27
CABÁRCENO
Le puse los zapatos a mi padre y le pregunté si podía levantarse solo.
—¡Pues claro! —respondió.
Obviamente, no pudo.
—Igual me tienes que inyectar alguna cosa más —le sugirió, en realidad implorando, a Beatriz.
—Después de lo que te he puesto, lo siguiente es morfina.
—¿Tienes?
—Sí, pero no te la voy a dar.
Tiré de él para levantarlo y gimió de dolor. Se quiso llevar la mano a las lumbares, pero ya no podía mover tanto el brazo. La escena había resultado lamentable, pero mi padre hizo lo que hubiera hecho cualquier hombre que se descubre impedido delante de su mujer y de otra hembra de la misma especie pero más joven: poner una excusa.
—Es que me he quedado frío. Cuando volvamos, me doy unas friegas de alcohol de romero, que me van muy bien.
¿Alcohol de romero? ¿En eso estaba su cerebro? De solo imaginarlo durante una semana rezumando esa peste, comprendí que lo mejor que podía hacer por él era llevarme parte del botiquín de Beatriz y morfinarlo en cuanto el Búfalo hubiese encañonado a Lord Skin.
—¿Cuánta morfina se le puede poner?
—Ni gota —respondió Bea—. En una hora, le inyectas cortisona. Es intravenosa. Te explico…
—Vale, vale. No te preocupes por eso, que ya sabemos nosotros inyectar cosas —dije mientras metía a puñados en una mochila todos los botes prometedores que veía en el botiquín—. Quiero decir que no será tan difícil. En fin. ¿Nos vamos, papá?
Asintió y comenzó a caminar con pasos extremadamente cortos, como los que utilizó Benedicto XVI en sus desplazamientos no motorizados por la Jornada Mundial de la Juventud de Madrid. Obviamente, me guardé esta comparación tan graciosa para mí mismo y a él le dije, una y otra vez, está bien, papá, a tu ritmo, no hay prisa. En cuanto conseguí subirlo al Aníbal le calcé el cinturón de seguridad, cerré la puerta, eché la mochila con los medicamentos de campaña a los asientos de atrás y salí de casa dejando a mi madre y a Beatriz con el tened cuidado en la boca.
—Nos hemos dejado aquí la carne, Daniel. —Sí, era como entrar en el eructo de un charcutero fanático. Pese al frío, todo el coche apestaba al adobo del magro de cerdo que habíamos comprado en Aranda. Creo que había especias hasta por el aire. Seguramente debido a ese fallo cerebral que nos dice que con el uso de un sentido se rebaja la percepción de otro, mi padre encendió la radio. Después se reclinó, se puso de costado y cerró los ojos. Como actitud previa a una confrontación con nazis, no era muy prometedora.
—Continúan los disturbios en El Ejido, Almería —dijo el locutor—. A última hora de esta tarde, una multitud ha apaleado a un vecino al que han tomado por zombi. El hombre, que según algunos testimonios se encontraba en estado ebrio, ha sido trasladado por los equipos de emergencias al Hospital de Poniente, donde permanece con pronóstico reservado.
Después dio paso a un periodista con acento del sur que, por los gritos que daba, debía de pensar que estaba en el centro de una guerra. Los vecinos del barrio de Las Norias de Daza habían montado barricadas, prendido fuego a neumáticos y establecido por su propia cuenta un perímetro de seguridad que no dejaban traspasar ni a la guardia civil.
El locutor le dio las gracias a su compañero y añadió que se estaban produciendo extraordinarias retenciones en todas las salidas de Madrid, que Tráfico desaconsejaba el uso del coche y que un portavoz del Gobierno que no era la vicepresidenta había tenido que salir hacía menos de una hora a asegurar desde la Moncloa que no se habían registrado nuevos contagios del extraño virus y que Madrid era una ciudad segura. Por lo que contaron después, la llamada a la calma del Gobierno había sido un absoluto fracaso.
—David Martín, Radio Ávila, buenas noches —dijo el presentador del informativo.
—Buenas noches —respondió el periodista de Ávila.
—¿Siguen colapsadas las entradas a la ciudad?
