29

SIN MUERTOS

San Roque está a unos treinta kilómetros de Cabárceno. Puede parecerles que eso es cerca, pero se debe a que ustedes ignoran cómo es la carretera y a que no han hecho nunca el viaje en febrero, lloviendo, de noche y con un oso de 300 kilos oliéndose los pies en la trasera de su todoterreno.

—Un oso oliéndose los pies no es una gran demostración de fuerza —me dijo la voz interior.

—¿Sigue haciéndolo?

—No ha parado. Se huele uno, lo suelta y empieza con el otro.

—Estará comprendiendo algo.

—Sí, que la obra de Dios tiene proporciones áureas. Dentro de un rato te acaricia diciendo que tienes la piel muy suave.

Conduje el resto del trayecto buscándole la parte positiva al globo de Furaco. Y la tenía. Sin drogar, sería una bestia incontrolable. Además, por muy pedo que fuese, no dejaba de ser un oso y cumpliría el objetivo: acojonar a los nazis para que soltasen a mi mujer y a mis amigos. Utilizaría la violencia, pero de la única manera en la que le sirve a la inteligencia: como argumento. Con Furaco a mi lado y mis dotes negociadoras, estaba seguro de que podía conseguir que los nazis aceptasen llevarse la droga y el dinero a cambio de dejarnos a todos libres. Si no, soltaría al oso. Presentí que se impondría la razón y encontré fuerzas en ello para seguir adelante con la estrategia.

Llegué a la entrada de la cabaña. Los coches de Portilla y Nacho estaban aparcados en la finca, junto a otros tres vehículos que no reconocí y que supuse que pertenecerían a los nazis madrileños y a sus colegas del MSN de Cantabria. Aparqué en la cuneta, en una zona sin iluminar, a unos cincuenta metros de la entrada de la finca. A Furaco no le perturbó que dejásemos de movernos, tampoco que el motor se detuviera ni que se encendieran las luces interiores del Aníbal. Seguía a lo suyo: un pie, el otro. Oliéndolos con delicadeza.

Me bajé del coche. El viento frío me revolvió el pelo. Llovía, pero ni me puse la capucha ni me cerré el abrigo. Encendí un cigarrillo y le di dos caladas lentas. Sentí que me sobraban cojones, que todo iba a salir bien, que al abrir la puerta trasera del Aníbal me encontraría ante una bestia sobria pero leal.

—Uy, qué miedo da, sigue oliéndose los pies —dijo la voz interior cuando abrí el portón trasero.

Tenía razón. Furaco así no servía ni para representar un entremés en el circo de niños de Teresa Rabal. Le di un cachete.

—Vamos, Furaco.

Nada. Otro cachete.

—¡Furaco! —grité.

Seguía obnubilado con el prodigioso final articulado de sus patas traseras. Le cogí de la piel del lomo y empecé a darle tirones.

—¡Furaco, hostias!

Levantó la vista un segundo. Me miró con el desprecio con el que se mira a quien te interrumpe una lectura y volvió a su tarea. Aproveché su indiferencia para atarle una cuerda alrededor del cuello, a modo de collar. Le puse un mosquetón y con otra cuerda hice la correa. Pegué un tirón. Dos. Tres. No reaccionó.

—O le inyectas cocaína, o no se le quita el pedo en quince días —me dijo la voz interior.

Me pareció una buena idea. Cogí la misma jeringuilla que había utilizado para la morfina y derretí lo que estimé que serían diez gramos de coca. Después, pensé que la morfina farmacéutica tendría que ser una droga mucho mejor diseñada que el cloroformo fabricado en el parking del Carrefour; también, que el organismo de Furaco presentaría una resistencia mayor ante cualquier estimulante que los de Manu y Kike, las anteriores cobayas. Así que añadí otros cinco gramos. Los calenté hasta derretirlos y los succioné con la jeringa. Me bajé del Aníbal, volví a abrir el portón trasero y le clavé la aguja a Furaco en el culo.

—¡Gruuuuu! —Gruñó.

—¡Empuja el émbolo, coño! —me gritó la voz interior.

Furaco me miró a los ojos y volvió a gruñirme. Esta vez, en la cara. Yo seguía con la jeringuilla en su culo, sin atreverme a inyectarle la cocaína.

—¡Vamos, hazlo! —me urgió la voz interior.

¿Cómo reaccionaría el animal ante semejante dosis? ¿Y si no podía controlarlo? ¿Y si se escapaba? ¿Y si me destrozaba la cara allí mismo?

—Si no le metes la farlopa, va a volver a olerse los pies en dos segundos.

