Fiat lux
Cuando conseguí abrir la puerta con la ganzúa se apagó el automático de la escalera. La oscuridad era total. Di dos pasos y tropecé con un taburete. Me maldije los huesos y maldije el oficio de sabueso que me obligaba a hacer aquellas cosas, a altas horas de la noche, en lugar de quedarme en casa escuchando L’estro armonico de Vivaldi, interpretado por la Berliner Philarmoniker, mi última adquisición.
Mientras con la mano izquierda me frotaba la pierna, con la derecha palpaba el marco de la puerta, en busca de un interruptor. Me clavé una astilla en el pulgar y solté un taco.
—¿Qué pasa? —me preguntó Juan Romaní.
—¡No encuentro la luz!
Justo cuando lo estaba diciendo, oprimí el interruptor y se hizo la luz.
El recibidor era de un mal gusto aterrador: plástico y fórmica.
—¡Cierre la puerta de una vez! —ordené a mi cliente, que se había quedado plantado en el umbral sin atreverse a entrar—. Si nos encuentran aquí nos acusarán de violación de domicilio con nocturnidad y alevosía...
Entró receloso y cerró la puerta.
El corredor lucía un papel en las paredes que casaba perfectamente con el recibidor y que irritaba los ojos. A mano derecha había una puerta cerrada. La empujé. Era la cocina: refrigerador, campana extractora, tres fogones y dos armarios de fórmica. Todo recién ordenado y fregado. A mano izquierda, otra puerta: el lavadero.
El pasillo desembocaba en un distribuidor con otras cuatro puertas. La de la izquierda era un baño, la de la derecha un dormitorio con una cama de matrimonio, dos mesitas, un tocador y un armario, todo ordenado y sin una mota de polvo.
Las dos de enfrente se abrían una a un comedor con un trinchero y sillones de piel sintética y la otra a un estudio.
Sentada delante de la mesa de despacho donde reposaba una máquina de escribir portátil Brother estaba Mónica Oller. Pude verla gracias a la luz del corredor. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los brazos colgando a ambos lados del cuerpo. La luz del techo que encendí al abrir la puerta, doraba todavía más su pelo rubio y bien peinado.
Me acerqué a ella de un salto y le busqué, inútilmente, el pulso. Mónica Oller estaba muerta.
El asunto había empezado hacía una semana. Juan Romaní me había llamado por la mañana pidiéndome una cita. Le dije que podía pasar inmediatamente, que no me movería del despacho. Pero él, pretextando trabajo, quedó en pasar a las siete.
Fue un día malo, sin visitas, sin ninguna llamada más, o sea, sin dinero. Leí la prensa, la correspondencia —cartas comerciales que me ofrecían participar en negocios fabulosos, propuestas de compra de parcelas maravillosas en rincones del paraíso a veinte kilómetros de Barcelona, oportunidades únicas de adquirir enciclopedias que contenían todo el saber humano, letras que antes o después tendría que pagar—, mecanografié un par de informes retrasados, archivé un montón de papeles antiguos y me fui a comer. Volví pronto al despacho, donde hice una pequeña siesta, mecido por el ruido amortiguado del tráfico que entraba por las rendijas de las ventanas. A las seis se puso a llover. Caía un agua sucia y mortecina, como si no acabara de creerse que era lluvia. A las siete, puntual como un clavo, llegó Juan Romaní.
Era un muchacho moreno, delgaducho, deleble como el símil de lluvia que caía en el exterior y le había empapado el cabello. Había encontrado mi teléfono en las páginas amarillas y se había fijado en mí por el apellido:
—Es que soy sagitario, ¿sabe?... Y como Arquer (arquero en catalán) es el símbolo...
No acababa de gustarme. Si hubiera tenido otro cliente, lo hubiera mandado a hacer gárgaras. Pero ahí estaba el aburrimiento de todo el santo día y, sobre todo, las letras que debía pagar.
—Usted dirá cuál es el problema... —le dije intentando acortar el prólogo para facilitarle la historia.
Era tan simple y sencillo como él. Hacía seis años que se había casado con Mónica Oller. No habían tenido hijos. Y hacía tres meses que la chica le había plantado, había desaparecido, se había esfumado, es decir, se había largado... No me extrañaba. Sentí mucha simpatía por aquella desconocida. En mi caso, yo habría hecho lo mismo.
