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PINGÜINOS

No he sido consciente del pedo que llevaba hasta que no he encendido la tele y me he dejado caer sobre la cama. Como mi hígado va teniendo oficio, he sabido reaccionar y, antes de que llegasen el sudor frío, la salivación excesiva, los movimientos irreales de mobiliario y el asentado truco inútil de poner un pie en el suelo, he optado por la pota terapéutica. Es decir, llevar yo el vómito al baño en vez de esperar a ser arrastrado por él.

Al salir del váter, me ha parecido que la cosa estaba controlada, pero me equivocaba. Había desaparecido la euforia que me había inundado después de lo de Fermín. Tanto que ni siquiera me estaban alcanzando las emociones consustanciales a Pasapalabra. ¿Estaba padeciendo el apagón emocional de los asesinos? ¿Había madurado súbitamente como telespectador? No. Ha sido que aquella almohada a la que estaba abrazado no era María, ni olía como María, ni iba rumiando las respuestas como lo hace María. He estado a punto de llamarla y decirle aquí estoy, cariño, viendo Pasapalabra sin ti. ¿Puedes ponerlo, abrazar un cojín y susurrarme las respuestas al oído? Ella me habría contestado que también lo estaba viendo y que el rosco tampoco le estaba pareciendo tan redondo como de costumbre. ¿Y sabes por qué, Dani? Porque tú no estás aquí. Yo le habría dicho que la quiero, que a veces no lo demuestro, que incluso en ocasiones me digo a mí mismo que la quiero normal, pero que solo lo hago porque soy un cobarde y porque de esa manera me protejo por si algún día me deja, pero que la voy a querer siempre y que nunca más veré Pasapalabra sin ella. Precioso, pero no he dejado que se produzca. ¿Por qué? Por decencia. La conversación en sí hubiera sido sincera, hasta romántica, pero con el romanticismo ocurre como con las camisas estampadas; para valorar su conveniencia hay que tener en cuenta el contexto. Así que he cambiado de canal, porque no va a ser la tele la que me empuje a decirle a mi mujer que la quiero, y no he parado de darle al botón hasta que he encontrado un contenido frío, ajeno a cualquier romanticismo: un documental sobre la Antártida. Salían pingüinos.

Una pareja se estaba cortejando lentamente con un baile. No crean que es el ballet ruso, son pingüinos con sus innumerables limitaciones anatómicas, pero sí lo hacían mimosos y compenetrados. Se conocían, se sabían y, después de copular, permanecían juntos. El narrador ha explicado que los pingüinos emperador se emparejan para toda la vida, y que, a menudo, cuando uno de los dos muere devorado por las focas, el otro lo busca hasta desfallecer en el laberinto sin paredes del inmenso hielo de la Antártida. Evidentemente, este romanticismo heroico proveniente de unas aves no me ha apaciguado respecto a María. Y, desde luego, he hecho lo que hace cualquiera cuando ve que existen parejas mejores que la suya: buscarles el fallo. Y se lo he encontrado: Se querrán mucho los putos pingüinos, pero viven en una mierda de sitio, me he dicho.

—¿Una mierda de sitio? —me ha preguntado la voz interior.

—Sí —he respondido.

—¡Qué lástima de ser humano!

—¿Perdona?

—Scott murió allí congelado porque necesitaba ver ese lugar. Y tú, cien años después, un ejemplar de su misma especie que puede contemplarlo por la tele, solo alcanzas la asombrosa conclusión de que es una mierda de sitio.

—Scott murió allí porque necesitaba ser el primero en plantar una bandera en el Polo Sur, no porque quisiera verlo. A Scott le importó tres cojones dejar una viuda en Londres o que muriese con él todo su equipo.

—Ya —ha contestado. Después, ha dejado que el silencio se me hiciese denso—. ¿Recuerdas la carta que le escribió Scott a su mujer, verdad?

Desde luego que recuerdo la carta, y la conversación debería haber terminado ahí, pero la voz ha tenido a bien citarla con el único ánimo de tocarme los cojones.

—Es difícil escribir por el frío, querida, a setenta bajo cero, escribió. Quiero que visualices que ese pobre hombre se estaba congelando en la Antártida, pero se cobijó en la tienda sabiendo que iba a morir. Cogió una pluma y un cuaderno y le habló a su mujer hasta que se le detuvo la mano porque se le había congelado la sangre dentro. Es una de las cartas de amor más bellas que se han escrito nunca. Y lo hizo allí, en esa mierda de sitio.

—Gracias —he respondido cortante. Y le he subido el volumen a la tele porque no quería seguir escuchando nada más sobre el amor de Scott.

Plano general. Hay miles y miles de pingüinos azotados por el viento. Y son pares. Vuelven a sacar a la pareja del cortejo. Ella está poniendo un huevo. El macho permanece a su lado, mirando. Ella levanta el huevo del suelo cogiéndolo con las patas. Según el narrador, para que no esté en contacto con el hielo, porque el frío mataría a la cría antes de que naciera. El macho, que no se ha perdido detalle del proceso, se acerca más a la hembra y coloca los pies junto a los de ella. El huevo rueda de un progenitor a otro, de pata a pata, y el macho lo guarda en unos pliegues de su tripa. En ese momento, la pareja está de frente, muy cerca, pico con pico, mirándose a los ojos. Parece que su ternura animal no puede ir a más, pero lo hace. Dan otro paso, juntan sus pechos y uno piensa en lo que debe de significar un contacto así en la Antártida, en lo grande que debe de ser allí el calor pequeño. Es entonces cuando el espectador empieza a deshacerse. Se acercan más. Se inclinan el uno sobre el otro y juntan sus mejillas. Es todo lo cerca de un abrazo a lo que les permiten llegar sus cuerpos. Y lo sostienen. Mejilla con mejilla. Él está guardando el huevo que ella acaba de poner. Les sacude una tormenta de viento y hielo. Y ahí están, inmóviles, tan quietos y tan juntos. Con la misma lentitud con la que se han acercado, se separan. Ella se da la vuelta y camina. Él la observa irse, pero ella no se vuelve. La pingüina llega a la orilla del mar y se zambulle, sin liturgias previas, sin mirar atrás. Se lanza, como si las focas, las orcas y los tiburones no estuvieran esperando con las mandíbulas abiertas.