Mi mano en el culo del oso. Sus colmillos en mi cara. Su aliento, terrible, empañándome las gafas. Volvió a gruñirme. Fue como si pudiera comprender lo que estaba diciendo: No me calientes, Daniel, que todavía podemos ser amigos. Le saqué la jeringuilla de la nalga.

—¿Qué haces, imbécil? —preguntó la voz interior.

—¡Calla! —respondí.

Furaco, seguramente con la intención de volver a olerse los pies, empezó a apartar el hocico de mi cara, pero no se lo permití. Le cogí de las mejillas, puse mis ojos junto a los suyos y le dije lo que sentía:

—Ahí afuera hay una cabaña en la que unos hijos de puta de Madrid tienen secuestrados a mi mujer y a mis mejores amigos, cántabros todos. Y tú, Furaco, eres la única posibilidad que tengo de salvarlos. Así que deja de olerte los pies, sacúdete la puta paranoia, baja del todoterreno y sígueme. Porque, si no lo haces, en vez de darte magro de cerdo adobado te voy a destrozar la puta cabeza con la primera piedra que encuentre. Oso.

No me pregunten por qué, pero funcionó. Furaco se puso de pie y esperó a que le diese un tirón de correa para bajar del coche. Lo recompensé con magro, que comió de mi mano. Hasta me chupó el adobo de entre los dedos. Sin soltarlo, y haciendo que me siguiera, cogí la mochila donde tenía la carne y la bolsa de deporte con la coca y el dinero. Furaco me siguió como un perro. Su sumisión me conmovió y quise recompensarlo. Cogí un lechazo de los que habíamos comprado en Aranda y se lo puse en la boca. Lo sostuvo sin comérselo, como si me lo estuviera sujetando. Solté la correa, cogí la otra punta del cordero y caminamos hacia la cabaña unidos por esa pieza de carne tierna.

—¡Abre, que estoy aquí! —grité a la puerta.

—¿Traes la coca y el dinero? —preguntaron desde dentro.

—Lo traigo todo, pero antes quiero verlos.

Abrieron.

—¿Qué cojones es eso? —preguntó Lord Skin.

—Un cordero lechal comprado en Aranda de Duero.

—¡Lo otro!

—Ah, este es mi puto oso. —Respondí.

Ahí hubiera estado bien que Furaco se golpease el pecho como un gorila para impresionar, pero se sentó a devorar el cordero. Le acaricié la cabeza. Nuestra confianza debió de desconcertar a los nazis, que cerraron la puerta.

—¡Deja al oso y vuelve con la coca y la pasta!

—¿Y si no, qué, payaso? —respondí.

—Los matamos. A todos —gritó desde dentro de la cabaña.

Sin pensar, Daniel, sin pensar, me aconsejé. Y nunca me he hecho más caso. Me quedé parado, bajo la lluvia, mirando la puerta de la cabaña. Una puerta vieja, de madera, con la ranura de un buzón que ya no se utilizaría. Me sacó de la abstracción Furaco restregando su cabeza contra mi pierna.

—¿Ya te has comido el lechazo, cabrón? —le pregunté cariñosamente.

Respondió frotándose el cráneo en mi cintura. Después siguió subiendo y se rascó contra mi costado, en trayectoria ascendente, hasta llegarme al sobaco.

—Quieto, que me haces cosquillas.

No se detuvo. De hecho, metió el hocico entre mi espalda y la mochila y empezó a dar lametazos. Era obvio que lo único que quería el oso morfinado era volver a comer magro. Me zafé de él, cogí un puñado de cerdo en adobo y lo metí en la ranura del buzón. Furaco corrió con ímpetu hacia la puerta. Con tanto, que calculó mal la distancia y golpeó la carne con el morro. El magro cayó hacia el interior de la cabaña, lo que contrarió enormemente al animal, que se puso de pie, rugió y, de una hostia con las patas delanteras, echó la puerta abajo.

—¡Hijo de puta! —gritaron los nazis.

—¡Destroza, Furaco, destroza! —le ordené aprovechando las circunstancias.

