El rapto de las Sabinas

El despacho de Pablo Roselló, el abogado, estaba en la parte alta de la Rambla de Cataluña, en uno de aquellos edificios modernistas que atraen a los turistas provistos de máquinas de fotografiar con un círculo de admiración dibujado en la boca.

Cuando el abogado de los ricos de Barcelona os convoca a su despacho, debéis ir sin hacerle esperar: hay mucha guita.

El portero del edificio, que parecía un almirante, me preguntó dónde iba, como si no fuese normal que entrasen matones como yo en lugares como aquél.

Una especie de bedel que leía disimuladamente un diario deportivo me dijo que esperara, que el señor Roselló me recibiría enseguida. Me senté y encendí la pipa. Era muy diferente de la mayor parte de salas de espera de médicos y abogados. En las paredes, un Mir, un Casas y un Viladomat que supuse buenos. En una estantería de madera oscura se alineaban libros de derecho y, en una vitrina, abiertos, dos códices y unos cuantos pergaminos.

Diez minutos después, el bedel recibió instrucciones por el interfono y me hizo pasar al despacho del abogado.

Allí había dos personas más, aparte del abogado, quien me estrechó la mano con una cordialidad muy poco habitual entre letrados y sabuesos y, por eso mismo, sospechosa. El comisario Fernández se limitó a hacerme un gesto. Le vi un poco acoquinado, como si le hubieran sacado de su ambiente habitual de delincuentes y funcionarios.

El otro individuo no me era completamente desconocido: había visto muchas veces su cara, fotografiada en reuniones oficiales o encabezando entrevistas sobre el estado de la economía, los designios de la patronal o las exportaciones. Se trataba de Julio Casajoana-Müller, uno de los puntales de la Confederación de Empresarios y directivo de una importante empresa del ramo de la electrónica.

El primero en hablar fue el abogado. Lo hizo en castellano, por deferencia hacia el comisario. Usaba un lenguaje envarado, como si declamara ante un tribunal.

—Arquer, le hemos hecho venir por un asunto completamente confidencial. El comisario Fernández aquí presente nos ha dado las mejores referencias sobre su profesionalidad y discreción...

El pasma lo cortó.

—Sabueso, mi presencia aquí es a título puramente particular. Lo que tienen que contarte estos señores, lo sé como amigo de la familia, no como policía..., ¿de acuerdo?

Afirmé con la cabeza. El abogado, molesto por la interrupción del policía, prosiguió.

—Por lo tanto, si acepta el encargo, le rogamos la máxima discreción posible... Y si no lo acepta... En este caso, cuando salga de aquí tendrá que olvidar todo lo que le hemos dicho. De su discreción depende la vida de una persona...

El industrial, desazonado por los prolegómenos, interrumpió al abogado.

—Aceptará, estoy seguro... Usted mismo fijará el precio. No es cuestión de dinero... Diga una cantidad, Arquer... —Y se palpó el bolsillo, como si quisiera pagarme en el acto.

—Antes quiero saber de qué se trata... El comisario me conoce y sabe que no acepto casos fuera de la ley... Por lo que respecta a mi discreción, el comisario les habrá dicho que soy de toda confianza.

—¡Han secuestrado a mi hijo! —estalló, de pronto, el empresario.

El abogado hizo un gesto de contrariedad.

—Un secuestro puramente delictivo... Quiero decir que no hay implicaciones políticas de ninguna clase... Ya hemos entrado en contacto con los secuestradores...

—¡Como policía, me opongo a cualquier tipo de negociación! —dijo el comisario Fernández—. Sin embargo, como amigo, les he recomendado pagar.

—Piden mucho dinero, pero estoy dispuesto a pagarlo... Siempre y cuando me devuelvan al chico sano y salvo... No quiero pagar por una mercancía estropeada... —dijo Casajoana-Müller irreflexivamente. Después, debió de darse cuenta de los términos que había usado y lo enmendó—: Quiero decir que me temo que sea un engaño... Me preocupa la salud de mi hijo...

