21
FERMIGATE
De camino, he parado un momento en una ferretería para comprar Loctite. Si las cosas salían como yo tenía previsto, Fermín vería a Enrique, probablemente despierto o casi despierto, circunstancia en la que una palabra bastaría para que ni siquiera el sagaz periodista pudiera creerse que se trataba de un zombi auténtico. Para evitarlo, le he pegado a Kike la lengua al paladar con superglú aprovechando la mansedumbre de la anestesia.
Fermín, pese a que se encuentra en horas bajas, debe de seguir viéndose a sí mismo como uno de los periodistas del Watergate (caso que conocerá por la película). Lo deduzco porque cuando le he dicho que tenía algo muy importante que contarle, un secreto sobre la infección zombi que haría temblar al Estado y movilizarse a la OTAN, ha pretendido que nos encontrásemos en un aparcamiento. Concretamente, en el del Ave, en Atocha. He supuesto que ese será uno de los lugares con más cámaras de seguridad de España. Así que le he dicho que no, que me propusiera un sitio menos concurrido. Deben de gustarle los trenes porque me ha citado en un puente de San Sebastián de los Reyes que pasa por encima de las vías del Cercanías. Eso, o le pillaba al lado de casa.
El muy peliculero se ha puesto una gabardina y llevaba los cuellos hacia arriba, como si Garganta Profunda fuese él en vez de yo. Más tarde he deducido que, después de hacerse famoso por manosear pruebas policiales en la tele, lo de taparse la cara tampoco es algo que le venga precisamente mal. Me he acercado a él caminando, vestido de chándal, con el gorro y las gafas de sol.
—¿Fermín? —he preguntado con mucho misterio.
—¿Marcos?
He asentido. Marcos es el nombre del email falso desde el que le he escrito.
—Sígueme.
No he dicho nada más hasta que hemos llegado al Aníbal. He abierto el maletero y le he enseñado a Kike.
—Se está transformando —he dicho como si me doliera.
—¿En qué?
—En zombi. Se ha contagiado. El proceso es un poco diferente a las películas. Primero, se quedan dormidos, insensibles. Después, se despiertan y ya no son humanos. Este está a punto de despertarse.
Ha sacado el teléfono y ha apuntado a Kike.
—¡Quieto! ¿Qué haces?
—Grabar.
—¿Estás loco?
—Si no me dejas grabarlo, no me pienso creer ni una palabra.
Hijo de puta. No es tan tonto como me había figurado.
—No puedes grabarlo en mi coche. Si se enteran de que te lo he contado yo, me matan.
—¿Quién te mata?
—Vamos dentro, que no quiero que nos vea nadie y te tengo que enseñar documentación.
Lo de la documentación ha parecido empezar a convencerlo, porque, les soy sincero, hasta el momento no se estaba creyendo una palabra. Hemos entrado en el Santana y Fermín ha mirado al zombi con preocupación. Aunque también puede que estuviera pensando en cómo grabarlo sin que me diera cuenta o en dónde coño estaba la cámara oculta y por dónde le iba a salir el pitorreo padre.
—¿Conoces el Movimiento Social Nacional? —he preguntado.
—¿Los nazis?
—No somos nazis, somos patriotas españoles.
—Como quieras.
Le he contado que hace unas semanas, cuando Médicos Sin Fronteras empezó a reportar casos de zombis en Sierra Leona, Mali, Uganda, Congo y Gabón, unos religiosos españoles nos pidieron ayuda.
—Conoces los informes de Médicos Sin Fronteras, ¿verdad?
—Sí. ¿Pero pretendes que me crea que la Iglesia os fue a pedir ayuda a vosotros?
Sí, lo pretendía, pero ya veía que él no estaba por la labor de creérselo. Así que le he explicado que eran benedictinos. Lo he dicho por decir, pero con mucha autoridad, dando a entender que los benedictinos, por naturaleza, son la orden afín al movimiento de jóvenes nacionales filonazis. Cosa que yo ignoro, pero que he supuesto que él también. Después, le he contado que los benedictinos vinieron a vernos a nuestra sede, que estaban desesperados porque el Gobierno no quería saber nada de ellos.
—El Gobierno siempre ayuda a los misioneros.
—No cuando los misioneros afirman que tienen compañeros en una aldea de Mali rodeados de muertos vivientes.
—Ya.
—Yo tampoco me lo creí al principio, pero deja que te cuente la historia completa. Después, te enseñaré las pruebas, por si lo que tenemos aquí atrás te parece poco.
—¿Te refieres al tío que está haciéndose el dormido?
—Sí, me refiero a él. Y no está durmiendo. Cuando se despierte, te darás cuenta.
—Como tú digas. Pero necesito algo más que a tu colega haciéndose el zombi.