—No solo es que continúe el colapso, es que la situación empeora cada minuto. Las personas que han conseguido llegar desde Madrid afirman que las retenciones han sido constantes desde antes de cruzar Guadarrama. Pero hay que tener en cuenta que esta gente salió de la capital poco tiempo después de que la vicepresidenta del Gobierno confirmase la presencia de zombis en España. Según el centro de control de pantallas de Tráfico, la situación en las carreteras ahora es mucho más grave.
Contó que el tráfico estaba parado desde Villacastín, que está a treinta kilómetros de Ávila, que mucha gente estaba abandonando sus vehículos en la carretera y seguía el camino a pie y que los accesos a Ávila desde Salamanca también estaban desbordados. El presentador de Madrid recordó que la fiebre abulense se había desatado esa tarde, cuando un experto en zombis (imaginen) había declarado en un periódico que el lugar más seguro de España era Ávila, por el extraordinario grado de conservación de sus murallas medievales.
—Pero esto tiene una contraparte, ¿no es cierto, David? —le preguntó el periodista de Madrid a su compañero.
—En efecto. Tan pronto como empezaron a llegar las primeras personas buscando refugio, los abulenses se han hecho una pregunta: Y si alguien trae el virus, ¿no pasaremos de ser el lugar más seguro de España al más peligroso? De momento, se han establecido controles ciudadanos en las puertas de la muralla y se le está tomando la temperatura a todo el que pretende entrar, pero son muchas las voces que piden dar un paso más. Es decir, que se cierren las puertas.
Poco antes de llegar a Cabárceno, mi padre me pidió que apagase la radio. Eran las once menos cinco de la noche. Había pasado casi media hora desde la llamada de Lord Skin. Teníamos el tiempo justo para subir a por el Búfalo, meterlo en el coche, contarle la historia y llegar a San Roque con el plan decidido y las tareas repartidas. Tal cual le había dicho su antiguo compañero a mi padre por teléfono, la puerta metálica de la entrada estaba abierta. Después, me detuve delante de la barrera, miré a la cámara de seguridad, saludé y la barrera se elevó. Habíamos quedado en el edificio de seguridad.
—Papá, ¿para dónde tiro?
—Hay que pasar la zona de las cebras. Es por una cuesta que sale a la derecha. Está antes de llegar a los monos.
—¿Qué? —pregunté.
—Sigue recto un kilómetro. En el primer cruce, me avisas. Como nunca has querido venir, no tienes ni puta idea.
A mí de niño no me gustaban ni las personas, así que como para llamarme la atención los animales. Podría haberlo argumentado, pero no lo hice porque no era el momento ni era el tema. Además, la carretera no estaba iluminada y llovía con fuerza, circunstancias que me exigían una concentración alta. Por si no han estado, les diré que Cabárceno está construido aprovechando las ruinas de una antigua mina de hierro. Lo que implica que goza de los criterios urbanísticos de las minas de hierro. Esto es: carreteras retorcidas y laberínticas trazadas según el mineral va dejando hueco. En el primer cruce, mi padre dijo que a la izquierda. Después, creo que fuimos recto. Luego puede que a la derecha, que después de nuevo a la derecha… En fin, que acabamos pasando la zona de las cebras y estuvimos a punto de llegar a la de los monos.
—¡Quieto! ¡Aquí a la derecha! —gritó mi padre.
Giré a ciegas y me pareció un milagro que aquella maniobra terminase en asfalto. Era una cuesta con mucho desnivel. Tanto, que dejé de ver la carretera.
—Tampoco hace falta que te pares, que se te va a calar —refunfuñó mi padre para darme ánimos—. Ahí arriba giras a la derecha y ya estamos. La curva es un poco cabrona.
Tenía razón, era una curva cabrona. Después de ella, la carretera bajaba y, allí, en ese hoyo, estaba el edificio de seguridad de Cabárceno.
Aparqué delante de lo que supuse que sería la entrada y le dije a mi padre que esperase en el coche, que iría yo a buscar al Búfalo.
—Tú quédate aquí, que no sabes ni dónde está la puerta —respondió.
—Encontrarla tampoco creo que sea como sacarse una ingeniería.