—Los secuestradores están dispuestos a que alguien vea al chico antes de que se efectúe el pago acordado... y hemos pensado que usted...

Un talón en blanco y la insistencia del comisario Fernández me hicieron decidir. Los secuestradores son mala gente y no me fío de ellos. Esto por una parte. Y, si caía en manos de la pasma, por más comisario Fernández que tuviera detrás, nadie me libraría de que me quitaran la licencia. Pero la carne es débil y aquella inyección en mi cuenta corriente me era completamente imprescindible.

Así pues, a las tres de la madrugada, me paseaba por el Molí de la Fusta de Barcelona, con el corazón en un puño y un leve temblor en las manos. Y os aseguro que no se debía al frío.

Alguien me susurró algo desde la oscuridad de uno de los edificios. Lo estaba esperando, así que me acerqué. Sólo vi una pistola del nueve largo. En un castellano sin acento, me dijeron:

—Dése la vuelta.

Obedecí en el acto.

—Soy el enviado del señor Casajoana-Müller —murmuré.

Una tela oscura, como de lana, me ahogó las palabras en la garganta. Me habían puesto una capucha. Unas manos poco delicadas me agarraron por los brazos y me empujaron. Oí el ronroneo de un motor de coche. Las manos me obligaron a agacharme y meterme en el vehículo. Sin palabras. Con la indiferencia de unos expertos.

El viaje se me hizo larguísimo. El motor del coche, que iba más fino que la seda, avanzaba con regularidad, sin que el conductor tuviera que forzarlo. La velocidad de crucero me pareció regular y rápida. Nos detuvimos algunas veces, como si llegáramos a peajes de autopista. Cada vez que nos deteníamos, el grandullón que llevaba al lado me hurgaba las costillas con el cañón de una pistola.

Supe que habíamos llegado al punto de destino porque, finalmente, rompieron su mutismo. Se les veía eufóricos, como si hubieran superado una situación comprometida. Ellos quizá sí. La parte más difícil de mi trabajo comenzaba entonces, mientras tiraban de mí para hacerme salir del vehículo, me empujaban para que anduviese sobre un suelo sin baldosas y me hacían subir por una escalera de madera que chirriaba.

Cuando me quitaron la capucha, me quedé deslumbrado y aproveché la oportunidad para mirar disimuladamente el reloj. Habían pasado casi tres horas desde que me habían «invitado» a acompañarles en el Molí de la Fusta de Barcelona.

Estábamos en una habitación bien amueblada, sin ventanas, con una luz que colgaba del techo. Conducido por los tres secuestradores que habían viajado conmigo, los tres con pasamontañas, entré en la sala.

—¡No te muevas de aquí! —me ordenaron, siempre en aquel castellano sin acento que usaban.

Había dos sillones de tela, forrados de cretona floreada, una mesita de centro, con un montón de periódicos y revistas atrasados (France Soir, Le Monde, Le parisien Libéré, Paris-Match, Nouvel Observateur, L’Exprés...), un paquete de Gitanes medio vacío, una caja de cerillas, con el anuncio de un restaurante de Lyon, una lata vacía de cerveza Stella-Artois y un juego de naipes franceses.

Encendí la pipa y me senté en uno de los sillones. En un rincón había una especie de alacena con botellas, vasos y cajas de galletas Lu. También había una botella de whisky americano, con un sello de importación francés, una de coñac Napoleón y una de eau-de-vie de peras.

Media hora más tarde, cuando se me cerraban los párpados y me empezaba a vencer un sueño dulce y a la vez inquieto, aparecieron dos encapuchados con el chico Casajoana.

No cabía duda de que era él, según las fotos que me había mostrado su padre. No parecía estar mal. Llevaba unos vaqueros, una camiseta y barba de unos cuantos días. Me miró asombrado. Los raptores desaparecieron por la puerta, que se cerró tras ellos.

