La ventana cerrada
Llovía a cántaros. La mole del monasterio, con la iglesia, el recinto de los monjes, las celdas de los invitados y las dependencias, desaparecía bajo la cortina de agua.
Aparqué el coche en la explanada que había delante de la puerta de acceso al patio del monasterio. Los paraguas no servían de nada contra aquel aguacero que parecía bajar rodando por la montaña y se estrellaba con fuerza contra los adoquines del patio. Corrí, pues, como un pato, hacia la portería.
—¡Buenos días! —le dije al portero, un frailecito barbilampiño que leía con cara de iluminado un libro sobre las relaciones entre católicos y marxistas.
—Es un decir... ¿En qué puedo servirle? —me replicó.
—El padre Ramón me espera... Soy Luis Arquer.
—Un momento, por favor.
Descolgó el teléfono, pulsó un botón, aguardó un instante y dijo algo en voz muy baja. Después colgó y reanudó la lectura.
Me entretuve mirando los cuadros de viejos abades que colgaban de las paredes. Todos tenían la misma cara espiritual, como si no fueran de este mundo. Pero el frío y la humedad no me permitían alcanzar la beatitud que desprendía el aspecto de aquellos monjes.
El padre Ramón me estrechó la mano.
—Bienvenido, señor Arquer. Agradecemos su presencia y las molestias que se ha tomado por nosotros.
Afirmé con la cabeza sin saber qué contestar. Los monjes siempre me han impresionado, tanto más cuanto presentan esa apariencia beatífica y hablan con voz de canto gregoriano.
Detrás del fraile había un novicio con ojos de poseído que no cesaba de mirarme, como si hubiera visto al diablo, el mundo y la carne en una sola visión.
—Hermano Adrián... acompañe a nuestro amigo a su celda... Y ayúdele en lo que haga falta... —dijo el padre Ramón, con un tono autoritario y una oculta reprimenda en la voz por la curiosidad que mostraba el novicio—. El hermano Adrián le acompañará, ahora. Después podremos hablar tranquilamente.
Volvió a estrecharme la mano y salió del recibidor con una majestuosidad envidiable.
El novicio me condujo hasta las celdas de los huéspedes, en una de las naves laterales del monasterio. Era un corredor larguísimo con losas en el suelo, ventanas de vez en cuando y puertas a cada lado. Las puertas, de madera blanca, estaban numeradas, como si fuera una hospedería.
La celda que me habían destinado —la 32— tenía las paredes blancas, un armario de madera blanca, una cama de metal, una mesita, una silla, una luz y un crucifijo colgado en la cabecera de la cama. En un rincón había un lavabo y un espejo. Dejé la bolsa de viaje sobre la cama, me pasé el peine y salí. Aquel recinto austero repelía.
El hermano Adrián me esperaba pacientemente en el pasillo, inmerso en sus pensamientos. Al verme, reaccionó:
—¿Ya está listo?
—Sí, gracias.
—El padre Ramón le espera en la sala de recreo.
—Vamos, pues. Espero que no haga tanto frío como aquí...
No hacía tanto, ni mucho menos. En la sala había un televisor en color, juegos de salón, mesitas de café y unos sillones bastante cómodos. Además del padre Ramón, que estaba hojeando el periódico, había un joven laico, con pelo largo y barba, un cura de pueblo, de uniforme, y dos excursionistas, también uniformados: jerseys gruesos, pantalones de pana hasta debajo de las rodillas, calcetines de lana y botas. El padre Ramón me los presentó: el chico de la barba era Rafael Sánchez, un joven que trabajaba en la biblioteca del monasterio. El cura era mosén Jaime Riucorb, de Castellar del Vallés, que visitaba a los monjes, los dos excursionistas que al día siguiente querían intentar la escalada de la montaña, eran José María Artigau y Nolasco Ramírez. A mí me presentó como un amigo suyo que pasaría el fin de semana en el monasterio. Nos estrechamos las manos, hablamos un momento del tiempo y, después, cada uno volvió a sus cosas en espera de la hora de la cena.
—Me gustaría ver las instalaciones —le dije a mi anfitrión.
—Mañana le acompañaré a verlas. Pronto será hora de cenar y no vale la pena ir ahora. El abad me ha encargado que le dé las gracias en su nombre. Mañana, antes del oficio, le recibirá para agradecerle personalmente su molestia.
