14
LA CASA
Hemos metido a Manu en el maletero de la Scenic, con el otro.
—¿Y si se despierta y empieza a dar golpes ahí adentro? —he preguntado al cerrar el portón.
—Ponle más cloroformo y lo amarramos. Estaremos aquí en un par de horas.
Más cloroformo, sabiendo por qué la medicina dejó de usarlo en las operaciones, significaba que las probabilidades de palmar de Manu aumentarían. No ponérselo, haría que se disparasen las nuestras de ser encarcelados. Llegados a este punto, las prioridades estaban bastante claras, así que le he hecho inhalar del trapo durante otro par de minutos, quizá tres, y hemos dejado mi coche en un aparcamiento para los senderistas que se internan en la Morcuera. No era de esperar que un miércoles de febrero a las tres de la tarde estuviera muy concurrido.
Hemos bajado hacia el otro lado del puerto buscando una zona menos transitada. Por esa vertiente la carretera se estrecha y se reduce la vegetación. A unos quince kilómetros del siguiente pueblo, Rascafría, hemos llegado a una planicie; una mierda de sitio en el que lo único que pides es que no se te pinche una rueda atravesándolo por la noche mientras vas escuchando a Iker Jiménez. Pero nosotros esperábamos, además, otra cosa. ¿Qué cosa? Es posible que mi padre tuviera una idea más realista, pero yo lo que quería encontrar era un agujero de gusano que nos permitiera viajar en el tiempo o una casa con aspecto de puticlub, los neones de un puticlub y el misticismo venido a menos de un puticlub pero que no fuera un puticlub, sino un local donde una negra ciega y muy misteriosa nos dijera se aceptan muertos y secuestrados, otorgo inmunidad ante los ojos del destino y venganza para los despechados, entre, bese mi mano y escoja la pastilla azul si quiere que todos sus problemas desaparezcan. En ese escenario iba pensando yo cuando mi padre ha exclamado:
—¡Mira ahí!
—¿A dónde?
—Al este.
—No veo nada.
—A tu derecha, cojones.
—¿Qué?
—¿No parece una casa? —ha preguntado mientras frenaba—. Sí, es una finca. Y tiene camino.
¿Camino? ¿Dónde coño ha visto mi padre el camino? Eso habrá sido, como mucho, una entrada para mulos. Y hace cincuenta años. Recorridos diez metros, desaparece. Y lo peor es que aún queda casi un kilómetro de tierra seca, piedras, arbustos, zanjas y algún árbol que sabe Dios por qué ha ido a nacer ahí.
—Esto es lo que necesitamos, Daniel.
Tenía razón. Es una casa grande de agricultores que llevará abandonada más de treinta años. El tejado de la vivienda se ha caído casi entero. Donde tendría que estar el patio, hay matojos, zarzas, hierbas, varias toneladas de hojas secas, una carretilla que fundamentalmente es óxido, una mesa de hormigón rematada con azulejos y los restos de una alberca. Junto a la casa, y bastante mejor conservado que ella, está el granero o pajar o cuadra, como lo llamen en Castilla, aunque por las dimensiones, las diferentes estancias, los bebederos, los comederos y demás obviedades, hasta un ignorante como yo puede deducir tras dos minutos de observación que el edificio habrá servido para almacenarlo todo: aperos, animales, trigo, cebada, maíz…, lo que tuvieran.
—¡Qué raro! —ha dicho mi padre.
—¿Qué pasa?
—Esto. —Y ha señalado el suelo con el pie.
—¿Qué es eso?
—Restos de vacas. Yo diría que de tres. Ves: los cráneos, los cuernos, esto parece una pelvis…
Después de la sorpresa que sufre una persona del norte poco viajada cuando le certifican la existencia de vacas en cualquier sitio que esté de Burgos para abajo, examiné los restos. Había que descifrarlos porque el suelo ya lo había absorbido casi todo. Lo que quedaba parecía cartón con algún pelo y cuatro huesos, pero si mi padre decía que allí había tres vacas, habría tres vacas. En cualquier caso, los restos estaban secos y el sitio, en su conjunto y para lo que nosotros lo queríamos, seguía siendo extraordinario.
