi espejo retrovisor a los mismos dos hombres invertidos de la variedad oso en un intervalo de diez minutos. La segunda, que estos dos homosexuales hayan tenido la desgracia de chocar con el mismo coche dos veces en tan poco tiempo; cosa que he atribuido irracionalmente a la torpeza congénita que se les presupone a los gais (deducción no homofóbica y sí automática que hacemos sin querer, dado que en la infancia acostumbran a jugar muy mal al fútbol). He vuelto a levantar la mano y he intentado encontrarme en medio del atasco, de las señales y de tanto coche hijo de puta que no usa los intermitentes.
Cinco minutos después, los gais han vuelto a chocar conmigo. Y aquí ya era evidente, hasta para un hombre sin ninguna intención de rellenar un parte de seguro, que algo raro estaba pasando y que las acometidas no eran casuales. Así que, analizando la suavidad de los impactos y su forma de sonreír tras producirlos, he concluido que lo de los golpecitos por detrás en el vehículo formaría parte de algún lenguaje encriptado con el que los gais se van diciendo por Madrid me gustas, quiero hacerte a ti lo mismo que le estoy haciendo a tu coche.
Mentiría si dijera que no me he sentido un poco halagado ante su insistencia. Seguramente por eso, en vez de mandarles a tomar por el culo con otro por la vía rápida, he pensado cómo podría hacerlo sin herir sus sentimientos. Decisión: he sacado la mano por la ventanilla y he dicho que no con el dedo. Después, me he encogido de hombros como diciendo lo siento y he salido de la M-30 para dejar claro que, si me encontraba en una zona de coches cruising, era algo meramente transitorio.
Los gais, lejos de darse por vencidos, han salido detrás de mí por la carretera de Valencia. Lo que ha provocado que mi percepción sobre el asunto cambiase. De la sensación de halago, he pasado al agobio del acoso. Se han atascado conmigo en la incorporación y han vuelto a darme por detrás. Primeros pinchazos de dolor en la nuca. Primeros resoplidos de hartazgo. Han vuelto a golpearme, esta vez, quedándose ahí, restregando su matrícula contra mi bola de remolque, lo que se me ha presentado como el equivalente automovilístico a lo que en los bares se llama arrimar la cebolleta. En un intento tonto (es decir, en un intonto) por abstraerme, he subido la radio. Después, he puesto la calefacción. Después, la he quitado. Después, he avanzado unos metros. Después, han vuelto a golpearme. Primera, otros metros, freno y golpe. Primera, freno, golpe. Golpe. Golpe. Avanzo, freno, golpe. Golpe, golpe y me cago en Dios.
—¡Hijos de puta! —he gritado. Le he dado una hostia al volante y he levantado los dedos corazón hacia el espejo retrovisor. ¿Y qué he visto? Los he visto a ellos, empujando y haciendo gestos obscenos mientras tanto. Esto es, con las manos levantadas y, lo he deducido por el bamboleo de sus torsos, elevando la cadera en un gesto que habrían aprendido en las saunas y perfeccionado en pilates, o al revés.
—¡A tomar por culo! —he espetado sin dejar de mirarlos. Todavía atascado en la incorporación, he acelerado, dado un volantazo, pasado entre unos cuantos bolardos y me he saltado la retención como si el de Madrid fuese yo. De golpe, estaba circulando a más de 150 por hora en dirección a Valencia. ¿Y ellos? Ellos, también.
