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EL CUERPO DE MARÍA

Mientras los desataba, mis amigos me contaron que María había recuperado la consciencia al poco de que volvieran a meterla en la cabaña, que no había dejado de tiritar desde entonces, que estaba amarilla y que los nazis la habían cubierto con mantas y colocado junto al fuego. También, que deliró por la fiebre, que lloró y que repitió mi nombre, que mi nombre había sido lo único que habían sido capaces de entenderle. Los nazis la abofetearon antes de llamarme. Despertó el tiempo justo para decirme Dani, no vengas. Después se desvaneció de nuevo y los dos de Santander se la llevaron cuando Lord Skin dijo que había llegado la hora de matarla. Me contaron todo esto y no respondí nada.

—¿Dani, estás bien? —me preguntó Luis.

—Sí.

—¿En qué piensas? —inquirió Elisa.

—En los pingüinos de la Antártida. —Respondí.

Era verdad. Uno cree que se va a desesperar cuando le dicen que su mujer ha muerto asesinada, pero yo no sentí nada. Después, pensé en un pingüino de la Antártida. Un pingüino del documental de pingüinos que se quedó de pie, solo, con el polluelo muerto de hambre junto a él, esperando a su pingüina. Cuando lo vi, me pareció que la muerte de su pareja me estaba doliendo a mí más que a él, que el pingüino solo se había quedado quieto, como si estuviera en el vacío, mientras los otros se marchaban. Pero la noche del viernes, a la puerta de la cabaña, comprendí que ese vacío es el verdadero dolor. Que no sientes nada, y ese es el dolor. Que no lloras porque sabes que si lo hicieses ni siquiera tú oirás tu llanto. Te dicen que han matado a tu mujer y caes en la Antártida, a setenta bajo cero, rodeado de tanto vacío que no te merece la pena dar un paso porque sabes que no hay escapatoria. Te gustaría estar llorando. Te gustaría necesitar que te abrazasen. Te gustaría querer el consuelo de alguien y recibirlo como si te sirviera, pero no puedes hacerlo. Estás en el vacío. No sientes. Y piensas.

—Venga, Dani, vamos al coche, que al final va a salir Furaco —me dijo Portilla echándome un brazo por encima para que empezase a caminar.

—Id yendo vosotros, necesito un segundo.

—Tienes el tiempo que quieras, pero no te quedes aquí. Aléjate un poco.

—Que sí, que sí. —Respondí para que se fueran.

Lo hicieron. Caminaban despacio, casi cojos, casi tiesos, sin saber todavía qué golpes de los que habían recibido iban a ser peores.

—Al pingüino lo que le pasa es que no le quedan más cojones —me dijo la voz interior.

—¿Qué?

—Que por muy pingüino emperador que sea, comparado con un león marino es un mierda.

—¿Y qué? —pregunté.

—Pues que sabe que solo le queda volver al mar y que, tarde o temprano, a él también se lo va a acabar comiendo una hija de puta de foca. Si yo fuese él, también preferiría quedarme parado en la Antártida y morirme de hambre antes que llenarles el estómago a los que han matado a mi pingüina.

—Ya.

—Pero nosotros no somos pingüinos.

Miré al cielo, había dejado de llover. Mis amigos me esperaban en los coches y Furaco, incomprensiblemente, me miraba con parsimonia tumbado junto al cadáver de Fran H.

—Ni nosotros somos pingüinos ni ellos son leones marinos. —Respondí—. Hay que vengarse.

—No seas idiota, Daniel.

—¿Idiota?

—Vengarse es de imbéciles —respondió.

—¿Qué?

—Los nazis querían vengarse. Mira dónde están.

—Quedan dos. Y han matado a María.

—Y los vamos a matar, pero no eres tan tonto como para hacerlo por venganza. Lo vas a hacer, pero porque es la única manera que tienes de salir de la Antártida. Los vamos a matar, pero porque necesitas que mueran para que esto termine. Necesitas que mueran y encontrar el cuerpo de María para empezar a llorar. Por eso, y no por venganza, los vamos a matar.

Me pareció que lo que estaba diciendo la voz interior tenía sentido. Y que, si no lo tenía, al menos me permitiría pasar las siguientes horas ocupado en algo, pensando en cualquier cosa que no fuese la palabra viudo. Decidí entrar en la cabaña para coger el móvil de Fran H.

—¡Quieto! ¿Qué haces? —preguntó la voz interior.