Entramos en la vivienda. A la segunda planta ni siquiera hemos subido porque el tejado la ha sepultado. En la cocina hay cacharros escurriendo bajo treinta, cuarenta o doscientos años de polvo. También hay silencio. Mucho silencio. Tanto, que me he relajado por primera vez en estos días. He caminado hacia el salón como si conociera el camino. Me he encontrado con el clásico mueble oscuro con tele vieja. Me he dejado caer en el sofá, frente a la tele, como si fuera a verla. Me he relajado tanto que he tenido la ocurrencia de ponerme a golpear repetidamente el reposabrazos del tresillo, como diciendo hogar dulce hogar. Error. Los golpes han sacado de la tela a un ejército de ácaros en formación que debía de llevar décadas esperando la llegada de algún alérgico incauto como yo para ponerle los ojos rojos y hacerle estornudar. Después, toser. Después, ahogarse y, después, en medio de una crisis por deuda de oxígeno en sangre que solo se podía solucionar con Ventolin, ser ignorado por su padre, que, desde la habitación del final del pasillo, ha gritado:
—¡Ven aquí, Daniel, que nos ha tocado la lotería!
Con los ojos hinchados y respirando como si los pulmones se me hubieran transformado en uvas pasas, he ido. Al principio del pasillo, las lágrimas me caían por la barbilla. Dos pasos más allá, los mocos han acudido a completar mi imagen de héroe. Mi padre, no contento con ignorar mi asfixia, ha tenido a bien ponerse a quitar telas de araña del marco de la puerta golpeándolo con una manta de la que han salido varios millones más de ácaros furiosos. He ido a decir algo, pero me ha derrapado la tráquea. Un segundo después, he dejado de ver.
—¡Bebe agua! —ha gritado mi padre, como si estuviéramos en el patio de una casa árabe y el agua sea algo que brota por aquí.
—¡Tose, hombre! —Y ha empezado a darme golpes en la espalda. Yo he levantado una mano, queriendo decirle que parase, que no me había atragantado con un hueso de pollo. A lo que él ha respondido dándome más fuerte. Me he puesto en cuclillas. Estaba respirando como un enfermo terminal de cáncer de pulmón. Mi padre ha dicho putas alergias, aunque en realidad lo que estaba diciendo era en la vida he tenido yo alergia. Por si acaso servía de algo, ha seguido curtiéndome el lomo a palmotadas mientras tanto. Penosamente, he encontrado un ritmo al que respirar, aunque todavía no podía abrir los ojos. Le he escuchado decir que nos han criado entre algodones y que ha leído que por eso tenemos tantas intolerancias. Unos segundos después, sin dejar de darme hostias en la espalda, ha dicho que ahora es peor, que con los elecaseimunitas y esas chorradas los niños ya no se acostumbraban a combatir la mierda.
—Por eso, yo no lavo nunca las manzanas, para que el sistema inmunológico no se me duerma. Tienes que acostumbrarte, que el cuerpo se enfrente a ello. Así. Respira. Respira. ¿Ves? Ya estás mejor. —Yo no estaba mejor, pero sí hasta los cojones de escucharle. Así que me he erguido, he abierto los ojos con la sensación de estar metiendo las pupilas en cebolla y he intentado poner la cara de Clint Eastwood que tengo tan ensayada.
—Bueno, ya estás. Mira lo que hay en el dormitorio: ¡Un viejo!
¿Un viejo? ¿Cómo iba a haber un viejo? ¿Y por qué el viejo no había dicho nada? ¿Cómo podía vivir alguien rodeado de tanta mugre? ¿Por qué camino se supone que salía a hacer la compra? ¿Era sordo, o mi padre le llamaba viejo a la cara sin más? ¿Podía yo responder a todas estas preguntas por mis propios medios? No, estaba ciego, aún no respiraba bien y hablar para demandar información era un lujo que no podía permitirme. De alguna manera, mi padre lo ha entendido. Pero en vez de hablarme o sacarme de allí para que pudiera respirar aire limpio, ha decidido meterme en la habitación del viejo. Yo llevaba los brazos extendidos para no chocar. Él me iba guiando cogiéndome de la cintura y diciendo a la derecha, un pasito a la izquierda, uno hacia delante. Agáchate. Toca la cama. Eso es. Siéntate ahí. Dame la mano. Déjala tonta. ¡Déjame llevarte la mano, Daniel! Ya casi está.
—¡Ahhhhh! ¡Joder, papá, esto es un muerto!
—Pues claro, hombre. ¿Qué va a ser?
—¿Y me haces tocar un muerto?
—Que es un esqueleto, coño. Lo único que tiene es un poco de pelo, un pijama roído y la dentadura en la mesilla de noche.
—¿Y por eso lo tengo que tocar?
—A ver, Daniel, piensa.
—Papá, lo que necesito ahora es respirar. Sácame de aquí.
—Levanta, anda. A la derecha. De frente. Estira las manos, que te das con la puerta. A la izquierda y ahora todo recto. Voy contigo. ¿No te das cuenta, Daniel, de que este señor lleva muerto en esta cama cuarenta años? Podemos dejar al nazi aquí tirado y santas pascuas, no nos hace falta ni enterrarlo.
