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RECICLAR ORINA

—La Virgen, cómo me han dejado las costillas. Voy a tomar unos vapores. —Después de decir esto, mi padre ha abierto la bolsa de deporte y ha sumergido la cabeza entre los billetes—. Ay, cómo alivia, Daniel.

Teniendo en cuenta su estado, ese esfuerzo por que a mí me cambiase la cara me ha parecido encomiable, pero yo no tenía ánimo para reírle la gracia. No se me iba de la cabeza que María necesitaba un hospital y que el capullo de Fermín seguía resistiéndose a publicar cualquier cosa sobre el cántabro huido. Sin eso, íbamos a tener que salvarla nosotros solos. A pelo y deprisa. Para completar el cuadro de incertidumbres, tampoco sabíamos si la policía estaría deteniendo a Fran y a su cohorte de ultras o si los dejaría libres y buscándonos. Mi padre, pese a que ha intentado hacer la broma de los vapores, estaba pensando lo mismo que yo. Ha comprendido que no me iba a reír, ha tirado la bolsa del dinero al asiento de atrás y ha encendido la radio.

Según un periodista desplazado a la zona, los registros continuaban en Valdemingómez, aunque aún no se había confirmado si estaba allí el foco de la infección. Tampoco, si los tres jóvenes que la policía mantenía retenidos en la puerta de la nave habían estado expuestos al virus o si mostraban síntomas de contagio. El presentador del programa ha anunciado que se acababa de convocar una rueda de prensa extraordinaria en Moncloa y que comparecerían los portavoces del gabinete de crisis del Gobierno: la vicepresidenta, la ministra de Sanidad y el ministro de Defensa. Estaba por confirmarse la hora. Después, han saludado a un epidemiólogo al que han preguntado por las formas de transmisión de enfermedades desconocidas. Evidentemente, el hombre no ha sabido qué responder ante semejante muestra de inconcreción y al periodista no le ha quedado más remedio que esforzarse y afinar la pregunta:

—¿Un virus de tipo rabioso, como parece el caso, se transmite por mordeduras, por arañazos, por el aire?

El médico ha respondido que, por lo que él ha visto, el virus solo se está transmitiendo por la tele. Como no le han reído la gracia, ha argumentado que no se sabe si estamos ante un virus u otra cosa, y que no existe literatura médica sobre nada parecido a transformaciones zombis o lo que sea que está sucediendo estos días en Madrid. Al otro periodista que estaba en el estudio esta respuesta ha debido de parecerle una puta mierda, una nota disonante y templada en el caos que ellos estaban teniendo el placer de narrar en directo, así que ha lanzado la hipótesis de la guerra bacteriológica, de los virus de diseño y de su inoculación en acciones militares o terroristas. ¿Podríamos estar ante algo así?, ha preguntado finalmente para justificar su perorata. Supongo que al médico se le estaba secando la boca de tanto oír estupideces, por lo que ha preferido no responder a eso argumentando que no iba a hacer suposiciones sobre un tema tan delicado. Evidentemente, han tardado menos de cinco segundos en decirle adiós, han puesto de fondo una música épica tipo Braveheart y el programa ha continuado con crónicas que relataban el desabastecimiento que se ha producido hoy en los supermercados madrileños, la multiplicación por diez del precio del agua embotellada en 24 horas, colegios vacíos, cajeros automáticos secos, tiendas de armamento militar arrasadas, caras con mascarillas, machetes en la Gran Vía, hachas en los salones, comida en conserva, farmacias sin género y gasolineras con el cartel de no hay gasóleo. También se ha agotado el libro de Max Brooks titulado Zombi, Guía de supervivencia.

—La que has liado, Daniel. Está España entera comprando libros —ha comentado mi padre.

