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CONSECUENCIAS
He entrado a Rascafría a casi cien por hora y he estado a punto de estrellarme contra la C15 de un panadero en pleno reparto. Ha reaccionado llevándose el índice a la sien y girándolo, pero no me ha insultado. Suficiente como para que me pareciese un buen tipo. Más, teniendo en cuenta que ni siquiera ha puesto mala cara cuando he bajado la ventanilla y se ha visto obligado a hacer lo mismo con la suya, pese a que era de manivela y hacía frío.
—¿Para la nacional 1, voy bien por aquí? —he preguntado.
—Un poco rápido, pero sí.
Creo que me he encogido de hombros a modo de disculpa por haber estado a punto de llevármelo por delante, pero no lo recuerdo. Sí sé que me he quedado mirándolo y que mi cabeza ha visto muchas cosas muy deprisa: que tenía mi edad, que también estaba flaco, que, como yo, había visto amanecer y que éramos los dos únicos seres vivos que estábamos despiertos y funcionando por el pueblo. Además, que él se iría a su casa en menos de una hora, que su mujer estaría todavía en la cama y que él regresaría a ella muy despacio, a oscuras, en silencio, intentando que no se despertase, que nada se moviese, como si él nunca se hubiera ido. Al abrir las sábanas, olería el pelo de ella, su piel, el aire que llevaba horas respirando. Todo estaría allí tal cual lo había dejado. Todo, aún, sin corromperse. También he pensado que era posible que la vida no se le corrompiera nunca. Incluso, que se muera dentro de cincuenta años sin que le haya ocurrido, realmente, nada. Qué maravilla. Qué mentira. A todos nos pasan cosas que nos joden la vida.
—¿Algo más? —ha preguntado cuando ha considerado que ya le había mirado bastante.
—No, gracias.
He llegado hasta Lozoyuela, en la nacional 1. Es otro pueblo de sierra, frío y piedra. Además, el paso natural para cualquiera que huya de donde yo estaba huyendo. Si los nazis habían decidido seguirme, pasarían por allí. Tenía que seguir, la cuestión era hacia dónde estaba yendo. ¿En qué dirección estaba la libertad de mi padre? ¿Por dónde se iba a María? ¿Había algún camino que pasase por los dos? ¿Y alguno que me pudiera llevar hasta mí, hasta mí hace una semana? ¿A mí, y a mi mierda de vida aburrida en la que no había matado a nadie y mi padre no estaba secuestrado por una banda de nazis? ¿Existe aún ese camino? Y, sobre todo, ¿me valdrá? ¿Cabrá el yo de hoy otra vez en esa vida?
La respuesta es no. Podría mentirme, pero estoy demasiado cansado como para inventarme una posibilidad en la que mi padre, María y yo volvamos a estar sentados en la misma mesa, libres, sin unos tipos que intentan matarnos ni el recuerdo de lo que ha ocurrido interponiéndose en cada mirada. Si lo analizo sin lástima, frío, tal cual es, lo único que queda de esa mesa, y lo único que puede quedar, es que los quiero. El resto ya no existe y no va a existir nunca. Este es un pensamiento muy simple, pero que no había comprendido hasta hoy: Algunas cosas cambian nuestras vidas y, una vez han ocurrido, no pueden dejar de haberlo hecho, ni nosotros podemos fingir que no han pasado, ni vamos a hacerlas desaparecer: ni huyendo, ni enfrentándonos a ellas. Es tan sencillo como que hay que aceptar las consecuencias. ¿O, acaso, si el panadero llega a su casa y su mujer ya se ha duchado, ha hecho la cama y abierto las ventanas, le va a pedir que vuelva a dormirse, que regrese al olor, a la postura y al silencio de los que no quiso salir cuando sonó el despertador pero salió? No, y no porque no lo desee, sino porque ya no será posible. Igual que no es posible que los nazis olviden que quieren matarme o que suelten a mi padre y dejen de amenazar a mi mujer. Igual que no es posible que María no me haya engañado. Igual que no es posible que yo los libere. Igual que no es posible que esto se resuelva sin que yo llame a la policía.