Mi cabeza ha hecho ese clic que suena un segundo después de haber dejado de pensar; ese clic que suena un segundo después de haber comprendido que tienes la vida más triste de las tres que están en juego, y que, por tanto, eres el que menos tiene que perder en un pulso suicida. He puesto el coche (quiero subrayar que es una Scenic) a todo lo que da. 190. Y ellos, también. En una recta puede correr cualquiera, así que he empezado a fabricar curvas. He adelantado a coches por la derecha, por la izquierda y por el centro. Quería matarlos, que se estrellasen, y me daba igual contra qué: un camión, un puente o mi coche. Pero a ellos, no. Los muy hijos de puta han esquivado todos los obstáculos. Así que he frenado. He frenado en seco mientras me comían el culo a 190 por hora. Han tenido que dar un volantazo a la derecha para no empotrarse contra mí y se han puesto a mi altura. Me han mirado con odio y yo he respondido riéndome como un loco. Después les he señalado y me he pasado el índice por la yugular. Los he visto desconcertados, perdidos y maricas. Es decir, a mi merced. Así que los he cerrado contra la cuneta para sacarlos de la carretera y que tuvieran una muerte dolorosa. No ha funcionado, pero he seguido descojonándome y gritando os voy a matar, hijos de puta. Después, he acelerado y ellos me han seguido. Ha sido entonces cuando he subido otro escalón en la violencia, el que viene después del clic que te impide pensar, el que se distingue porque empiezas a ver la vida a ráfagas.
—Tienes que matarlos y, a ser posible, varias veces —me ha dicho la voz interior.
—En eso estoy, pero no se dejan —he respondido.
—Recuerda que tienes ventaja —ha afirmado con sequedad.
—¿Qué ventaja?
—Tu ventaja.
—¿Cuál es?
—Ya lo sabes. No me obligues a decírtelo.
Aun a riesgo de debilitarme ante la pelea, he pensado. Ellos eran dos y más fuertes. He seguido pensando. Eran dos, más fuertes y no se amedrentaban ante la locura. He vuelto a pensar. Todavía eran dos y más fuertes. Además, los tenía pegados al culo del coche, pese a los quiebros, al tráfico y a que, aprovechando una bajada, el cuentakilómetros estaba marcando 210. Por no seguir pensando, he preguntado:
—¿Qué ventaja, hostias?
—Eres heterosexual. —Fue como si lo dijera Fernán Gómez doblando a Gandalf; una voz entre el cabreo y la seguridad suprema, de esas que hacen que nos sintamos infalibles.
Ustedes, que no han vivido el momento y leen esto desde su moral de siglo XXI, se preguntarán qué tipo de ventaja es esa. Les respondo: la inconcreta. La misma que le hace saber a un gitano, cuando se baja de la furgoneta, que le va a meter una paliza bíblica a los dos payos que van en un Seat Ibiza escuchando a La Oreja de Van Gogh y han tenido a bien pitarle. Aunque los payos sean más fuertes, más rápidos o más karatekas.
Así las cosas, con ellos detrás de mí a 200 por hora, pero curtidos en la realidad por su visita a la cuneta, he tirado de freno de mano, he hecho un trompo, ruedas y he saltado a un desvío. Si quieren venir, que vengan, me he dicho. Y les he dado esa oportunidad para salvar sus vidas. No la han querido aprovechar, así que he seguido acelerando. He subido hasta una rotonda y, con otro trompo, he tomado la primera salida, una cuesta que bajaba atravesando un descampado. Me ha parecido un lugar suficientemente apartado como para poder darles una paliza y me he detenido en seco en el arcén. Ellos, detrás. Muy cerca, a toda hostia y tirando de freno de mano. Podría haber considerado esa habilidad en la detención como un aviso de peligro, pero en ese momento no he reparado.
—¿Qué hostias os pasa a vosotros, maricones hijos de puta? —he preguntado a modo de saludo.
Se han descojonado. Yo he permanecido sin hacer una mueca, como Clint Eastwood pensando en Tom Berenger. Pero algo estaba empezando a suceder desafinado. Ellos han salido del coche serenos, moviéndose como si poseyeran unos testículos enormes y sin muestras de tener pluma. A mí me ha empezado a quedar grande por los hombros mi traje gris marengo de último mono que trabaja en la planta de caballero de El Corte Inglés.
—Te has ido a salir de la autovía en nuestro barrio, gilipollas —ha respondido el de la barba, el más alto de los dos, mientras se apoyaba en el morro de su coche, a un metro escaso del culo de mi Scenic. El otro, más bajo, aunque fuerte y con cara de mala hostia, ha permanecido junto a la puerta del copiloto. Su puerta.