Me había llamado hacía una semana. Cuando se identificó, me quedé de una pieza: ¿qué carajo podían querer de mí los monjes? Me lo aclaró enseguida.
—Queremos cambiar las instalaciones de seguridad de nuestro museo, señor Arquer. Tenemos piezas muy valiosas y, con tantas noticias de robos sacrílegos en iglesias y monasterios, el padre abad ha pensado que nos convenía una renovación tecnológica. Pero necesitamos el consejo de un experto y hemos pensado que quizás usted, por su profesión, podría ayudarnos.
No es que yo sea un experto pero cierta experiencia sí la tengo. Incluso he asistido a algún congreso de seguridad. Acepté.
—Tendríamos que ponernos de acuerdo en el precio, señor Arquer...
—¿Por un simple consejo, padre Ramón? No, de ninguna de las maneras... Si les parece bien, subiré el próximo fin de semana. Me enseñan ustedes el museo y la biblioteca y me sentiré pagado con creces —murmuré irónico.
«Hay que estar a bien con esta gente», pensé. Tarde o temprano, la vida puede torcerse y un poco de intervención divina siempre es necesaria.
El padre Ramón era una persona encantadora y pasamos un rato muy agradable antes de cenar hablando de novelas policíacas, de mis experiencias personales y de la vida monástica en general.
Servían la cena bastante pronto. Me instalaron en la mesa de invitados, a la izquierda del abad y del prior, entre los dos excursionistas y el estudioso de pelo largo y barba.
Rezamos las oraciones de antes de comer, nos sentamos y, mientras un novicio llevaba el primer plato al prior y después lo servía a la comunidad y a los huéspedes, una voz mágica, también gregoriana, comenzó a leer un texto laico que pronto identifiqué como las memorias políticas de un conocido pronombre de la República.
La comida fue sustanciosa, sencilla, esmerada y rápida. Comimos en silencio, mientras escuchábamos las palabras de la autobiografía, inmersos en nuestros pensamientos y envueltos en el frío que se nos metía hasta el tuétano.
Acabada la cena, mientras los monjes se iban a sus rezos, el padre Ramón y yo nos instalamos en la sala, con café, licores y tabaco.
Mosén Riucorb se incorporó a nuestra conversación. Los dos excursionistas charlaban en un rincón y el estudioso leía un libro.
Los dos hombres de iglesia se mostraban preocupados por la crisis de valores que aumentaba la delincuencia. Lamenté discrepar. Les hablé de la crisis económica como motor de la vida brava y, sobre todo, de la ineficacia de los sistemas represivos.
—Entonces, ¿qué es lo que propone usted? —me preguntó un poco alarmado el padre Ramón—. ¿Que no se castigue a los delincuentes?
—Que los rehabiliten. Pero, sobre todo, que se procure evitar el delito... La droga, por ejemplo. Si se legalizara la droga blanda, la marihuana, el hachís y otras hierbas parecidas, se evitarían el tráfico, los negocios deslumbrantes y, sobre todo, esta retahíla de jóvenes que se han habituado a las drogas duras y que son capaces de todo para conseguirlas.
La discusión continuó hasta las doce y pico. Aquellos hombres de Dios no acababan de entender mis argumentos y yo tampoco pretendía convencerlos. Ni yo mismo estoy muy seguro de lo que digo. Hablo de lo que veo por experiencia. Sobre la medianoche levantamos la reunión. El padre Ramón me acompañó hasta la celda y me deseó que pasara una buena noche.
No había parado de llover y hacía un frío que helaba las ideas. Me desnudé en un santiamén y me metí en la cama acurrucado.
Me despertaron las carrerillas que se oían por el pasillo. Abrí los ojos asustado. A oscuras palpé mi ropa en busca de la herramienta. Pero, claro, me la había dejado en Barcelona. Una pistola hubiera cantado mucho en aquel ambiente de paz. Me eché la gabardina sobre los hombros y salí a ver qué pasaba.
El padre Ramón y el prior estaban en el pasillo, charlando el uno con el otro, muy excitados.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.
—Una desgracia, señor Arquer. ¡Una desgracia! —me replicó el padre Ramón—. Quizá nos pueda usted ayudar...
—El joven Sánchez se ha tirado por la ventana de su celda —dijo el prior con la voz quebrada.