La cabaña era como me la había imaginado tras la descripción de Portilla: un espacio abierto, con la cocina a la derecha, una chimenea a la izquierda, una cama al fondo y un sofá en el centro de la estancia. Los nazis tenían a los secuestrados maniatados, sentados en el suelo, apoyados en la pared de la izquierda. Frente a mí estaba Lord Skin, a su derecha, Pelocho HTR, un armario con el pelo cortado como Cristiano Ronaldo, los reconocí porque deben de ser los únicos delincuentes profesionales que tienen en Twitter su foto real. A su izquierda estaba Fran H. Detrás de ellos, lo que quedaba del músculo narcoskin: Arturo Alv y Javi Móstoles. Los cinco, mirando al oso, desconcertados, preguntándose si lo que estaban viendo era real o no. Furaco, entre gruñidos, seguía a lo suyo: intentar romper la puerta para comerse la carne. Su técnica era sencilla, pero no por ello menos impresionante. Se levantaba sobre las patas traseras y se dejaba caer sobre las delanteras. Con cada acometida, temblaba toda la casa y la puerta se resquebrajaba. Si alguna vez quieren acojonar a alguien, les recomiendo que lo hagan así, entrando en una cabaña con un oso que destroza el suelo a su lado, pegado a su pierna y amarrado con una cuerda. Mis amigos me miraron como debió de mirar san José a la Virgen cuando le contó lo del Espíritu Santo: mitad asombrados, mitad incrédulos. Fue entonces cuando tuve unos segundos para reparar en ellos: Luis, Elisa, Portilla, David, Nacho y Ángel. ¿Y María? ¿Dónde estaba María? Busqué en el fondo de la cabaña. Busqué la manta y el bulto amarrado a la columna. No había nada. Furaco se irguió, rugió sacando toda la ira de su pecho y se dejó caer sobre la puerta, que saltó en mil astillas. Eso estaba muy bien, pero dónde coño estaba María.

—¿Dónde está mi mujer? —pregunté.

Lord Skin sonrió y me apuntó con una pistola. Sí, una pistola.

—Dime dónde está mi mujer o suelto al oso, hijo de puta. —Añadí.

—Saca al oso de la cabaña o te pego un tiro ya mismo —respondió.

Furaco se había comido el magro y puede que parte de la puerta. Ahora estaba concentrado en lamer el adobo que quedaba en el suelo. Lord Skin se acercó sin dejar de apuntarme con el arma. Le exigí telepáticamente al animal que dejase de lamer el suelo e hiciese algo, algo de oso, algo violento, algo que le diese continuidad a su entrada triunfal destrozando la puerta. Pero, cuando dejó el suelo limpio, volvió a caer en el embrujo de su mano. Se fascinó como se había fascinado antes de salir de su osera. Se miró una, la posó en el suelo y después se miró la otra. Supuse que el esfuerzo físico de su entrada le había reactivado el efecto de la morfina. Lord Skin sonrió y me apoyó la punta de la pistola en el pecho.

—Se ha tranquilizado tu oso, ¿no?

—Lo tengo amaestrado. Si me haces algo, te parte por la mitad.

—Sí, da toda la impresión —respondió—. La coca y el dinero, capullo.

Señalé con la cabeza la bolsa de deporte que llevaba en la mano. Le dije que estaba todo ahí, que se lo daría si soltaba a mis amigos y me decía dónde tenían a mi mujer.

—¿Y, si no?

—Suelto al oso. Estas son tus opciones: si me pegas un tiro, suelto al oso. Si no dejas que salgan mis amigos, suelto al oso. Si no me dices dónde coño está mi mujer, suelto al oso. Pero si los dejas salir, si los liberas a todos, te llevas lo que es tuyo, esto se acaba y no tiene por qué haber más muertos.

Lord Skin le echó un vistazo a Furaco, que seguía concentrado en examinarse las manos. Cosa ya de por sí bastante triste, pero que empeoró en ese mismo momento. El animal, que debía de andar buscando diferencias, dedujo que por qué iba a conformarse con observarse las palmas de las manos alternativamente cuando podía verse las dos al mismo tiempo. No le dio más vueltas y levantó las patas delanteras para acercárselas a los ojos. Simultáneamente. La consecuencia fue lógica: se cayó de morros.

—¿Todavía me vas a amenazar con Mitrofán? —preguntó Lord Skin señalando a Furaco, que se estaba viendo aquejado de graves problemas motrices que le impedían volver a ponerse en pie.

—¿Dónde está mi mujer, hijo de puta?

—Tu mujer está muerta.