He mirado alrededor y no he entendido nada. ¿Su barrio? Eso era el centro de ninguna parte, un descampado amarillo en donde había más plásticos que arbustos. Lo único que se veía era un polígono industrial que entonces tenía lejos y que después tuve más cerca. Por mucho que yo ignore sobre los conceptos urbanísticos de la Comunidad de Madrid, ese no podía ser el barrio de nadie. Me he dicho que intentaban despistarme, que nada había cambiado: eran dos gais y yo tenía un subidón de adrenalina que me situaba por encima de cualquier músculo de gimnasio. Entonces he mirado la cuneta y he visto el bordillo. He recordado la escena de American History X, cuando Edward Norton le pisa la cabeza a un negro obligándolo a morder el bordillo y se la abre. Me he visto a mí mismo haciéndole eso al primero y destrozándole la cara al segundo cerrándole la puerta del coche en la cabeza hasta hacer ensalada con ella. Entonces, el de la barba se ha quitado la cazadora y me ha dejado unos segundos para que apreciase sus brazos, que, para que se hagan una idea, me han parecido una hipérbole anatómica con tatuajes. Después, ha sonreído. El otro se ha ido al maletero y lo ha abierto, pero sin sacar nada. He vuelto a pensar en la película. En Edward Norton, rapado y musculoso. Y en sus tatuajes. Tatuajes que, ahora podía ver, el barbudo también llevaba. Tatuajes que eran muy parecidos. Qué cojones, eran prácticamente iguales. Y ha llegado el fogonazo de lucidez: ¿Y si no son maricas y son ultras? En ese momento he dejado de ser el gitano y me he transformado en el gilipollas que va escuchando a todo trapo a La Oreja de Van Gogh.
—Vamos a hablar de las mierdas que llevas aquí pegadas. —El de la barba, y sus 120 kilos de puro músculo, hueso y diminutas partículas cerebrales, ha señalado las banderas de mi monovolumen levantando la bota del pie derecho. Después, la ha bajado y se ha sentado en su capó, con las piernas separadas, como si me hubiera leído el pensamiento y estuviera diciendo aquí tendrías polla para rato si yo fuese gay, pero resulta que soy un puto skin. He de decir que, llegados a este punto, un panorama con pollas, se acercasen por donde se acercasen, me estaba pareciendo Disneylandia comparado con lo que se me venía encima. Por si acaso yo no había sido aún capaz de leer el futuro, el rapado del maletero ha lanzado un puño americano que el barbudo ha cogido al aire y comenzado a ponerse. Ha escupido sobre las banderas de mi coche, estirado los dedos, cerrado el puño y me lo ha enseñado para que pudiera deslumbrarme con el brillo del metal debajo de sus nudillos.
—¿Qué eres, republicano o de la ETA?
—No, no, no… Esa, en realidad, es la bandera de España. —Según he empezado a balbucearlo me he dado cuenta de que la explicación iba a resultar demasiado larga y de que yo no iba a ser capaz de mantener la tensión narrativa hasta el final. Menos, con una historia que empieza diciendo: Mi jefe se llama Juan y heredó una mercería.
—Así que eso que llevas ahí es la bandera de España… Amigo, te vamos a poner cojonudo.
Entonces, en un alarde de valentía, he saltado. He saltado como un tigre. Como una pantera. Un visto y no visto. Simplemente, y sin pensar, he saltado. No les ha dado tiempo a mover un músculo. Como un ninja, he saltado. Sin pensar en las consecuencias, he saltado. Salvajemente, sin pasado, sin futuro. He saltado en infinitivo. Y el salto ha sido magnífico. He apreciado cada diminuto pedazo de segundo que he permanecido en el aire. He visto la parábola. Me he contemplado desde fuera: ingrávido, ágil, veloz. En definitiva, supremo. Y hasta ahí la heroicidad, porque al caer me he dado cuenta de que había saltado al interior de mi coche. Cuando he empezado a ser consciente, ya había metido la llave, estaba arrancando y acelerando a fondo. Ahora bien, y aquí empieza lo lamentable, no me he percatado de que tenía metida la marcha atrás.
