Caballo perdedor
Era un tío con pasta, se notaba enseguida. Pero los caudales no impedían que le brillaran los ojos al hablarme de su chico. Primero le dije que no, que el trabajo de niñera no me interesaba, que si tenía problemas de relaciones generacionales con su hijo se lo contara a un psiquiatra, o a un sociólogo, o a un pedagogo, lo mismo da.
Sacó un fajo de billetes de la cartera, lo arrojó sobre la mesa y me miró con arrogancia. El argumento me convenció: tenía que pagar el alquiler del despacho, la letra de la cadena de alta fidelidad y los bistecs del mediodía.
—Bien, señor Puigcernau... Dígame exactamente lo que quiere de mí... y veremos qué es lo que puedo hacer.
Quería que fuera a ver a su hijo a la guarida donde vivía, que le asustara un poco, que asustase a las moscas que le rodeaban, lo envolviera en papel de seda, le hiciera un lazo y se lo llevara a casa, más dócil que el Copito de Nieve del parque de las fieras.
En cuanto se hubo marchado, después de dejarme una tarjeta suya con la dirección del chico, escrita a mano con pluma de oro, y una fotografía del muchacho vestido para jugar al tenis, me levanté a abrir la ventana: el olor a burgués me molesta. ¡Ah! Y bajé al Banco para ingresar el dinero que me había pagado como anticipo.
La guarida del chico Puigcernau era un dúplex en Pedralbes. El portero uniformado tenía cara de pocos amigos y, al ver mi licencia de sabueso, arrugó la nariz como si le hubiera enseñado una boñiga de vaca. Me quería mandar al cuerno, pero le paré los pies.
—¡Eh, almirante! ¡Un poco de calma, que yo también tengo derecho a ganarme los garbanzos!... Jorge Puigcernau... ¿está o no?
—Viene de vez en cuando... —me dijo el rey de las escaleras—. Hace ya dos días que no le veo.
Le enseñé la foto que me había dado mi cliente.
—¿Es él?
—Es él, sí... Pero ya le he dicho que no está. Y ahora, si no quiere nada más, hágame el favor de marcharse. ¡A los señores no les gusta ver fisgones por aquí...!
Lo miré con malos ojos y me largué.
La facultad de derecho estaba relativamente cerca del dúplex del desaparecido, así que decidí asomarme por allí. Había clases, pero muchos jóvenes remoloneaban bajo el sol, en grupos de dos o de tres, con los libros bajo el brazo, como si fueran herramientas inútiles.
Después de ir de Herodes a Pilato, de bedeles ceñudos a secretarias bobas, conseguí hablar con un adjunto que «recordaba» —es la palabra que dijo— a Jorge Puigcernau.
—No puede decirse que no sea un chico inteligente. Pero no le gusta estudiar. Por aquí viene poco. Tal vez en el bar...
En el bar había un follón de mucho cuidado. El camarero de la barra me miró con descaro y me escupió en un castellano arrastrado:
—¡Y cómo quiere que le conozca!... ¡Si tuviera que conocer a todos los estudiantes, no me quedaría tiempo ni para respirar!
Le puse sobre el mostrador la fotografía y un billete de mil. El billete desapareció; la foto, no.
—¡Ah, sí!, el Zurdo... Tiene pasta larga, éste... Le gusta el whisky y fardar de las chavalas que se liga.
Esta información no valía las mil calas. Por eso le atornillé un poco más. Se puso gallito. Pero llamó a un chavalín con ojillos de meón que a duras penas coordinaba las palabras. Tenía tendencia a mirar contra el gobierno y a que le colgaran los mocos. Conozco sobradamente el mundo de los junkies para saber que se inyectaba polvos para soñar: se le veían las señales en la cara.
Le empujé hacia una mesa y, una vez sentados, le mostré la fotografía.
—¿Qué quiere?
—¿Le conoces?
—¿Y qué, si le conozco?
—¿Es amigo tuyo?