—Ir a por el móvil de uno de estos hijos de puta para llamar a los que han matado a María y preguntarles dónde están.

—Una idea magnífica si no fuera porque entre tu mano y esos teléfonos hay un oso.

—A mí Furaco no me hace nada.

Fue poner un pie en la cabaña y Furaco me enseñó los dientes. Puse el segundo y se levantó a rugirme.

—Furaco, tranquilo, que soy yo —le dije muy despacio.

Pensé en el encantador de perros, que es un adiestrador que hace un programa en la tele. Todo lo que ese hombre ha necesitado aprender en la vida para hacerse rico es que a los animales hay que tratarlos sin miedo y con autoridad. No enseña otra cosa, y le funciona. Así que puse en marcha su truco y le hice ver a Furaco que yo era el líder de la manada.

Caminé de frente a él, mirándole a los ojos. Me sostuvo la mirada. Seguí caminando con mucho aplomo, sin quitarle la vista de esas dos canicas negras que tiene por globos oculares. Me erguí para parecer más grande. Él respondió tensando los músculos, se le veían rebotar debajo de la piel como si pudiera repartir descargas de furaquina entre ellos a capricho. Pensé que era el equivalente en oso a lo que hacen los humanos frente a los espejos de los gimnasios.

—Easy, Furaco, easy. —No sé por qué, cuando queremos que un animal nos entienda, le hablamos en inglés. Sin embargo, cuando queremos que un inglés nos entienda, le hablamos mediante signos y sonidos guturales.

Seguí avanzando. Furaco bajó la cabeza y la voz interior, que debe de ser taurina, me dijo olé, está humillando. Me concentré en que mi cuerpo produjese un olor contrario al miedo que hiciese que Furaco se rindiese definitivamente como mi siervo. Lo tenía a dos metros. Vi que sobre el mármol de la cocina había dos móviles cargando. Ya estaba. Volví a mirar a los ojos de Furaco y le comuniqué mentalmente que me iba a girar para coger los dos teléfonos, pero que ni se le ocurriera pensar que darle la espalda significaba abdicar, que, simplemente, yo, que era el líder, iba a atender tareas que él, por su intelecto de oso, no iba a comprender por mucho que se las explicase. Así que le ordené que no se moviera y que actuase como lo estaba haciendo. Es decir, sumisamente. Me di la vuelta y me atacó.

Logré dar dos zancadas y subir de un salto a la encimera. Furaco le dio tal cabezazo a los cajones que creí que podría acabar con el mueble de dos arietazos. Afortunadamente, él no pensó lo mismo. Se irguió sobre las patas traseras y me rugió. Me gustaría decirles que no me impresionó porque estaba harto de verlo, pero hay cosas a las que nos cuesta acostumbrarnos. Por suerte, había una sartén con aceite en el fogón. Por cómo olía, los nazis debían de haberse puesto a freír croquetas.

—Mira, Furaco, aceite español, el mejor del mundo. De bueno que es, los italianos nos lo compran a granel y lo envasan como si fuese suyo. —A veces, cuando estoy nervioso, digo cosas que no son necesarias, pero a Furaco aquello le llamó la atención y cuando dejé caer la sartén al suelo chupó el aceite como si llevase toda la vida esperándolo.

Vi que la pared de detrás del fogón era la clásica pared de cocina española. Lo que significa que tenía colgados chorizos y morcillas. Conociendo la transversalidad culinaria del oso y su apetito, era lo que necesitaba para emprender una maniobra de distracción cuando tuviera que salir de la cabaña. Me guardé los embutidos en el bolsillo del abrigo, cogí uno de los teléfonos y miré las últimas llamadas. Debía de ser el de Lord Skin, porque había telefoneado a Manu y a Joaquín, el ultra de Santander. Pulsé sobre su nombre y esperé a que diera tono preguntándome cómo iba a imitar la voz del nazi jefe.

Entonces oí que sonaba un teléfono. Sonaba lejos, pero cerca. Sonaba como si estuviera dentro de un bolso, como si estuviera en otra habitación, pero como si estuviera. Miré alrededor. Vi los cadáveres y ninguna puerta. No había otra habitación en la cabaña pasiega. Miré al techo y miré al suelo. Vi a Furaco lamiendo el aceite. Me concentré en el sonido. Era como si viniese de abajo, de debajo de la tierra. Colgaron. Volví a llamar. Dio dos tonos y colgaron. Volví a mirar a Furaco. A la lengua de Furaco. Y vi el aceite, cayendo entre los tablones del suelo. Después lo imaginé goteando. ¿Goteando dónde? Goteando en la cuadra que tienen debajo todas las cabañas pasiegas.