—Quisiera encontrarla, señor Arquer... Lo he intentado solo, pero no lo consigo... Necesito que me ayude...
—¿Y qué quiere de ella?
—¡Oh! Solamente hablarle, aclarar nuestra situación... Si es necesario, ponernos de acuerdo para iniciar los trámites del divorcio...
Divorcio... Desde que se había aprobado la ley de divorcio, los detectives nos pasábamos la vida haciendo esta clase de trabajos. Decididamente no me gustaban: ni él ni su historia.
Pero acepté el trabajo.
Según los datos que me proporcionó Juan Romaní, Mónica trabajaba de enfermera en una clínica privada. Pero ni el administrador ni sus compañeras sabían nada de ella: un buen día pidió la liquidación y no dejó dicho dónde iba. Al día siguiente fui allí. Y no, efectivamente, nadie sabía nada de ella. Había trabajado durante tres años en la clínica y apenas si la conocían personalmente. Quiero decir que se limitaba a cumplir con su deber, después se iba a su casa, sin relacionarse con nadie del personal. Mónica Oller tenía una hermana casada en Badalona. Al salir de la clínica fui a verla. Si las fotografías que me había dado mi cliente eran fieles, ambas hermanas se parecían bastante. Quizás Isabel era más delgada y tenía los rasgos de la cara más definidos. Cuando supo quién era, a qué me dedicaba y lo que quería, perdió la poca amabilidad que tenía.
—No sé nada de Mónica. Ya se lo dije a Juan cuando me llamó. Y, si supiera algo de ella, tampoco se lo diría. Debe tener sus razones para haberle plantado, ¿no le parece?
Y no pude sacarla de ahí.
Aquel mediodía llamé a mi cliente a su trabajo. No quería hablar desde allí, por lo que me citó en un bar de las Ramblas a las seis y media.
A pesar de que Romaní me había dicho que había hablado con la policía, ante la sospecha de que Mónica hubiera tenido un accidente, me pasé toda la tarde en Vía Layetana. El inspector que llevaba la sección de personas desaparecidas recordaba a mi cliente. No, la policía no sabía absolutamente nada de Mónica Oller. En un castellano repleto de galleguismos, el inspector me comentó:
—Si tuviéramos que encontrar a todas las mujeres que plantan a sus maridos, ¡vaya trabajo!
Salí de comisaría con el tiempo justo para llegar a la cita con Juan Romaní. Cuando entré en el bar de las Ramblas, ya me esperaba:
—Señor Arquer... ¿Hay alguna novedad?
Le expliqué las gestiones que había efectuado y me hizo un gesto de desconfianza.
—Con la clínica y con la policía ya había hablado yo... Creí que los profesionales tenían más recursos.
Estuve a punto de plantarle. ¡Qué se había creído! Encontrar a una persona es pura cuestión de rutina, de paciencia y de gastar la suela de los zapatos yendo de un lado a otro.
Le pregunté el dato que quería:
—Trabajó en la residencia de la seguridad social... Lo dejó porque le tocaba siempre el turno de noche y a mí no me gustaba que no nos viéramos casi nunca...
La residencia del Valle de Hebrón es como un castillo medieval: tienes que entrar allí por la fuerza de las armas y, una vez dentro, te pierdes. Mis armas eran la cara dura y la licencia de investigador privado. Y me guió una especie de instinto que tenemos los sabuesos. Después de ir de Herodes a Pilatos, tropecé con la persona adecuada, en el lugar adecuado. Era una enfermera madurita, espabilada, con una cabellera pelirroja que se le escapaba de la cofia y una risa constante en los labios. Miró la fotografía y me dijo:
—¡Claro que la conozco! Hace unos años que ya no trabaja aquí... Creo que se casó. Salía con un chico de la primera planta. ¿Cómo se llamaba? No, no me lo diga, no me lo diga... Miriam..., no, no, Mónica... ¡Eso es!... Mónica Oller... ¿Verdad que es ella?
Como tenía ganas de charlar, la invité a comer al self service de la residencia.
Confundía algunas fechas, pero parecía conocer bien a Mónica. Como mínimo a la Mónica que había trabajado en la residencia hacía tres años. Incluso me dio el nombre y la dirección del ATS de la primera planta que, según ella, se había casado con Mónica. Se llamaba Raúl Figueredo y era chileno. Y, claro, hacía años que se había marchado de allí.