Esta ocurrencia no se la he reído porque estábamos pasando por Miraflores de la Sierra flipando de hito en hito. Hemos visto a tres o cuatro hombres clavando tablones en las ventanas de sus casas, al dueño del supermercado gritando en la puerta que solo le quedaban legumbres: No, agua no hay, caballero, y zumos tampoco. No nos queda ni Pepsi, señora. Y: ¡Oiga, que eso hay que pagarlo! Unos metros más allá, hemos visto a madres que llevaban a niños de la mano caminando muy deprisa, a un grupo de cazadores con perros a los que unos chavales les hacían fotos y que la cola para repostar gasolina medía más de un kilómetro.

Después de cruzar el pueblo a toda hostia, he subido la Morcuera sin dejar que el Aníbal bajase de cuatro mil revoluciones por minuto. Por si no lo saben, eso es mucho. Tanto, que el ruido del motor nos ha impedido seguir escuchando las noticias. Al otro lado de la montaña hemos perdido la señal, y mi padre ha preferido apagar la radio y agarrarse al asiento que ponerse a enredar en el dial. He bajado acelerando en la salida de todas las curvas. El Santana se ha querido ir de atrás en cada una de ellas, pero cada vez que he pisado el acelerador ha vuelto a agarrarse al suelo y encarado, como tenía que hacerlo, la siguiente recta. Nunca había conducido tan concentrado. Nunca había bloqueado las ruedas. Nunca había dejado goma sobre el asfalto. Nunca había bajado un puerto pensando que toda la carretera estaba puesta para mí.

—¿Cómo haces para ver que no viene nadie en sentido contrario? —ha preguntado mi padre cuando casi estábamos abajo.

—¿En sentido contrario? Ni lo había pensado, papá —he respondido.

Cuando hemos llegado a la entrada del camino de mulos, he tirado del freno de mano y he dado un volantazo a la derecha. La inercia de la parte trasera del Aníbal me ha obligado a contravolantear, meter primera y acelerar a fondo. El todoterreno se ha puesto de frente al camino y he seguido la línea recta que llevaba hasta la Scenic. No me he molestado en esquivar ni un bache.

Mi padre se ha bajado con la agilidad del hombre de hojalata y se ha subido a la Scenic como quien toca casa jugando al escondite. Ha dicho que el suelo estaba más seco que por la mañana y que creía que podía sacarla de allí sin problemas. Ha arrancado, metido primera y levantado poco a poco el embrague. Por un momento, ha parecido que iba a lograr tener tracción, pero al pisar el acelerador la rueda trasera ha vuelto a moverse en el aire y a escupir barro.

—¡Hace falta calzarla! —ha gritado asomándose por la ventanilla—. Ve a la casa y trae una tabla larga, que la sacamos en dos minutos.

Podría haberle obedecido, pero no me ha salido de los cojones porque he tenido una idea del tipo que mi padre no se atreve a rechazar. Es decir, una idea más masculina que la suya. Le he respondido que no se moviera y que pusiera punto muerto. Me he subido al Aníbal, he arrancado y me he colocado detrás de él, apoyando el morro del todoterreno en la bola de remolque de la monovolumen. He acelerado despacio, sin terminar de soltar el embrague. He notado el peso de la Scenic delante y el empuje del Santana detrás. He soltado un poco más el embrague y hemos empezado a avanzar. La Scenic ha vuelto a apoyar las cuatro ruedas en el suelo y el Aníbal ha metido su enorme neumático en el socavón donde había dejado de hacer pie el coche de mi empresa. Podría haber avanzado sin más, pero he preferido hacer una pausa dramática. Me he detenido. He dejado que el todoterreno se posara, que hundiera su pezuña en el barro. Lo ha hecho. Mi padre ha sacado una mano por la ventanilla, queriendo aclararme que aún no había superado la pendiente, que la furgoneta no podía salir sola de allí, que qué cojones hacía parándome en el momento decisivo. He dejado pasar unos segundos y he vuelto a levantar el pie del embrague y a acelerar suavemente. La rueda del todoterreno ha arañado el suelo, le ha clavado los tacos y ha salido con firmeza del fango. He pensado que se estaba cerrando un círculo, que mi caída había empezado con Manu y Andrés dándole golpes traseros a la Scenic y que estaba terminando conmigo empujándola por el mismo sitio para sacarla del agujero. Me ha parecido una señal. Una buena señal. La estructura circular de un cuento de Cortázar que, aunque sin magia ni belleza, estaba anunciando el final de la historia. Pero he recibido un mensaje de Fran H:

Gracias. Si no os hubierais llevado la farlopa, a estas horas estaríamos detenidos. Atentamente, Fran. Por cierto, nos vemos pronto.