—Me envía tu padre... —le dije en catalán.

—¿Ha pagado?

—Todavía no. Quería saber si estabas bien... ¿Cómo te encuentras?

—Tengo mucho miedo. Dicen que si no paga me matarán.

—Tranquilo, chico. ¿Cómo te han tratado?

—Bien... No me dejan salir, pero me dan de comer y tengo una cama para dormir...

—¿Sabes dónde estás?

—No... —miró a derecha e izquierda, con aire de desconfianza—. Creo que en Francia... A veces escuchan la radio y siempre es una emisora francesa... Me trajeron en el portaequipajes de un coche. Tardamos mucho, tres o cuatro horas, no pude calcular bien el tiempo... Dígale a mi padre que pague... ¡Tengo mucho miedo!

Los embozados interrumpieron la conversación. Uno de ellos llevaba una bandeja con un poco de jamón York, un trozo de cammembert, dos Stella-Artois y pan de molde.

—¿Puedo lavarme las manos? —pregunté.

Me hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera.

El pasillo estaba a oscuras, sin muebles y sin ventanas. El baño estaba en un cuartucho, pequeño y mal iluminado. Un lavabo, un wáter y un plato de ducha. Todo sucio, pringoso... Sobre la jofaina había un estante con un peine lleno de pelos negros, un vaso sucio, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico Gibbs. La mugre del lavabo llegaba hasta las letras azules de la marca Roca. No había jabón ni toallas. Me mojé las manos, la cara y el cuello y me sequé con el pañuelo.

El encapuchado me vigilaba desde la puerta. Cuando intenté cerrar la puerta para hacer mis necesidades, negó con la cabeza y me enseñó el nueve largo que empuñaba. Por tanto, desistí y le indiqué que ya había terminado.

Cuando volví a la sala, el chico Casajoana ya se había zampado parte del jamón, el queso y casi todo el pan. Me senté a su lado e intenté tragar algo. Pero no tenía apetito. Una idea me daba vueltas por la cabeza y no acababa de concretarla.

Dormí un rato, con el regusto amargo de la cerveza en el paladar. Eran las siete cuando me despertaron. La mano que me sacudía no llevaba ningún anillo ni tenía ninguna señal de identidad. Apenas había abierto los ojos para examinar la mano, cuando ya me habían colocado una capucha y me empujaban para que me levantara.

Me hicieron andar a tientas por un pasillo —lo sé porque tocaba pared a lado y lado— y me llevaron a otra habitación, sin salir al exterior.

Oí que alguien marcaba un número de teléfono. Me pareció que componían siete cifras, pero no estoy muy seguro. Entonces, una de las voces de los secuestradores dijo a mi lado:

—¿Señor Casajoana-Müller?... Un momento.

Me pusieron el auricular por encima de la capucha.

—¡Hable! —me ordenó la misma voz.

—¿Señor Casajoana? Soy Arquer...

—¿Cómo está el chico?

—Perfectamente bien.

—¿Dónde están?

—No lo sé... Su hijo le pide que pague.

—¿Y cree usted que puedo pagar?

—Ya le he dicho que el chico está bien... Haga lo que crea...

Me retiraron el auricular y me empujaron para hacerme salir de la habitación. Pude oír que alguien decía:

—Nosotros hemos cumplido nuestra parte, señor Casajoana. Ahora le toca a usted...

Se cerró una puerta y ya no pude continuar escuchando la conversación.

La garantía de mi vida estribaba en que el industrial no pagaría el rescate hasta que yo volviera, sano y salvo, a Barcelona. Lo habíamos acordado así por mi insistencia. Porque no me fiaba de aquella gente y, una vez dado el informe por teléfono, nada les impedía liquidarme.

El burgués debió de cumplir su parte del pacto porque, sin sacarme la capucha, me hicieron salir del edificio, me cargaron en el mismo coche —reconocí el ruido— y emprendimos el largo camino de regreso.