Me costó tres días de gestiones telefónicas con un amigo del Ministerio del Interior de Madrid localizar a Raúl Figueredo. Seguía en Barcelona. Trabajaba en un sanatorio del Montseny, pero residía en la ciudad.
Y así es como encontré a Mónica. En un piso del Carmelo, compañera del chileno y trabajando para un dentista del Ensanche.
Había una nota en la máquina de escribir.
«Lo siento, Juan. Mi vida sin ti no tiene sentido. Perdóname, pero es la única solución posible. Adiós.»
Y al lado, un frasco de barbitúricos y una jeringuilla usada. Levanté el brazo de la muerta y comprobé que tenía un pinchazo en la vena.
Juan Romaní lloraba.
Le había citado en el despacho. Como siempre, me dijo que no podía venir hasta las siete. Mecanografié el informe, preparé una factura por el trabajo y le esperé pacientemente. Como siempre, también, llegó puntual.
—¿La ha encontrado, Arquer?
Le alargué el informe.
—Aquí encontrará la dirección y el teléfono, así como una descripción de las gestiones y gastos.
—Es muy caro... —murmuró en voz baja.
—Es el trato que hicimos. Ni más ni menos.
—¿La ha visto?
—Sí.
—¿Le ha hablado?
—No.
Me dio un talón y se fue.
Acababa de poner el primer cassette de L’estro armonico en la platina, cuando sonó el teléfono. Descolgué sorprendido porque no esperaba ninguna llamada.
—Dígame.
—¿Señor Arquer? Soy Juan Romaní, ¿se acuerda? Le necesito... Tendría que venir a casa de Mónica... La he visto esta noche... Hemos cenado en su casa... Estaba muy deprimida... Cuando he llegado a mi casa, la he llamado, pero no me ha contestado... Ahora estoy en su casa y no contesta... ¡Venga, señor Arquer, se lo ruego!
—¡Lo ha hecho, lo ha hecho! —sollozaba Juan Romaní.
—Explíqueme qué ha pasado...
—Ya se lo he dicho por teléfono... Ayer por la noche, después de verle a usted, la llamé... Quedó muy sorprendida, pero aceptó verme para hablar de nuestra situación. Me invitó a cenar a su casa. He ido a las nueve... La he encontrado muy rara... Aunque, eso sí, ha preparado una buena cena... Hemos cenado y hemos hablado de nuestra situación... Le he dicho que si quería podíamos iniciar los trámites del divorcio... Se ha echado a llorar... Eran más de las once cuando salía de aquí... Más bien intranquilo... Me he ido directamente a casa... Cuando he llegado, he decidido llamarla por teléfono... Ha sido una especie de intuición... No sé cómo explicarlo... Como si sospechara que... que haría lo que ha hecho.
—No me gusta que me tomen el pelo, Romaní... Mónica no se ha suicidado... Ni tenía ningún motivo para hacerlo, ni lo ha hecho. Dígame, ¿cómo ha conseguido inyectarle la dosis de barbitúricos?
Intentó huir por las escaleras. Le atrapé en el rellano inferior. Le agarré por la americana, le arreé un par de tortas y le hice subir otra vez al piso.
Lloraba a moco tendido. Le pegué dos veces más. Por Mónica. Y por mí. No me gusta que me utilicen para llegar a lo inalcanzable ni que se aprovechen de mi trabajo para matar a una chica como aquélla.
Cuando llegó la policía ya me había confesado cómo lo había hecho. En efecto, la había llamado y habían quedado para cenar juntos. Mónica quería divorciarse para poderse casar con el chileno y liberarlo de su condición de refugiado. Y Juan Romaní había urdido el plan que ya tenía entre ceja y ceja desde que me alquiló: le puso un poco de barbitúrico en el café. Y cuando Mónica perdió el conocimiento, la arrastró hasta el estudio, escribió la nota en la máquina y le inyectó la dosis mortal. Después quitó la mesa y lavó los platos. Luego se fue de nuevo a su casa y me telefoneó, para representarme la comedia...
Salí tarde de comisaría y con un dolor de cabeza que me consumía. Llovía a cántaros. Y no tenía ningunas ganas de escuchar Vivaldi, por lo que me fui a dormir. Soñé toda la noche en Mónica Oller.