El de la barba ha gritado como un becerro. Acababa de hacer un sándwich con él entre los dos coches. Atrapado de rodillas para abajo, ha maldecido, llorado y movido los brazos. En un gesto idiota por mi parte, he abierto un poco la puerta y he dicho lo siento. El rapado del maletero ya corría con un bate, seguramente con muy pocas intenciones de dirimir cuánto sentía yo lo ocurrido. Así que, esta vez sí, he metido primera y he salido de allí a toda hostia.
Cuando he conseguido centrar el coche en la carretera, cosa que se ha producido después de unos cuantos bandazos, he mirado por el retrovisor, por comprobar si el de la barba al menos podía mantenerse en pie. Ni rastro. Solo he visto a su compañero entrar y salir del coche gritando algo que no he podido oír porque tenía puesta a todo trapo Radio Nacional de España. ¿Cómo habrá conseguido meterlo en el coche tan deprisa?, me he preguntado. ¿Estarán estos tipos entrenados en primeros auxilios militares?, me he preguntado. ¿Cómo es posible que un fascista musculoso pero pequeño haya metido en el coche a semejante mastodonte en menos de diez segundos?, me he preguntado. ¿Por qué el de la barba no le da las llaves y empiezan a perseguirme?, me he preguntado. ¿Será que el enano no sabe conducir?, me he preguntado. ¿A qué taller voy a llevar yo ahora el coche?, me he preguntado. ¿Qué coño es eso que suena?, me he preguntado. ¿Se me habrá desprendido el parachoques?, me he preguntado. Y, entonces, a más de cien kilómetros por hora por esa carretera estrecha y mal asfaltada, he dejado de preguntarme cosas y se me ha hecho evidente que llevaba al barbudo colgando. Como deferencia hacia él, he reducido la velocidad. Por curiosidad, he apagado la radio. El ruido ha ganado nitidez y, lamentablemente, plasticidad. Unos metros más adelante, he parado.
Para los que se estén poniendo en lo peor, les tranquilizo: el coche estaba sorprendentemente bien. Limpio, incluso. En contra de lo que yo me había prefigurado, el calvo no se había empotrado entre los parachoques. Y tampoco habían sido las matrículas las que lo habían enganchado. Ha sido la bola del remolque. Se le ha incrustado en la espinilla. Como mi marcha atrás ha sido, digamos que, intensa, el acero ha perforado el hueso y se ha quedado alojado entre tibia, peroné y gemelo. Un gemelo hipertrofiado, por otra parte. Quizá debido a esa gran masa muscular, quizá al azar o a una extraordinaria calcificación de la extremidad del sujeto, la bola no ha salido de la pierna cuando he metido primera y he acelerado. Lo que, deduzco, ha provocado que el rapado cayera violentamente al suelo, quiero pensar que desnucándose en ese mismo momento (albergo dudas debido a lo desolladas que presenta las palmas de las manos, cosa que indica un desesperado combate contra el destino). Los tirones, que imagino típicos de semejante desplazamiento, lejos de liberar al hombre de la bola de enganche han provocado que esta se introdujese aún más en su cuerpo. Como un garfio. Hay que añadir que el cráneo del individuo ha sufrido un deterioro asombroso, puede que debido a que esta fuera la parte del cuerpo que menos había entrenado, o puede que como consecuencia de un asfalto demasiado abrasivo. Tanto que, en el kilómetro largo que lo he tenido por el suelo, la parte posterior ha desaparecido. Vamos, que no queda nada de orejas para atrás.
Como seguro que ustedes están deseando regresar al asunto principal de esta narración, yo, les ahorraré detalles. Baste decir que no había manera de sacar al calvo de la bola, que he tirado del pie en todas las direcciones posibles, que he hecho palanca, que he golpeado la espinilla con una piedra y que a fuerza de tirarle del tobillo me he quedado con su bota militar en la mano. Repito: bota militar, de las que tienen caña. Ha salido con tanta fuerza que hasta se le ha quedado dentro el calcetín. Entonces, me ha sonado el móvil. Era María. He tirado la bota.