—Un plan cojonudo si no hubiéramos secuestrado al otro esta mañana —he respondido.
—Manu… Mira, hay que ser realistas. Manu, metido en el maletero, con la cantidad de cloroformo que le hemos puesto y el metano que estará saliendo de su amigo, tiene todas las papeletas para venir a hacerle compañía a este señor.
—¡Pero si tenemos que interrogarlo!
Y me ha sonado el teléfono.
—¡Daniel!
—Hola, Juan.
—¿Dónde coño andas?
—En Madrid.
—Eso lo supongo. Me acaban de llamar los de SIMICO, que hace media hora que tendrías que estar allí.
La madre que me parió.
—Ya, ya. Es que estoy en el hospital. Me ha dado un ataque de alergia y me han traído a urgencias.
—A ver, caballero. —Mi padre, que para este tipo de situaciones tiene un instinto que es la hostia—, no se puede quitar la mascarilla. Por favor, cuelgue el teléfono.
—¿Te han ingresado?
—No, estoy en un box.
—Haberme avisado, hombre, que lo de esta gente es gordo. ¿A qué hora vas a salir de ahí?
—¿Hoy?
—Sí, Daniel, hoy. Supongo que por un ataque de asma no te van a tener ahí hasta mañana. Tú no te preocupes, que la gestión con SIMICO para retrasar un rato la reunión te la hago yo. ¿A qué hora sales?
—Espera, que le pregunto al médico. ¿Oiga, en cuánto tiempo estaré para irme?
—En cuanto le haga efecto el antirrábico, el ansiolítico, digo el antihistamínico. Y la otra cosa que le hemos puesto.
—Pero ¿qué te ha tocado, un médico sudaca o qué? Madre mía, la Seguridad Social… Dile que te ponga cortisona y en dos minutos estás bien. Voy a llamar a los de SIMICO y te informo. A ver si os podéis reunir hoy a última hora.
Y ha colgado.
—Papá, me tengo que ir a una reunión.
Hemos salido de la casa y hemos conducido hasta el aparcamiento de senderistas, a recoger la Scenic con los dos nazis. Mi padre, que ha respondido que en peores plazas ha toreado cuando le he preguntado si podría llegar con mi coche hasta la casa por ese camino de piedras, iría despertando a Manu y ocultando al muerto en algún sitio mientras yo estaba fuera. Yo volvería con sacos de dormir y comida cuando terminase la reunión. Después, empezaríamos a interrogar al nazi vivo. Me he puesto el traje y me he ido a SIMICO. Juan me había cerrado la cita a las seis y eran las cinco y media.
No sé cómo, les he vendido un montón de tricotosas. Al salir, he recibido un mensaje de mi padre.
Papá:
Este chaval no vuelve en sí.
Yo:
Qué has hecho con él?
Papá:
Nada, lo tengo tumbado en el salón.
Yo:
Mientras no palme.
Papá:
No sé.
Yo:
No jodas.
Papá:
Oye, no paran de llegarle mensajes al móvil. Un tal Kike le dice que tendría que haber pasado a las seis a recoger coca. Ya le ha preguntado cuatro veces dónde coño se ha metido.
Le he pedido que ignore el asunto y que me avise si se despierta. Me he puesto el chándal, el gorro y las gafas de sol y me he ido a Decathlon, donde, como era de suponer dado mi aspecto, el guardia de seguridad no se ha despegado de mí. Mientras escogía los sacos de dormir, he vuelto a escribir a mi padre.
Yo:
Qué tal va?
Papá:
Sigue dormido. No sé yo…
Yo:
Se despertará, seguro.
Papá:
Estoy hablando con Kike, menudo cabreo tiene. Pero yo creo que lo estoy desactivando.
Yo:
???
Papá:
No para de preguntar dónde estoy.
Yo:
Dónde estás tú o Manu?
Papá:
Manu, cojones.
Yo:
Y???
Papá:
Le he dicho que te estoy siguiendo.
Yo:
A mí?
Papá:
Sí, que creo que sé dónde duermes, pero que luego le confirmo. Y que no se lo cuente al resto porque estás obsesionado con la seguridad y a la menor sospecha vas a salir por piernas.
Yo:
Joder, papá.
Papá:
Tranquilo, que está controlado.
Yo:
Estoy allí en una hora.
Cuando he llegado a la casa no había rastro de Manu. He encontrado al nazi muerto en el granero. Mi padre y la Scenic también han desaparecido.