Me he bajado del Santana sin responder. Mi padre me ha pedido que le acercase el cinturón de seguridad a la mano. Lo he hecho y he visto que le ha dolido incluso anclarlo. Le he preguntado si estaba seguro de que podía conducir y ha respondido que sí, que mi cochecito de comercial puede manejarlo un niño de metro veinte, que nos fuéramos de allí cagando virutas. Le he curado como he podido con el botiquín que llevo en la guantera, le he vendado la frente y le he dicho que me siguiera, que con la alerta sanitaria que había decretado el Gobierno las salidas de Madrid por autovía estarían llenas de controles. Hemos conducido hasta Aranda de Duero por carreteras comarcales y nacionales. Antes de llegar a ese pueblo, mi padre me ha llamado para que parásemos a tomar un café y ver por dónde seguíamos.

—Me meto en la siguiente gasolinera —he respondido.

—No, sigue hasta el Hotel Aranda, que tienen pasteles de Belém.

—¿Qué?

—Pasteles de nata portugueses.

—Ya sé lo que son, papá.

—Pues eso. Y no veas cómo hacen el lechazo.

—No vamos a comernos un lechazo.

—Ya, hombre. Tú tranquilo.

Hemos aparcado en la puerta del hotel, que en realidad también es restaurante, tienda de vinos, cafetería, carnicería y repostería. El paraíso para mi padre.

—¿Qué tal vas, papá?

—Esa furgoneta apesta a muerto, deberíamos haberla tirado por un barranco —ha respondido—. ¿Sabes algo de los hijos de puta estos?

—Les han dejado libres. Nos están buscando.

—Pues que nos encuentren, que ahora jugamos nosotros en casa.

Nos hemos sentado en los taburetes de la barra y he pedido los cafés y los pasteles de nata.

—Jugamos en casa, pero son cinco, papá.

—Son tres tontos que no han tenido cojones de sacarme una palabra en toda la mañana y dos niños pera de Santander cuyo único mérito, que sepamos, ha sido darle una paliza a tu mujer.

—Nosotros somos dos. Y tú no puedes ni atarte los zapatos —he contestado.

—Por eso vas a llamar a tus amigos.

—¿A mis amigos?

—Sí, que nos ayuden.

—No.

—¿No? —ha preguntado.

—No. Ya he jodido a bastantes personas con esto —he respondido.

—Si no les llamas, sí que nos vas a joder bien jodidos.

—¿Y qué crees que va a pasar si les llamo? Ya te lo digo yo: un desastre.

—Seremos más.

—Mis amigos no son criminales. No nos hemos metido en una pelea en la vida. Ni siquiera han repetido curso. Son ingenieros, recepcionistas, fisioterapeutas y peritos. Hay que pensar otra cosa.

—No —ha respondido.

—¿Que no qué?

—Que no, que ni Portilla es recepcionista de hotel, ni Nacho es representante de Vodafone, ni Ángel es constructor de puentes, ni tú eres vendedor de máquinas de coser. A ver si te entra en la cabeza, Daniel, que una cosa es a qué te dedicas y otra lo que eres. ¿Y sabes lo que sois vosotros desde hace veinte años?

—¿Qué?

—Amigos.

—Por eso no voy a dejar que esto les salpique. Hay dos opciones: o que les pase algo o que se conviertan en cómplices de todavía no sé qué, pero de nada bueno. Lo único que necesitamos es que los nazis acepten el dinero y la droga a cambio de María. Y lo harán, porque tienen prisa. ¿Cuánto crees que va a tardar el tal Lord Skin en preguntarle a Fran H dónde está su droga?