Le he contado que los monjes vinieron sin fotos, pero que nos pusieron al teléfono a sus hermanos en Mali y que lo que nos relataron era horrible: la aldea en la que vivían había amanecido convertida. Después le he explicado que cuando hablamos con ellos había pasado una semana desde la transformación y que desde entonces estaban rodeados, que el Ejército los había ignorado.
—¿Por qué no llamaron a los medios de comunicación?
—Porque la Iglesia no arregla sus problemas llamando a la tele, Fermín.
—Los arregla acudiendo a vuestra sede.
—Los benedictinos, sí.
—¿Y vosotros os fuisteis a África?
—Fuimos.
—Así, sin más. Allí, a combatir zombis a pelo.
—Sí. Al día siguiente nos enseñaron fotografías y unos cuantos sentimos que no nos podíamos quedar en casa.
Fermín ha abierto mucho los ojos y ha dicho que sí con la cabeza, pero no se estaba creyendo una palabra. Yo he fingido que me ponía de mala hostia, le he dado un golpe al volante y le he pedido que se bajara del coche, que si él no me creía, se lo contaría a otro.
—No es que no te crea, es que es muy raro lo que me cuentas. Sigue, si tienes pruebas de lo que me dices, te creeré.
—Cuando llegamos a la aldea habían pasado unos días. Había cuerpos con la cabeza abierta por la calle. Los curas españoles seguían vivos. Los tres. Nos dijeron que se habían quedado sin agua y que tuvieron que salir de su edificio.
—¿Los curas se enfrentaron a la horda?
—Ellos y cuarenta monjas.
—¿Cómo?
—Con machetes de carnicero, azadas, hoces y hachas.
Cuando le he soltado esta barbaridad, la cara de Fermín me ha dado a entender que la historia se me estaba yendo de las manos, así que he decidido rebajar un poco la batalla.
—Se cargaron a diez o doce zombis y el resto huyó.
—¿Los zombis huyeron?
—Sí, ya te he dicho que no es como en las películas.
—Vale, lo que quieras. Sigue.
—Los monjes nos dieron las gracias por haber acudido, pero nos dijeron que no se iban a ir a ningún sitio, que algunas de sus hermanas estaban heridas y que no las iban a dejar allí.
—¿Las habían mordido?
Primero he dejado que pasasen unos segundos y después he asentido. Después he guardado silencio y me he golpeado un par de veces la punta de la nariz.
—¿Qué? —ha preguntado Fermín.
—Nada. El olor. Cuando se están transformando huelen… a…
—A mierda. Perdona que te lo diga, pero el que tienes ahí atrás apesta.
He vuelto a asentir y le he narrado cómo las monjas sanas y los benedictinos les abrieron la cabeza con machetes a las monjas que resucitaban.
—¿Y vosotros?
—Nosotros estábamos flipando. No teníamos ni puta idea de cuál era el procedimiento.
—¿Y tampoco hicisteis fotos?
—Yo no. Pero nos trajimos a los curas a España.
—¿Los curas están aquí?
—De alguna manera.
—Quiero entrevistarlos.
—Igual no es tan fácil. Deja que siga.
—¿Y las monjas?
—No eran españolas.
—¿Las dejasteis allí?
—Se quedaron.
—Ah, muy nazi eso. Sí.
He fingido que no le oía y he seguido con la historia. Le he contado que al llegar a Barajas uno de los curas empezó a tener sudores y fiebre, que decidimos llevarlo al local y mantenerlo despierto a base de cocaína.
—¿Perdón?
—Si se duermen, no despiertan. El plan era no dejar que se durmiera para ver si el cuerpo podía con el virus o lo que cojones sea.
—¿Y pudo?
He respondido rompiendo a llorar repentinamente. Creo que le he impresionado. A mí, desde luego que sí. Nunca creí que tuviera semejantes dotes dramáticas.
—Ya ves que no —he balbuceado señalando la trasera del Aníbal—. La farlopa lo aceleró todo. El cura se durmió, pero se despertó al instante, de un salto. Mordió a los otros dos. Los que habíamos vuelto del viaje nos habíamos ido a casa a descansar y en el local solo había tres compañeros. Javi, Manu y Andrés. ¡Nunca lo habían visto!
Después de esa frase se me han caído unos mocos que me han llegado al pantalón. La cara ha estado a punto de explotarme de roja que la tenía y las lágrimas ya hacía rato que me habían empapado las mejillas. Me he encogido tanto como he podido. He debido de darle lástima porque me ha puesto una mano en el hombro y después ha empezado a acariciarme la espalda con una actitud algo ambigua. Vamos, demasiado cercana. Quiero decir, incómoda. Esto es, gay.
—Es que es muy fuerte lo que me estás contando.
—¿No lo estás grabando, verdad?