Dijo tu mujer está muerta y me arrancó la bolsa de deporte de la mano. Lo vi reírse en mi cara. Le vi los dientes. La lengua. La pistola en mi pecho y la bolsa de deporte en el aire, volando hacia Fran H. Después, me dio un rodillazo en el estómago que me dobló por la mitad. Me faltó el aire. Recibí otro golpe en la nuca y caí al suelo. Le vi las botas al nazi. Las botas, tan parecidas a las botas del principio de esta historia, las botas militares de Andrés, el nazi barbudo. Vi cómo una de ellas se alejaba y después regresaba muy deprisa. Recibí el golpe en la mandíbula y me volteó en el aire. Caí junto al culo de Furaco, de costado. Algo se me estaba clavando en la pierna. Primero creí que sería una astilla, un pedazo de puerta, pero después recordé que llevaba en el bolsillo la jeringa con cocaína. No pensé. Se la clavé al oso en la nalga y presioné el émbolo. Furaco rugió y yo les grité a mis amigos que salieran. La bestia se puso en pie y volvió a rugir, esta vez, moviendo la cabeza de izquierda a derecha. Los nazis se paralizaron. Sangrando por la boca, me puse en pie y me lancé sobre Lord Skin. Caímos a las patas de Furaco, que seguía rugiendo, desconcertado pero brotando salvaje de la morfina, salvaje como no había necesitado ser nunca. Vi que mis amigos salían con las manos atadas a la espalda, que caminaban pegados a la pared y que llegaban a la puerta. Los otros cuatro nazis aún se estaban preguntando qué le pasaba al oso cuando le restregué el magro de cerdo a Lord Skin por la cabeza. Furaco lo olió y se levantó. Yo rodé hacia la izquierda. Desde el suelo, vi al oso erguido, arriba, inmenso. Después lo vi empezar a dejarse caer y cerré los ojos. Sonó a que se había reventado una sandía. Todavía en el suelo, junto al cuerpo de Lord Skin, salpicado por su sangre y por pedazos de su cráneo, abrí los ojos y miré a mi izquierda. Al líder de los nazis no le quedaba nada de cuello para arriba. Solo se veía a Furaco comiéndose el magro o lo que fuera.

Me puse de pie y contemplé la escena: un nazi muerto en el suelo con un oso encima y otros cuatro mirando el charco de sangre, los pedazos de cráneo y las astillas de la puerta. Me coloqué detrás de Furaco y recordé la frase: Tu mujer está muerta. Fue como si el suelo desapareciera, como si el mundo se borrase, como si me quedase en el vacío, pero no cayera. Tu mujer está muerta. Y yo flotando en la nada, rodeado de nada. Ni siquiera podía pensar en ella. Tu mujer está muerta.

Fran H pidió un bate. Alguien se lo lanzó y golpeó con él a Furaco en la cabeza. El oso quedó aturdido, cosa que quiso aprovechar Arturo Alv para pegarle un navajazo. Pero Furaco lo vio venir y de un zarpazo lo estampó contra la pared. Se fue a por él corriendo y, sin dejar que rebotase, le hundió las manos en el pecho. Las dos. Lo que más me impresionó fue la cara de Arturo Alv cayendo al suelo, con el pecho abierto, mirando cómo se le salían de las costillas el corazón y jirones de sus pulmones.

Pelocho HTR cogió una barra de hierro y le hizo un gesto a Fran H. Furaco aún le estaba rugiendo al último muerto y no vio que le venían dos nazis por la espalda. Le golpearon en la nuca. Los dos. Primero, con la barra de hierro. Después, con el bate. El animal se volvió a la izquierda y encontró a Pelocho, el nazi peinado como Cristiano Ronaldo que en realidad tenía mote de futbolista con pelo afro. Furaco se revolvió muy rápido. Se impulsó con las patas traseras y se lanzó a morder hacia la cabeza del nazi. Le hundió los dientes en el cuello y le arrancó la nuez. La sangre que le subía por la aorta le cubrió la cara. El corazón le latió aún tres o cuatro veces con fuerza; tres o cuatro disparos de sangre que llegaron al techo. Después siguió fluyendo, pero mansa, densa, brotando sin presión hasta empaparle la camiseta.

Fran H caminó de espaldas, con pasos cortos, sin querer hacer ruido ni perder de vista al oso, sin soltar el bate, en dirección a la puerta, en dirección a mí. Volví a recordar la frase: Tu mujer está muerta. Le arrebaté el bate un segundo antes de que tropezara conmigo. No le dio tiempo a volverse antes de que le golpease las corvas. Cayó de rodillas. Su grito atrajo a Furaco, que llegó con la cara roja de sangre y con espuma saliéndole por la boca. Fran se tiró al suelo y se hizo una bola, supongo que con la esperanza de que el oso se compadeciera. No fue así. Furaco le tiró de una bota y lo arrastró. Fran H empezó a gritar. Era obvio que el oso le estaba clavando los colmillos en el pie mientras lo llevaba al fondo de la cabaña. Fran H intentaba no perder su triste posición defensiva, la bola, el feto, la tortuga sin caparazón que se esconde en su propio sobaco. La pierna de la que lo estaban arrastrando empezó a dejar un rastro de sangre en la madera. El animal llegó a la pared del final de la cabaña, la pared de la columna a la que habían amarrado a María. Javi Móstoles estaba allí, paralizado a menos de un metro del oso y de su amigo, en una esquina, sin saber hacia dónde moverse o si moverse. Furaco comenzó a sacudir la cabeza con violencia. De un lado a otro, como si quisiera arrancarle el pie a Fran H.