—Nosotros también tenemos prisa —ha respondido mi padre.

—Y lo vamos a resolver, pero negociando. Sin mis amigos. Sin violencia. Sin más muertos. ¿Estamos?

—Estamos.

En la tele del bar han dicho que no se han encontrado rastros de zombis en la nave de Valdemingómez, pero que la investigación continúa. Después, han puesto el vídeo del puente y los últimos segundos miserables de la vida de Kike. Han contado que se ha establecido un perímetro de seguridad de quinientos metros en torno al cadáver y que a Fermín y al padre de familia fuerte estilo Russell Crowe los acaban de aislar en la planta de enfermedades infecciosas del hospital Carlos III. Del perro, que en realidad era una perra y se llamaba Tizona, se había dejado de tener noticias, pero la mujer de Russell Crowe estaba contando afectadísima que el Seprona se la había llevado. Han cortado el drama y las explicaciones sanitarias para irse en directo al Palacio de la Moncloa. Iba a empezar la rueda de prensa del gabinete de crisis.

Ha hablado la vicepresidenta, que, tras un como saben, ha tenido a bien resumir lo que ha sucedido durante la semana con un nivel de detalle que ha resultado soporífero. Supongo que lo ha hecho por si la estaba viendo algún marciano hispanohablante recién llegado a la Tierra. Después, han empezado las preguntas:

—¿Nos está diciendo que ya no se descarta la teoría zombi?

—Este gobierno nunca ha descartado nada y no lo estamos haciendo ahora. —Las palabras de la vicepresidenta han despertado un murmullo en el bar. Me he dado cuenta de que había personas que llevaban mascarillas, de que un señor que estaba a mi izquierda tenía un cuchillo de caza colgado del cinturón, y de que alguien había colocado un cartel escrito a mano junto a la máquina de café que decía se venden hachas en la gasolinera.

—Luego, ¿creen que hay zombis?

—Parece obvio que estamos ante el brote de una infección. Y hay que determinar de qué tipo de infección se trata. —Una señora se ha santiguado y el hombre del cuchillo en el cinturón ha murmurado me cago en mi puta vida.

—¿Los dos infectados que están en el Carlos III se han convertido?

La ministra de Sanidad ha puesto cara de ha llegado mi momento, se ha erguido, se ha acercado los micrófonos, ha carraspeado y, entonces, ha visto cómo la vicepresidenta le quitaba la palabra, pasándosela a ella y a su ministerio por el forro del salvaslip:

—Esas dos personas permanecen asintomáticas. De todos modos, hay unidades del Ejército desplegadas en esa planta del hospital por si ocurriese algo.

—¿Está diciendo que, si se transforman, los matarán?

—Estoy diciendo que permanecen asintomáticos. Los dos.

—Pero ¿para qué está allí el Ejército?

La vicepresidenta le ha cedido la palabra al ministro de Defensa, que ha explicado que el Ejército forma parte del protocolo de emergencias sanitarias de grado 1, acorde con el marco de seguridad de países OTAN. También, que no podía dar más información al respecto.

—¿Qué ha pasado con la perra Tizona? —ha preguntado otro periodista.

Silencio. La vicepresidenta le ha hecho un gesto con las cejas a la ministra de Sanidad para que hablase. La ministra se ha resignado, se ha acercado al micrófono, ha aguantado el silencio unos segundos y ha dicho:

—Creo que es mejor que responda a esto la vicepresidenta del Gobierno.

—Se la ha sacrificado —ha afirmado la vicepresidenta como quien dice hoy hace sol.

—¿Por qué? ¿Los animales se transforman?

—Lo ignoramos, pero no disponemos de instalaciones veterinarias de aislamiento grado 1. Los expertos que están asesorando al Gobierno en esta materia han concluido que era la única solución posible. Comprenderán que no se pueden asumir riesgos.