—No, ¿te importa si lo hago? Luego te distorsiono la voz, te lo prometo.
—No, prefiero que no lo hagas. Si me reconocen, me matan.
—¿Quiénes?
—Los jefes. Cuando la policía se entere de que el foco está en nuestro local, se les jode el negocio.
—¿Drogas?
—Sí, coca.
—¿Me repites los nombres?
—¿Qué nombres?
—Los de tus compañeros, los que se quedaron en la nave cuidando a los curas. —Aquí ha sacado una libreta, un boli y ha empezado a apuntar.
—Javi, Manu y Andrés. A Javi lo mordieron los curas. Andrés y Manu intentaron sacarlo de allí antes de que se transformase… No sabían qué hacer. No podían creerse lo que veían. Consiguieron meterlo en el coche y arrancar. Los curas golpeaban las ventanillas. Avanzaron unos metros, pero tuvieron que parar y salir corriendo. Javi se había convertido.
—¿No dices que se quedan dormidos, como este?
—Normalmente, sí. Pero cuando hay coca en el cuerpo la cosa se acelera.
—Vale, sigue. —La mano no le daba de sí para apuntar en la libreta, pero he decidido que no iba a hablar más despacio.
—Manu y Andrés nos llamaron por teléfono mientras escapaban. A la media hora, estábamos todos en Valdemingómez, pero solo encontramos vivo a Manu. Andrés y él habían intentado huir, pero los zombis corren. Se cansaron y decidieron enfrentarse a ellos. La cosa se complicó. Era de noche. Solo sobrevivió Manu.
—¿Y Andrés, cómo fue? ¿Lo visteis?
—Desapareció. Después vimos el vídeo de los ciclistas. El que los ataca es Javi, el primero que se transformó. El que está debajo es Andrés. Nos lo confirmaste tú.
—¿Yo?
—Sí, por eso te he llamado. Encontraste su bota y su pie. Era este. —Le he enseñado una foto que había sacado del móvil de Manu. Salían el tal Andrés y él enseñando tres dedos de cada mano. Un saludo que en su jerga significa Ku Klux Klan—. ¿Ves las botas?
—Son las mismas.
—¿Al otro, no lo reconoces?
—No.
—Fíjate bien.
Ha cogido el móvil y lo ha observado durante unos segundos. Se ha quitado las gafas. Se las ha puesto. Se lo ha acercado. Se las ha vuelto a quitar.
—No.
La verdad es que Manu en esa fotografía de aspecto fascista, aunque lozano, no se parece mucho al Manu que ha salido por la tele enfrentándose a mi padre. El cloroformo, la cocaína y el planchazo le habían inflamado la cara hasta deformársela. Los ojos ensangrentados tampoco ayudaban. Probablemente, todo eso explique también por qué su familia no lo ha reconocido al verlo por la tele. He buscado una foto suya con aspecto de zombi en internet. Las hay a patadas. Se la he enseñado a Fermín.
—Es el zombi del Calderón —ha dicho degustando cada palabra. Después, ha vuelto a su libreta—. ¿Manu, verdad?
—Sí, le arañaron en Valdemingómez. Puede que le mordieran. No lo sabemos. El martes dejamos de tener noticias suyas y el miércoles vimos lo del campo del Atleti. Pero no es el único. Está este, que se durmió hace 24 horas —he señalado atrás—. Se llama Enrique. Te paso una foto suya de cuando estaba bien si me das tu móvil. Hay otros dos en el local que yo creo que están empezando a tener síntomas, pero no lo reconocen.
—¿Es todo?
—No. Hay otra cosa. Puede que la más peligrosa. Un compañero del MSN de Cantabria que se marchó anoche a Santander. Vino el miércoles a recoger mercancía. Ayer empezó a temblar y a sudar. Huyó antes de que pudiéramos retenerlo.
—¿Nombre?
—Joaquín —he dicho.
—¿Cómo crees que se han contagiado?
—Estaban con Kike cuando notó los primeros síntomas. No sé si fue al atarlo, si se transmite por arañazos, por el aire… También puede que fuese cuando encontramos a Javi y a los curas, hubo que matarlos a palos. No teníamos otra cosa. Y fue muy sangriento. Me preocupa mucho que se transformen los dos de la nave y el que ha huido a Cantabria. Ese ni siquiera nos coge el teléfono.
Fermín se ha quedado en silencio. Se ha tapado la nariz y mirado al horizonte. Intentaba pensar en medio de aquella peste a mierda que manaba de Kike. Les aseguro que no era fácil.
—No puedo publicar esto.
—¿Por qué?
—Necesito pruebas.
—Te doy las fotos de los que se han convertido en zombis y sus nombres. Te puedo dar hasta la dirección de Manuel. Eso, y la exclusiva.