—¡Javi, quítamelo, quítamelo! —le suplicó a su compañero.

Javi Móstoles dudó. Aún estaba ileso. Tenía a un oso a su lado, pero aún podía salir corriendo. Lo vi mirar hacia la puerta. Lo vi buscar una ventana. Lo vi observar a su jefe en el suelo, apreciar que la sangre que salía de su pierna empezaba a formar un charco. Lo vi entre el deber y la supervivencia. Entonces, Furaco, sin dejar de morder la bota, le sujetó a Fran H la espinilla con las patas delanteras. El nazi gritó no, como si alguien le hubiera dicho al oído lo que iba a ocurrir cuatro segundos después. Se oyó a Furaco resoplar sin soltar la bota. Estaba estirado, con la cabeza pegada al suelo y las manos por delante sujetando la pierna. Entonces avanzó. Avanzó sujetando la espinilla de Fran H contra el suelo y tirando de la bota hacia arriba. Clic, tibia. Clac, peroné. Después, volteó la cabeza y terminó de desgarrar los músculos que aún sujetaban la pierna.

Javi Móstoles se derrumbó, se dejó caer contra la pared, se tapó la cara y lloró. El llanto atrajo la atención del oso, que se colocó muy cerca de su cara, escuchando aquel sonido acuoso de mamífero traumatizado con la misma estupefacción con la que había escuchado el sonido de la bisagra antes de salir de su celda. Furaco lo olió y le lamió una mano. Javi Móstoles abrió los dedos. Fran H se arrastraba en dirección a la puerta. Javi Móstoles consiguió reducir la intensidad de su berrinche, se apartó las manos de la cara y Furaco le olió la nariz y la boca. Un segundo después, decidió averiguar a qué sabía aquello que estaba oliendo y comenzó a lamerle los mocos al nazi. Javi Móstoles, desconcertado pero viendo una salida, le acarició la cabeza al oso. Furaco respondió al cariño con ternura y volvió a lamerle la nariz. Y la boca. La nariz. Y la boca. Las manos del nazi empezaron a acariciar apartando, como las campesinas sometidas al derecho de pernada en la Edad Media. Pero al oso ya se le habían calentado las papilas gustativas y quería más mocos. Como el nazi empezaba a revolverse, le colocó una zarpa en el pecho y, cuando lo tuvo enfilado, le metió la lengua en la boca. Las arcadas de Javi Móstoles me hicieron recordar algunos momentos intensamente profundos de la pornografía británica. Furaco comprendió que había que darle una pausa y el nazi respondió al respiro tosiendo flemas. Furaco las lamió con ansia. El resto fue instinto. Cuando un oso descubre una colmena, primero mete la lengua, prueba la miel y, si le gusta, introduce la zarpa. Sustituyan ustedes la palabra colmena por la palabra cabeza. Furaco le forzó la boca y buscó hacia abajo. Se vio cómo a Javi Móstoles se le deformaba la garganta. El oso sacó la mano y se la chupó. Después, volvió a introducirla en la boca y buscó hacia arriba. Empujó y rompió algo. A Javi Móstoles se le salieron los sesos por la nariz. Fran H no pudo contener el vómito. Error.

Furaco corrió atraído por la pota. Fran H intentó escapar, pero el oso le cogió de la pernera del pantalón que se le había quedado vacía y tiró de él, otra vez, hacia el interior de la cabaña. El nazi no quería volver allí y se retorció hasta que perdió los pantalones. Furaco se deshizo de la prenda y se fue a por el hombre, que, desde el suelo, le lanzó una patada. Furaco sintió el golpe, pero, sobre todo, vio que la patada había dejado a Fran H con las piernas abiertas; que estaba en el suelo, sin pantalones, y con las piernas abiertas. Lo emasculó de un zarpazo. Creo que Fran H pudo ver antes de desangrarse cómo sus testículos y su pene se deshacían entre los dientes del oso.

Cogí un cuchillo de la cocina y salí de la cabaña. Le corté la cuerda de las muñecas a Portilla y le pregunté si sabía qué había pasado con María.

—Se la llevaron los dos de Santander después de que llamaras. Hará una hora. Dijeron que iban a matarla.