—Lo peor de esta situación es que no te volveré a ver, hay que afrontar lo inevitable. —De nuevo, la puta voz interior citando la carta de Scott—. Se lo escribió temblando en su tienda de campaña. ¿Crees que Scott confiaba en que su mujer iba a leer la carta? No, pero necesitaba decirle la verdad. Cuando le entregaron la carta a Kathleen, su viuda, muchos años después, dijo que sentía que ya la había leído, que Scott, de alguna manera, le había contado todo aquello desde la Antártida. Y no supo explicar más, pero tampoco hizo falta.

—Lo sé —he respondido con la nariz húmeda.

—Te dejo ver a los pingüinos, que no quiero hacerte llorar.

—Gracias —he musitado.

Pasan las semanas, casi siempre es de noche y el padre no deja de moverse. Lo hace con otros miles de machos, formando un círculo que se conoce como la gran tortuga. Mantenerse en movimiento y juntos es la única manera que tienen de superar el clima antártico y las tormentas de hielo. Los polluelos nacen antes de que regresen las madres. De vez en cuando, algunos caen muertos, padres o hijos, pero el círculo sigue moviéndose. Una mañana, una pingüina sale del agua. Después, otra. Y otra. Y miles. Los leones marinos las matan por decenas entre las últimas olas. El narrador cuenta que las abren para comerse el pescado que traen en el estómago, que no les gusta la carne de ave. Así que matan a muchas. El mar se vuelve rojo, pero las hembras siguen surgiendo del agua. Después, sobre el hielo, caminan hacia la multitud de pingüinos, despacio, con torpeza, pero en línea recta, como si ya supieran dónde las espera, entre todos esos machos aparentemente repetidos, el suyo.

La pareja del principio del documental vuelve a encontrarse. El macho se yergue y la cría se asoma. La madre lo ve, pero antes de regurgitarle el pescado a su polluelo, se acerca de nuevo a la cara del macho. Otra vez, mejilla con mejilla, unos segundos. De nuevo, el pecho contra el pecho. De nuevo, ese calor diminuto en el lugar más frío de la Tierra. He deseado que se separasen, pero no lo han hecho. Un segundo, dos, diez. La cría se asoma, pero los padres no la ven. Ahora solo cuentan ellos. Ponen un plano que asciende desde el suelo: primero es blanco, después se ven las patas, de nuevo muy cerca, los pechos pegados, las cabezas inclinadas y el ojo del macho. Su voz, la voz de ese pingüino, me brota en el cerebro: Amor, pese a los tiburones y a las orcas, sabía que ibas a volver. Pese a que has tenido que ver a otras hembras despedazadas por las focas, sabía que tú ibas a volver. Porque sabía que ibas a volver, he soportado tormentas, noches eternas y días cortos. Y he podido hacer todo esto sin volverme loco en la puta Antártida porque sabía que tú, amor mío, ibas a volver. Y ella le responde que el único motivo por el que ha sido capaz de no mirar a las orcas, a los tiburones y a las focas y seguir nadando ha sido que sabía que él estaba convencido de que ella iba a volver.

Después, se separan, la hembra alimenta a la cría y es el macho el que se va al mar.

—¿Sabes lo que los une? —me ha preguntado la voz interior.

—Sí —he respondido mientras se me caían las lágrimas a chorros—, que se quieren.

—No, ignorante. Los une que se han dicho la verdad. Igual que Scott no le ocultó a su mujer que su viaje era peligroso y por eso pudo decirle luego que se estaba muriendo a setenta bajo cero, los pingüinos no se ocultan que existen las focas. Lo soportan porque lo comparten.

Me ha hundido. Llorando sin mesura, he cogido el teléfono para llamar a María. Necesitaba contárselo todo, conectarme con ella, que supiera que hay nazis, pero que, si ella me sostiene cada noche sabiendo que voy a volver, podré hacerlo. El tono de llamada ha sonado como una cuenta atrás. Mi almohada ya era todo pañuelo. El teléfono de María sonando en Santander. Mi foto en su pantalla. La he visto sonriendo al sostenerlo y dejándolo sonar otro par de segundos para mirar mi fotografía. Me he sonado la nariz en la sábana. Quería hablar bien, con más dignidad y menos mocos. María estaría corriendo por el pasillo de nuestra casa. Probablemente, buscando el móvil en el bolso. Tal vez se le hubiera caído entre los cojines del sofá. Se ha cortado. He vuelto a llamar. A lo mejor estaba en la ducha, secándose a toda prisa para poder descolgar. Tal vez, friendo croquetas y no lo estaba oyendo por el ruido del aceite. Se ha cortado. He vuelto a llamar. Nada. Es posible que lo tuviera en silencio. He decidido escribirle, pero no lo he hecho porque al entrar en el WhatsApp he visto que tenía un mensaje de mi padre.

Papá:

Mejor no vengas por el Bransdale.

Yo:

????

Papá:

Estos hijos de puta te odian. Te dejo, que vuelve de mear el nazi con el que estaba hablando.