—Cariño, ¿has llegado bien?
—Hola, amor. Sí, perfectamente. Pero te dejo, que estoy en un atasco y no me funciona el manos libres.
Desde luego que estaba en un atasco. He vuelto a tirar del pie. Esta vez, empleando una técnica que todavía no había exprimido: la desesperación. Después de aplicarla hasta quedarme exhausto, he aceptado que el calvo es más fuerte que yo incluso estando muerto. Le he dado una patada en lo que le queda de cabeza para dejarle las cosas claras y he vuelto a tirar del pie. Tanto, que me he caído de culo. Y ha regresado la voz interior.
—Si te fijas, el ser humano tiene la misma naturaleza que los aparatos de ingeniería japonesa: somos fáciles de romper, pero difíciles de desmontar.
—¿Qué?
—Que somos como las radios de Sony, fáciles de…
—¡Eso lo he entendido, gilipollas! ¿Pero crees que es el momento de salir con frases rimbombantes?
—Alguien tiene que pensar algo de provecho, y viendo cómo estás manejando el asunto del pie, está claro que no vas a ser tú.
Me ha tocado el orgullo. Y, como siempre que algo me toca el orgullo, he abandonado las vías racionales. En un comportamiento absurdo, y profundamente humano, después de haber tirado del pie para separarlo del cuerpo, he decidido tirar del cuerpo para separarlo del pie. Les recuerdo que el cuerpo pesa más de 100 kilos y que el pie rondará los novecientos gramos. Argumentaré en mi defensa que en ese momento me encontraba bajo la influencia de una gran cantidad de estrés.
Me he puesto en cuclillas a la cabeza del cadáver, lo he cogido por los sobacos y he tirado. He tirado hasta que me he notado puntitos brotándome en las mejillas, como cuando estamos estreñidos, lo convertimos en una cuestión personal y nos obstinamos en empujar en vez de recurrir a la química. En ese momento, he recordado a la madre de la leyenda urbana, la que dicen que multiplicó su fuerza y fue capaz de levantar un coche para sacar a su hijo de debajo porque le iba la vida en ello, y he concluido: Si esa madre lo hizo, yo también puedo. Así que he apretado los dientes y he seguido tirando. He sentido que solo un esfuerzo sobrehumano tendría recompensa, no puedo explicar por qué, pero es lo que he sentido. He seguido. Me he mareado, pero he seguido. Me han temblado las piernas, pero he seguido. Lo tenía levantado. Su cuello, contra mi pecho. Su espalda, en mi barriga. Mis manos, en sus sobacos. Él, desollado y goteando sangre, cayéndosele los intestinos por donde tendrían que estar las lumbares. Yo, temblando en cuclillas, sudando y con el traje pegado a las piernas, empapado de líquidos de muerto. Entonces, he gritado, me he encogido un segundo y he tirado hacia atrás todo lo violentamente que he podido. Milagro, la pierna se ha roto y el muerto me ha caído encima.
—¡Pero qué hace, oiga, pero qué hace!
Sí, mierda. Eso mismo he dicho yo. Aquello no era que te pillasen con las manos en la masa, era estar metido dentro de la masa y tener harina hasta por dentro del prepucio. No sin las dificultades propias que conlleva estar debajo de un muerto enorme que gotea, he girado la cabeza y he podido mirar en dirección a los gritos. Eran dos ciclistas que venían siguiendo el rastro de sangre por la carretera.
Sí, mierda. Eso mismo he dicho yo.
—¡Oiga, oiga! ¿Qué pasa ahí? ¡Oiga, oiga!