—¡Joder, Daniel! No sé cómo coño me has vendado la ceja, pero debo de estar hecho un cristo. —Ha irrumpido mi padre.

—¿Se te cae?

—No.

—¿Entonces?

—Que debo de parecer un mono de feria. La Miniyó —llama así a la vicepresidenta— está diciendo barbaridades como si no costase, pero esos dos de ahí atrás me miran a mí.

—¿Quiénes?

—Detrás de ti, el del teléfono y el otro.

He visto a dos hombres que llevaban chaquetas de cuero marrón muy holgadas, de las que estuvieron de moda en los noventa y que ahora utilizan los rumanos. No parecían rumanos, así que he pensado que serían de pueblo.

—¿Y el ciudadano al que atacaron en el Calderón, también está en cuarentena? —ha preguntado otro periodista.

—Se está buscando a todas las personas que han tenido contacto con los infectados. A todas. Y se tomarán con ellas las medidas que se consideren oportunas.

—¡Me cago en su puta madre! —ha exclamado mi padre.

—¿Qué?

—Que me están buscando, Daniel —ha murmurado.

—¿Quién?

—La vicepresidenta. ¿No la has oído?

—Sí, perdona. Es que me estaba fijando en esos dos. Yo creo que me están mirando a mí.

—¿A ti?

—Sí.

—Pero si tú no has peleado contra los zombis.

—Ni tú, papá.

—Ya, pero he salido por la tele. ¿A ti quién te busca?

Los dos tipos seguían mirando.

—Me cago en su puta madre. —Hemos dicho mi padre y yo al unísono.

—Seguro que anda por ahí el cartelito con mi foto. Vámonos, anda —he añadido yo.

—Espera, no nos vamos a marchar sin unos lechazos.

—¿Qué?

—Que pido unos lechazos y nos vamos.

—Papá, no me jodas.

—Que los voy a pedir crudos, hombre.

He llamado a la camarera y le he pedido la cuenta antes de dejar que mi padre interviniese.

—Y nos pones un par de lechazos y dos kilos de magro de cerdo para llevar. —Se ha lanzado antes de que se diera la vuelta.

—¿Magro? —he preguntado por preguntar algo.

—No sabes el adobo que preparan en este sitio, Daniel.

He salido del bar cargado con las bolsas de carne. Mi padre se movía con dificultad. Era obvio que le estaba doliendo todo el cuerpo a cada paso. Se ha detenido en la puerta del restaurante y me ha señalado algo. Me he acercado y he visto que era el cartel de mi desaparición. He dicho qué hijos de puta y hemos caminado hasta los coches todo lo deprisa que él ha podido hacerlo. Es decir, asombrosamente lentos. Le he ayudado de nuevo a ponerse el cinturón de seguridad y me he ido al Aníbal con los lechazos y el magro. El adobo ha tardado poco tiempo en cubrir con su aroma todo el coche. En la radio estaban hablando de la perrita Tizona. He mirado en Twitter mientras conducía. Había unos cuantos defensores de los animales llamando asesina a la Guardia Civil, pero la mayoría de la gente estaba más interesada en saber cuánta agua necesita una persona para encerrarse en casa durante un mes, cómo blindar una puerta y hasta qué hay que hacer para reciclar la orina. A pocos kilómetros de Burgos, he recibido dos notificaciones de WhatsApp en el móvil de Manuel:

Pelocho HTR se ha unido al grupo.

Lord Skin se ha unido al grupo.

Y ha escrito Lord Skin:

Nos vemos en tu tierra, payaso.

Manu (yo):

O hablo esta tarde con mi mujer o le prendo fuego a la coca y al dinero, hijo de puta.

Lord Skin:

Estás muerto.

Manu (yo):

Fuego.

Y el resto del viaje lo he pasado dictándome estas notas en la grabadora del teléfono y consolándome con que, al menos, he evitado meter en este lío a mis amigos.