Cogí un cuchillo y salté por encima del oso. Atravesé la puerta y me separé de la cabaña. Corrí alrededor y encontré la segunda puerta. Lo bueno de las cuadras es que son como las celdas, siempre cierran por fuera. Abrí, metí la mano, palpé y encontré el interruptor de la luz. Encendí y los vi, frente a mí, juntos, bien peinados, con sus abrigos de aguas y su pelo color negro zapato castellano.

Había algo en el suelo, tapado con una manta. Ellos lo miraron y luego me miraron a mí. Supe que era el cuerpo de María, pero necesitaba que me lo dijeran.

—¿Qué hay ahí? —pregunté.

—Tu mujer —respondió el más alto, el cabrón de Joaquín.

—No os mováis —les dije amenazándolos con el cuchillo. Ellos levantaron las manos, negaron con la cabeza y dieron unos pasos atrás.

Me agaché. Volví a ver a María en la fotografía de las dunas de Liencres, aquel invierno, nuestro primer invierno, en el que ella me sonreía a mí y no a la cámara. La vi tan guapa que me dio miedo apartar la manta. Temí que el recuerdo de esa fotografía se borrase de mi cabeza como la imagen de María y que fuera sustituido por lo que hubiera debajo de la manta. Empecé a descubrirla. El pelo mojado, sucio, con hojas y hierba. Despeinada. La cara hinchada. La piel amarilla. Los ojos cerrados. Y la nariz, su nariz tan blanca, su nariz pequeña, rota, amoratada y cubierta de sangre seca. Su nariz moviéndose. Su nariz respirando. Los muertos no respiran, me dije lentamente. Los muertos no respiran y María está respirando. Estaba fría y temblaba. Estaba desnuda, tirada en el suelo y temblaba. Le acaricié la cara y la arropé con la manta cerrando bien la zona del cuello, como se hace con los niños cuando se les acuesta. Junté mi mejilla a la suya mientras la abrazaba. María, María, le susurré mientras la besaba. La abracé y quise darle todo el calor que había en mi cuerpo. La abracé mientras olía su pelo, su piel y la besaba. María, María. María. Estás viva, María, le susurré. Entonces abrió los ojos y se le cayeron las lágrimas. Estás viva, María, le dije.

—¿Sí? —preguntó.

—Sí. —Respondí.

—Porque sabía que ibas a volver —susurró.

La cogí en brazos. Los dos ultras santanderinos estaban al fondo de la cuadra, pegados a la pared, esgrimiendo un rastrillo y una azada.

—Soltad eso y salid delante de mí —les ordené.

—Por favor, no dejes que el oso nos haga nada.

Furaco estaba en la puerta, como si no se atreviera a entrar. Yo ni siquiera me había acordado de él.

—Nos ordenaron matar a tu mujer, pero no lo hicimos —dijo el que llevaba el rastrillo.

—Por favor, dile al oso que se esté quieto —suplicó el otro.

Furaco seguía en la puerta, mirando. Yo tenía a María en brazos. La sentía temblar. Sentía cómo mis manos ardían sobre su piel helada. Estaba rota, casi no tenía fuerzas para agarrarse a mi cuello. Y, sin embargo, sonreía cuando yo la miraba.

Conseguí liberar una mano, cogí los chorizos y las morcillas y los moví en el aire.

—¡Mira, Furaco! ¡Mira! —grité.

Los tiré al fondo de la cuadra. Dejé pasar a la bestia y al salir cerré la puerta. De camino a los coches, le dije a María que todos estaban bien, que nos estaban esperando, que nos íbamos a casa. Ella sonrió con pena y se le volvieron a caer las lágrimas.

—Dani, ¿podrás quererme alguna vez como antes? —me preguntó.

Me había preparado para responder a esa pregunta desde que vi las fotos que Juan H me envió al móvil de Manu. Me había preparado para decir que no lo sabía, que tenía que darme tiempo, que me había hecho mucho daño. Me había preparado para decirle que no, pero despacio. Sin embargo, tuve que decirle la verdad.

—No, mi amor. No te voy a poder querer como antes. Te voy a tener que querer mejor que nunca.