Como les vi tan asustados, les dije que me esperaran un momento, volví a mi habitación y me vestí, para poder hacerme cargo de la situación. Al fin y al cabo, los muertos son un poco mi especialidad. Cuando volví, todavía estaban en el pasillo soportando la corriente de aire.
—Usted, padre prior —dije—, llame enseguida a la guardia civil del pueblo. Les cuenta lo que ha pasado. Que suba también el juez de guardia, así podrán levantar el cadáver... Usted y yo —le dije al padre Ramón— intentaremos averiguar cómo ha ocurrido... ¿Dónde dormía el chico?
Me acompañó hasta la celda 46, en el piso de arriba. La puerta estaba cerrada, pero sin cerrojo. La cama estaba deshecha, como si hubiera dormido alguien en ella. Tuve que encender la luz. La ventana estaba cerrada. Todo parecía estar en orden: sobre la mesa, unos cuantos libros; en el armario, un poco de ropa. En el estante del lavabo, un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico, un peine, una pastilla de jabón y una botella de colonia. No había ninguna maquinilla de afeitar, pero el muchacho no la necesitaba: llevaba barba. Volví al armario. En la bolsa de nylon que le servía de maleta había algo de ropa sucia y un paquete, envuelto en plástico. Lo desenvolví: polvos blancos. Me mojé el índice con saliva y probé un poco de aquel polvo. Caballo. Quiero decir, heroína.
El padre Ramón me miraba lleno de curiosidad, pero no se atrevía a preguntarme nada. Salí de la celda.
—¿Quién duerme aquí? —pregunté, señalándole la habitación contigua.
—Uno de los excursionistas.
—¿Y el otro?
—En la siguiente celda.
Llamé. No contestaba nadie, empujé la puerta. La cama estaba hecha y, sobre ella, había una bolsa con ropa.
—Ya deben de haber salido... Dijeron que si no llovía procurarían empezar la escalada a primera hora de la mañana.
En la otra celda sí había alguien. Me abrió la puerta Artigau con una mejilla llena de jabón y la otra recién afeitada.
—¿Qué ocurre?
—¡Una desgracia! —exclamó el padre Ramón.
—¿Dónde está tu compañero? —le pregunté.
—Ha bajado a desayunar. Me ha llamado, pero yo aún dormía. Me ha dicho que me diera prisa, que no llovía, y que él bajaba al refectorio a tomar un vaso de leche... ¿Qué desgracia ha ocurrido? ¿Ha tenido un accidente?
—No, él no, estáte tranquilo, hijo mío —se apresuró a explicarle el padre Ramón—. El chico que dormía en la habitación de al lado... se ha... se ha... tirado por la ventana...
Había dejado de llover, pero había agua por todas partes. El cuerpo del joven Sánchez se encontraba en medio de un charco que se iba tiñendo de rojo. No era necesario examinarlo para saber que estaba muerto.
Al hermano Adrián, que se hallaba a su lado, le castañeteaban los dientes. De frío y miedo. También estaba Nolasco Ramírez, vestido de punta en blanco, con grampones, mochila y todos los pertrechos de los escaladores.
—¿Cómo os habéis dado cuenta del accidente? —les pregunté.
—Estaba esperando a mi compañero porque queríamos empezar la escalada al amanecer. Acababa de salir del refectorio a fumar un cigarrillo, cuando he oído ruido, he mirado hacia arriba y he visto caer a este pobre chico... Ha sido horrible... Entonces he ido a buscar ayuda y he encontrado a este monje, que se ha encargado de avisar al prior...
—Sí, sí —dijo con voz quebrada el novicio—. El padre prior me ha dicho que bajara otra vez y vigilara que nadie tocara nada...
Estábamos en el despacho del prior, esperando que llegara la guardia civil.
—O sea que tenía droga en la celda... —comentó el padre Ramón—. No lo hubiera pensado nunca. Debe de haberse tomado una dosis, ha enloquecido y ha saltado por la ventana... Es terrible... Los suicidas se condenan sin remisión.
—Rece usted por su alma, padre Ramón, que si se había arrepentido de sus malas acciones, no creo que se haya condenado.
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el padre prior.
—Que Rafael Sánchez no ha saltado por su voluntad. Alguien le ha empujado.