El viaje fue más pesado que la ida. Pero, al filo de medianoche, me hicieron bajar del vehículo, con las manos atadas y la cabeza tapada. Tardé un poco en desatarme y comprobar que estaba, de nuevo, en el Molí de la Fusta de Barcelona.

Desde la primera cabina telefónica que encontré, llamé a casa del industrial. Se puso él mismo.

—¿Señor Casajoana?... Soy Arquer. Acaban de dejarme en Barcelona, sin problemas.

Al día siguiente, a primera hora, el comisario Fernández me citó en Vía Layetana.

—¿Francia?... ¿Estás seguro?... ¿Y cómo pudieron pasar la frontera con el chico?... ¿Y tú?

—No sé... El muchacho me dijo que le habían hecho viajar en el maletero del coche...

—¿Y tú?

—Yo no.

—¿Reconociste a alguien?... ¿En qué idioma hablaban?... ¿Tenían alguna característica que los pueda identificar?...

—No reconocí a nadie. Hablaban en castellano, sin acento, y no vi ninguna señal de identificación.

Un hombre uniformado interrumpió muestra conversación para decir:

—Señor comisario... El señor Casajoana-Müller al teléfono.

El comisario me hizo una señal y descolgó el aparato que tenía sobre la mesa.

—¿Sí?... Comisario Fernández al aparato...

—...

—¿Sí?

—...

—Muy bien. Sí, sí... Esta tarde en el despacho del abogado Roselló... De acuerdo...

Colgó.

—El chico está en libertad. Acaba de llamar a su familia. Tenías razón. Está en Francia. Llegará este mediodía. Esta tarde nos veremos en el despacho del abogado. Te espero allí.

El chico Casajoana se había afeitado y llevaba ropa nueva. Parecía más tranquilo y tenía una actitud indiferente, típica de hijo de papá de casa bien.

El viejo Casajoana-Müller arrugó la nariz al verme. Finalmente, después de un incómodo silencio, el abogado salvó la situación.

—Gracias, señor Arquer. Su actuación fue definitiva para liberar al hijo de mi cliente.

—¿Cuándo te han puesto en libertad? —preguntó el comisario.

—Esta mañana, a las nueve.

—¿Cómo lo han hecho?

—Me han encapuchado, me han hecho subir a un coche y me han abandonado en un camino de tierra, en las cercanías de Lyon.

—¿Y qué has hecho tú, entonces?

—He llamado a mi padre para tranquilizar a la familia... Y he vuelto.

—¿Solo?

—Sí. Era el sistema más rápido de volver a casa. Si hubiera tenido que esperar a que me vinieran a buscar...

—¿Y cómo has pasado la frontera? —pregunté yo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Has venido en tren o en coche? ¿Tenías papeles? ¿No te han dicho nada los policías de fronteras?

—No... Tenía el carnet de identidad... He hecho autostop... No sé qué pretende con todas estas preguntas.

—Aclarar conceptos, muchacho. El comisario Fernández te explicará que, según la legislación vigente, no es legal pagar ningún rescate por un secuestro... Pero que, una vez hecho, la obligación de la policía es perseguir a los secuestradores... Dime, ¿cómo te las has arreglado para llamar? ¿Tenías monedas francesas?

—No... Me he parado en un bar de la carretera y he pedido que me dejaran llamar por teléfono, que era una emergencia... Después de hablar con mi padre, desde allí mismo he hecho auto-stop hasta Barcelona... ¿Está satisfecho?

—No... Te lo has montado muy bien, chico... No has perdido detalle ¿verdad? Incluso la extraña aceptación de que alguien te visitara mientras estabas secuestrado... Todo para demostrar que estabas en Francia. Pero ayer tus colegas no me llevaron a Francia. Y tú has mentido... Dime, ¿dónde está el dinero de tu padre?