—¿Qué exclusiva?
—El tercer zombi —he dicho señalando para atrás. Fermín lo ha mirado, ha puesto cara de estar valorándolo al peso y ha dicho:
—Tengo que grabarlo.
—Puedes, pero no en mi coche.
—Eso me da igual. Lo que necesito es grabarlo despierto. Si no, la imagen es un bluf.
No era lo que yo había planeado, pero he tenido que adaptarme.
—Mira, Fermín, para mí la seguridad es lo primero. Hay que matarlo antes de que muerda a alguien. No puedo dejar que se despierte para que lo grabes y abrirle la cabeza después. ¿Y si te ataca y tengo que aparecer en el vídeo? Me matan. O peor, ¿y si te muerde?
—¿Corren mucho?
—Se mueven más rápido que en las películas.
—Rómpele un pie.
—¿Cómo?
—Yo qué sé. Le disparas.
—No tengo pistola.
—Vaya mierda de nazi, hijo.
—Sí —he respondido.
—Mira, tú le rompes un pie, lo sacamos del coche y lo ponemos ahí, al otro lado del puente, detrás de los cubos de basura, tapado con cartones. Cuando se despierte, tú ya te habrás ido, así que no te preocupes por salir en el vídeo. Con el pie roto, no me va a coger y de imagen va a quedar mucho mejor, porque la gente espera ver un zombi que camine como un zombi, no como un señor de Burgos.
—¿Y quién lo mata?
—La policía. Yo les llamo en cuanto se despierte. Así, me cierran la secuencia: empiezo el vídeo con tu amigo despertándose y lo termino con la policía pegándole un tiro. Para mí es perfecto.
—Joder, eres Spielberg.
—La tele es imagen.
Le he dicho que sí y he empezado a preguntarme lo único que tenía que preguntarme: ¿Cómo coño se rompe un pie? Fermín no ha permitido que encontrase la respuesta porque le han entrado las prisas.
—Lo sacamos ya, ¿no? A ver si se va a despertar ahí metido.
—Espera. Necesito que apuntes la dirección de nuestra nave, que es donde están los otros dos posibles infectados de Madrid. Y el del MSN de Cantabria se llama Joaquín.
—Ya me lo has dicho.
—Ese es el más peligroso porque no tenemos ni idea de dónde puede haberse escondido. Tienes que publicarlo para prevenir a la gente.
—¿De este tienes fotos?
—¿Fotos?
—Sí, hijo. Fotos.
¡Que si tengo fotos del hijo de la gran puta! Claro que las tengo, pero en casi todas sale mi mujer.
—Debo de tener una, dame un momento.
La he buscado y se la he enseñado.
—¿No tienes otra en la que no salga tapándose la cara y haciendo la señal de los cuernos?
—No. Y no es la señal de los cuernos, es un saludo fascista.
—Ya.
Después, le he repetido la dirección de la nave varias veces para que captase que era una parte sustancial de la información. También, le he advertido de que ni se le ocurra asomarse a investigar el local porque puede ser lo último que haga como ser humano y como periodista. Con eso hemos dado la conversación por terminada y hemos salido del Santana. He descalzado a Kike y le he roto los huesos del pie con el canto romo del hacha. No ha sido agradable, pero al estar de cloroformo hasta las trancas tampoco se ha convertido en un drama. Terminada esta labor, he acercado el coche a los cubos de basura, hemos descargado al nazi y lo hemos tapado con cartones.
Evidentemente, no iba a dejar las cosas de esa manera. Si Kike se despertaba en algún momento y no se había quedado tonto, solo iba a ser un mudo drogado con un pie roto tapado con cartones. Una estampa jugosa para los programas de televisión que van buscando miserias por la calle, pero profundamente ineficaz a la hora de reforzar la idea de la inminencia del apocalipsis zombi. De manera que me he despedido de Fermín, he arrancado el Santana, he avanzado y me he detenido unos metros más adelante. He cogido lo que he estimado que serían cuatro gramos de cocaína, los he fundido en la cuchara como me ha enseñado mi padre y los he succionado con una de las jeringuillas que habíamos comprado para el cloroformo. Después, he regresado a los cubos. Fermín estaba sentado a mitad del puente, en un muro, esperando la resurrección. Le he dicho que no me podía ir así, que necesitaba despedirme.
—Sí, perdona que te lo diga, pero me había parecido un poco fuerte.
Para fuerte el bramido de Kike cuando le he inyectado la farlopa. Se le han salido los ojos y han empezado a sangrarle los oídos.
—¡Prepara la cámara, que se ha despertado! —he gritado.
Y me he ido. Por el retrovisor he visto que Fermín hablaba mientras grababa con su teléfono. De camino a la autovía, me he cruzado con la guardia civil.