—Si los otros vigilantes te ven a ti, van a empezar a hacerse preguntas. Si me lo llevo yo, pensarán que nos vamos de copas. Además, te informo de que no estoy inválido. —Pausa—. Desabróchame el cinturón.
Mi padre abrió la puerta, cogió aire como las señoras mayores cuando viene visita a casa y se impulsó para salir del Aníbal. En cuanto puso un pie en el suelo, se encendieron tres linternas. Después, alguien gritó:
—¡Quieto, no se mueva!
—¿Búfalo? —preguntó mi padre.
—¡La guardia civil! —aclararon los de las linternas.
—¡Me cago en tu puta madre, Búfalo!
—Lo siento, Celes —respondió su amigo.
—¡Arranca, Daniel! —me dijo mi padre antes de ponerse a gritar como un zombi—. ¡Habéis llegado tarde! ¡Me estoy transformando, cabrones! ¡Ahhh!
Los guardias civiles dudaron. Después le pidieron con voz temblorosa que levantase las manos. Mi padre se giró un segundo hacia mí para ordenarme con un gesto que me fuera. Los guardias civiles volvieron a pedirle que levantase las manos. El Búfalo dijo Celes, Dios mío, qué te ha pasado. Celes respondió gruñendo y avanzando hacia una luz. El que sostenía esa linterna le dijo quieto, deténgase. Alguien me ordenó que apagase el motor del vehículo. Otro caminó en mi dirección exigiendo que saliera con las manos en alto y dejase las llaves sobre el capó. Mi padre, cuando vio que mi guardia civil estaba armado, que apuntaba hacia mí y caminaba en dirección al Aníbal, se lanzó sobre él gruñendo más fuerte.
—¡Cuidado, Ramírez, que te muerde! —le advirtió un compañero.
—¡Abrid fuego, hostias! —añadió otro.
Por suerte, mi padre se cayó al suelo antes de representar una amenaza más grave y Búfalo reaccionó, finalmente, como un amigo, lanzándose sobre él. Los guardias civiles seguían buscando por dónde disparar al zombi sin hacerle un agujero al jefe de seguridad de Cabárceno, y yo aproveché el desconcierto para acelerar a fondo y largarme de allí. Era la segunda vez en menos de 24 horas que dejaba tirado a mi padre, pero preferí abandonarlo a él en las manos de la Benemérita que a mis amigos y a María en las de los nazis. Giré a la izquierda en la curva cabrona, apagué las luces del Aníbal para evitar que la guardia civil me siguiera y me concentré en detectar los límites de la carretera con el oído, cosa que conseguí gracias a la adrenalina. Aunque no duró mucho. A los tres segundos estuve a punto de caerme por un barranco. Comprendida mi incapacidad para orientarme como un murciélago, volví a encender las luces. Tomé un cruce. Y otro. Y otro. Estaba en la zona de los leones. Un cruce. Otro. Otro. Tres cuestas. Estaba en la zona de los gorilas. Hice un cambio de sentido y cogí una cuesta que bajaba por la izquierda. Un cruce, dos cruces, otra cuesta. Nada. No solo estaba perdido, es que ni siquiera estaba pasando por lugares por los que hubiera pasado antes. Me llegó el mensaje de Lord Skin con las coordenadas de la casa. Decía que me diera prisa, que tenía quince minutos. Era imposible que llegase. Intenté poner el navegador del móvil, pero no tenía cobertura de datos. Un cruce, izquierda. Otro, derecha. Una recta larga. Cruce, izquierda, derecha, bajada. Me cagué en Dios y me bajé del Santana delante de un cartel con mapa. Llovía como en el principio de Parque Jurásico, cuando el gordo se pierde entre los dinosaurios de esa isla caribeña imitación de Cabárceno. Como pude, saqué el móvil del bolsillo, lo puse en modo linterna e iluminé el mapa. Está usted aquí, ponía. Aquí resultó ser a tomar por el culo de la salida.