Me vi obligado a hacer algo que no me gusta: amenazarlo con la pasma. Los junkies me dan pena. Y la pasma, en una palabra, no los saben tratar. Él lo sabía, porque cambió de música.
—Es el Zurdo... En realidad se llama Toti.
—¿De qué le conoces?
—De la facultad... Toti viene poco. De vez en cuando trae un poco de mierda, coge a un par de chicas y se encierra en un piso que tiene cerca de aquí...
—¿De dónde saca la mierda?
—De la calle, naturalmente. —Me miró sorprendido. La pregunta era estúpida.
Le pedí que me acompañara. Le encontramos al final de las Ramblas, muy cerca del Arco del Teatro. Tenía cara de camello. Despedí al junkie y me acerqué a él. Ya le conocía.
—¡Eh, Rudi!
Hizo un intento de huir, pero le detuve.
—Tranquilo, chico... No pasa nada.
Le mostré la foto.
—¿Qué sucede?
—No lo sé. Eso tienes que decírmelo tú.
—No sé quién es...
—Anda, Rudi... Es un cliente. Le pasas mierda de vez en cuando... ¿Lo has visto últimamente?
Se hizo el loco un rato, pero conmigo lo tenía mal.
—Arquer, ya sabes que yo... No me gustan estas cosas. Si, con frecuencia me compra hierba. Anoche vino con otro... cliente. Uno que se pincha. Les acompañaban dos chicas de bandera. Me compraron un poco de harina... Se largaron a toda pastilla.
Comí un bocado y volví a Pedralbes, a la facultad, y le encontré en el bar, como si no se hubiera movido. Al verme, se puso un poco más pálido.
—¿Y ahora qué quiere?
—Que vengas conmigo, pequeño.
Esperé que el almirante se fuera a tomar una cerveza al bar de la esquina y nos deslizamos a través de la puerta. El ascensor estaba enmoquetado y tenía hilo musical. El junkie temblaba como una hoja mientras descerrajaba la puerta.
En el suelo había muchos almohadones y mucha mandanga oriental. La sala todavía olía a alfalfa. Había colillas por todas partes, dos botellas vacías de whisky y un aparato estereofónico, con un disco de Ravi Shankar en el plato.
El hijo de mi cliente estaba echado en un jergón. Tenía la manga del brazo izquierdo arremangada, con la goma hinchándole la vena. Junto a su brazo derecho, en cuya muñeca llevaba un Longines suizo, de los especiales, había una jeringuilla vacía. En una mesita a su lado, había un cenicero lleno de colillas de porros, apurados hasta el tubo de cartón que hacía de improvisada boquilla, un paquete medio vacío de Winston, una cuchara grasienta y un mechero.
El junkie lloraba a moco tendido.
Llegaron juntos. El viejo Puigcernau se había ablandado un poco y también lloraba. El comisario Fernández me miraba mal, como siempre.
Mientras los técnicos hacían todas aquellas gestiones inútiles —fotografías, huellas dactilares, registro sistemático de las otras habitaciones—, el comisario interrogaba al junkie.
—¿De qué le conocías?
—De la facultad. Toti siempre traía chocolate y nos montábamos grandes fumadas. Yo ponía las tías y él la casa.
—¿Y caballo?
—No, nunca. Tenía mucha pasta, pero no había querido probar jamás el caballo. Ayer fue la primera vez. Fuimos a ver a Rudi, le compramos un poco y vinimos aquí... Fumamos unos cuantos porros. Yo le decía que no lo hiciera, pero se quiso picar. Iba tan lleno de mierda que se quedó... La harina de soñar gasta estas bromas, ¡tienes que estar acostumbrado!
Mientras dos números vigilaban al junkie, que no paraba de llorar, el comisario Fernández le dijo a mi cliente:
—Mala cosa, el caballo. Sobredosis... Ocurre muchas veces. Lo siento, señor Puigcernau.
—¡Ni hablar, comisario! —intervine yo—. Ni sobredosis, ni nada de nada. La autopsia nos dirá si realmente le han inyectado heroína...