Esas eran las palabras, pero, en realidad, lo que me estaban diciendo era: Nos estamos acercando y por la sangre estamos convencidos de que hay un muerto. Preferiríamos darnos media vuelta y salir corriendo, pero, lamentablemente para todos, somos dos, hombres, ambos, hemos salido a hacer deporte y eso nos envalentona. Así que, dadas las circunstancias, el uno quedaría como un cobarde delante del otro, y el otro como un cobarde delante del uno, si saliésemos despavoridos en dirección contraria al premio gordo, que, le comunicamos, es usted. Dicho lo cual, y como no pretendemos que nos mate, pero tampoco queremos perdernos la ocasión de convertirnos en héroes y darle testimonio a la policía, a nuestras novias y quién sabe si también a algún programa de televisión de esos de por las tardes, nos vamos a acercar lo justo para que quede claro que no rehuimos nuestras responsabilidades de ciudadanos comprometidos con la justicia. Ahora bien, si, dada su naturaleza asesina, se levanta de ahí y nos amenaza con un arma, nuestra honra quedaría a salvo y saldríamos por piernas sin ocasionarle más tribulaciones.
Todo esto me han dicho con sus oiga, oiga, qué pasa ahí, oiga. Y yo, como lo he entendido asombrosamente rápido, no he sucumbido a la tentación de quedarme haciéndome el dormido debajo del muerto y fingir despertarme al rato gritando socorro. Entonces, ¿qué he hecho? Solucionar el primer problema, que era el coche. Me he levantado y he abierto el maletero. Así no podrían ver la matrícula ni las puñeteras banderas. Puede que descubriesen que era una Renault Scenic, pero ¿cuál? Dadas las circunstancias, he sentido que había salvado con nota la primera contingencia. ¿Cuál era la segunda? Yo. Si me veían la cara, se jodió. Harían un retrato robot y, entre el coche y el dibujo, me encontrarían. He tardado menos de un segundo en tapármela con las manos. Con las dos, como una folclórica que sale del juzgado. Pero ¿era esa la actitud propia de un asesino que pretende poner a sus posibles delatores en fuga? Obviamente, no. Sin embargo, han sido las manos las que me han dado la idea. Al taparme, he recordado que tenía la cara llena de sangre. He mirado hacia abajo y he visto que el traje también estaba empapado, además de rebozado de una mezcla de lo que parecían heces, pedazos de carne y piedras de la carretera. Para completar, y esto ha sido lo que ha terminado de convencerme, parte de los intestinos del rapado se me habían enganchado entre el cinturón y el pantalón y pendían de mi tripa con un bamboleo muy lento. Así las cosas, y sin armas, cómo darles miedo a los ciclistas se ha convertido en algo obvio.
Me he tirado al muerto, le he dado la vuelta y he metido la cabeza en lo que le quedaba de tripas. Los oiga, oiga, qué hace se han acercado, pero la voz ya no ha sonado tan fuerte ni tan segura. Me he cubierto la cara de vísceras y me he levantado con torpeza, como si no coordinase. Extendiendo las manos hacia ellos, he gruñido:
—Agg, agg, agg, agg, agg, agg, aaaaaaaaaaaaaaagggg.
Se han detenido. He dado un paso. Dos. He seguido haciendo el ruido.
—Es un zombi, tú. Es un zombi. Tú. Tú. Tú. ¡Tú!
Tú no ha contestado. Por un momento, he temido que entrasen en bucle y que aquello terminase en un colapso con dos desmayos. Pero me han demostrado que los vivos tienen un instinto de supervivencia infinitamente superior al de los muertos. Se han recompuesto, se han dado la vuelta y se han ido.
Llegados a este punto, me he quitado las vísceras y he resoplado con alivio. Estaba impresionado conmigo mismo, deseando contarle a alguien que, justo después de matar a un neonazi, o lo que sea, y quedar sepultado debajo de su cuerpo, se me ha ocurrido hacerme pasar por zombi para espantar a dos potenciales testigos que me habrían jodido la vida en un juicio. ¡Es brillante! Tan brillante, que no puede ser cosa mía. Tan brillante, que algo ha tenido que salir mal. Recapacito. Visualizo lo que ha pasado hace unos segundos. Los dos tipos y las bicicletas. Las bicicletas y los dos tipos. Y viene la pregunta: ¿No era una cámara de vídeo eso que llevaba el ciclista llamado Tú atornillado al manillar?
Sí, mierda. Eso mismo he dicho yo.