¿Qué iba a pasar cuando mi padre no apareciese conmigo en la cabaña? ¿Cuánto iba a tardar Lord Skin en decirme que aquello no era lo que habíamos acordado y que iba a matar a María? ¿O me mataría a mí antes? No, dejaría que viera cómo mataba a mi mujer y a todos mis amigos y luego me torturarían durante días para entretenerse. ¡El puto Búfalo, por algo no se fiaba de él mi madre! ¡Estaba solo! ¡Solo! Antes les he dicho que la soledad es no sé qué hostias de que nadie prevea lo que te va a hacer falta, pero no. La soledad es estar solo. Así de simple. Solo en un puto parque de animales salvajes; en un puto parque de animales cautivos que comen de calderos; en un puto parque de animales de otros continentes traídos para que los turistas les hagan fotos. Eso es la soledad. La soledad es una noche de febrero bajo la lluvia en la que miras un mapa iluminado por tu móvil y te dice que estás aquí, a tomar por el culo de cualquier solución, y que nunca, en tu puta vida, has estado más lejos de la salida. Lo peor es que en medio de esa tormenta de mierda no puedes llamar a nadie. A nadie, porque todo dios está secuestrado por una banda de nazis. Eso, y no otra cosa, es la soledad.
Me subí al coche y arranqué. Dejé de preguntarme por asuntos superfluos, que si a la izquierda, que si a la derecha, que si he pasado por este cruce, que si no lo he hecho. Conduje todo lo rápido que pude hacia ningún sitio. Conduje cagándome en la madre del cordero, golpeando el volante y gritando Búfalo, hijo de puta. Recordé a mi madre diciendo que esta gente solo comprende la fuerza. Recordé la ropa que llevaba puesta, mi cuerpo flaco, mi barriga pequeña, mis músculos y su falta de firmeza. Y la frase de mi madre: Esta gente solo entiende la fuerza. No había dicho armas, no había dicho Búfalo, había dicho fuerza. Fuerza. Fuerza bruta. Fuerza de bestia. Y a mi cerebro se le encendió una luz, una luz pequeña, una luz lejana, una luz en el centro de aquella oscuridad inmensa: Si lo que necesitaba era fuerza, había un cántabro que podía dármela. Lo malo es que no era humano. Lo bueno es que estaba cerca.
—¡Furaco! —exclamé—. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?
—¡Pues porque es un oso, anormal! —respondió la voz interior.
—Sin pensar, Daniel, sin pensar —me dije.
Freno. Necesito respirar. Fumarme un cigarro. Calmar mi cabeza. Es evidente que la locura se está apoderando de mí. ¿Un oso? ¿Cómo coño me va a ayudar un oso? Respiro profundamente. Cierro los ojos y vuelvo a pensar. Quizá entregándome liberen a mi mujer y a mis amigos. Me digo que ningún neonazi mata a ocho personas en una noche, que matar no es algo que se haga tan fácilmente. ¿Cómo se van a deshacer los nazis de ocho cadáveres? ¿Buscarán después a mi padre? ¿Y mi madre y Beatriz, estarán seguras? ¿Y yo? Yo no voy a estar seguro nunca. ¿Un oso? Imposible. He estado a punto de perder la cabeza. Además, si no soy capaz de encontrar la salida, cómo coño voy a ser capaz de encontrar la guarida de Furaco. Y me llama Lord Skin.
—Hijo de puta, tienes cinco minutos.
—Necesito más tiempo —respondo.
—No lo tienes. Escucha.
—¡Dani, no vengas! —Es María.
—¡María!
—No vengas, mi amor, no vengas —responde.
—María.
—Dani, perdóname. Cuando te acuerdes de mí, piensa en todo lo anterior a esta semana…, en todos estos años. Y no vengas aquí. Mi amor, no vengas.
—En cinco minutos está muerta, pedazo de mierda. Y antes de que amanezca ya no queda ni uno de tus colegas.
—Mira, hijo de la gran puta, si tocas a mi mujer, te abro las tripas. Estábamos de camino, pero está todo lleno de controles. La guardia civil se ha llevado a mi padre. Gracias a que me he dado a la fuga, no han encontrado también tu puta coca y tu dinero. Así que no me toques los cojones. Tardo una hora porque tengo a la puta guardia civil siguiéndome y no querrás que llegue allí con ellos en el cogote, ¿o me equivoco?
Cuelga. El hijo de la gran puta cuelga. Miro a la derecha y veo un cartel: Peligro, está usted en la zona de los osos. Y, obviamente, entro a por Furaco.