Seguro de vida
Esteban Ramis había prosperado desde que trabajaba para la compañía de seguros. Se notaba en la ropa que llevaba y en el gesto que me impidió pagar la comida del restaurante. Se veía que no le preocupaba el dinero. A mí sí, por eso dejé que pagara.
—El trabajo es tranquilo, no vayas a creer... Nada de perseguir maridos infieles por encargo de mujeres neurasténicas, ni de hacer informes comerciales, ni de problemas con la bofia... Trabajo de despacho, informes sobre accidentes... Ocho horas y a casita.
—Eso es lo que no me gusta, Esteban.
—¿Qué?
—Las ocho horas. Hay días que trabajo muchas más, pero si un día me apetece irme al cine, no tengo ningún jefe que me lo impida.
—¿Y a final de mes?
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que tampoco tienes un jefe que te pague un sueldo un mes sí y el otro también, tanto si has currado mucho, como si no has dado golpe...
—En eso tienes razón. Pero cada mañana, cuando me mirase al espejo para afeitarme, me maldeciría los huesos. Yo soy un animal solitario.
—Me recuerdas lo de la zorra y las uvas.
—Para ti las uvas y para mí la viña, Esteban.
Salimos del restaurante.
—Tengo el coche aquí al lado... ¿Quieres que te acompañe?
—Si no te molesta... Quisiera pasar por el despacho antes de ir a casa...
—¿No tienes ningún trabajo?
—No. Ayer acabé un asunto y hoy...
—¿Por qué no vienes conmigo? Estoy investigando un accidente... Podrías acompañarme y ver cuáles son nuestros sistemas...
No tenía otra cosa mejor que hacer.
Una vez en el coche —también recién estrenado—, Esteban Ramis me enseñó el expediente del cliente accidentado. Se trataba de una póliza de accidentes a nombre de Francisco Rotger, de cincuenta y dos años de edad, vecino de Barcelona, promotor de construcciones, con despacho en Barcelona. Estaba casado con Josefina Rigau, de treinta y cuatro años, y no tenían hijos.
El informe médico decía que el hombre tenía una salud excelente, con cierta tendencia a la obesidad, tres dioptrías en el ojo izquierdo y dos y media en el derecho, con la obligación de llevar gafas.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté a Esteban, que conducía el coche nuevo como un pavo real mostrando el penacho de la cola.
—Esta tarde sacan el coche del agua... Las costas de Garraf. El accidente fue denunciado anoche por un conductor que vio cómo el coche se precipitaba por el talud y pudo apuntar el número de matrícula antes de que se hundiera... Según la viuda, el tipo iba hacia Valencia por asuntos de trabajo.
—¿Has hecho alguna investigación sobre ella?
—Sí, esta mañana me he dedicado a hacerlo... Parece que el matrimonio no iba muy bien. Se peleaban con frecuencia y la mujer había intentado marcharse de casa más de una vez.
—¿Y el negocio?
—El tal Rotger tenía un socio, un arquitecto llamado Ferran. He hablado con él esta mañana. Según me ha dicho, el negocio no iba muy bien. Ya sabes, la crisis. Precisamente, el viaje a Valencia era para ganar nuevos mercados...
—Y la póliza de accidente... ¿a quién beneficia?
—A la mujer, evidentemente.
—¿Mucho?
—Diez millones.
Al saltar, el coche había arrancado parte de la barandilla de protección.
Estaban allí el juez de instrucción, el médico forense, los de tráfico con una grúa y unos escafandristas que ya se estaban sumergiendo para localizar el coche.
Ramis me presentó como «asesor» de la compañía. Y yo, sin decir esta boca es mía, a ver si pronto podía llevar ropa cara y comprarme un coche nuevo.
En un rincón, al lado de los coches oficiales, una mujer joven, vestida de negro y con gafas oscuras, y un tipo con barba y pelo largo que la consolaba.
—¿Quiénes son aquellos dos? —le pregunté a Ramis.
—La viuda y el socio. Supongo que les ha convocado la autoridad.
Afirmé con la cabeza.
Los escafandristas ya habían localizado el coche y ahora intentaban sujetarlo al cable de la grúa. Los coches que pasaban aminoraban la marcha, como si tuvieran un presentimiento de lo que les podría pasar si corrían.
Ya sacaban el vehículo. Era un R-12 de color verde manzana con el morro aplastado por el tortazo. A medida que el agua chorreaba por la ventanilla, se podía ver a través de ella al conductor, todavía sujeto por el cinturón de seguridad. Se trataba de un hombre de mediana edad, gordito y un poco calvo.
Cuando el coche estuvo en el suelo, el juez llamó a la viuda para que identificara al cadáver. La mujer se acercó, blanca como el papel, miró de reojo el cuerpo del accidentado y se echó a llorar. Era él, no cabía duda. Sacaron el cadáver del interior del Renault y lo pusieron en una camilla. Mientras el médico forense hacía un primer análisis, el comandante de la guardia civil llamó a Ramis para que examinara el vehículo.
El agua lo había manchado todo, pero no había tenido tiempo de estropear el interior del coche.
La llave de contacto estaba en su sitio, en posición de arranque. El cambio de marchas indicaba que el coche llevaba puesta la tercera cuando se produjo la caída. En el radio-cassette, encendido, se había encallado una cinta de música detestable. En el suelo, al lado del conductor, descubrí un paquete de tabaco medio deshecho y un mechero de plástico. Nos acercamos al muerto. Lo habían registrado y, en un montón, sobre un plástico, habían dejado sus cosas: una cartera de piel con el carnet de identidad, el carnet de conducir y diez billetes de cinco mil pesetas, cuatro de mil y siete de cien. También había una agenda que hojeé: direcciones de clientes, con citas apuntadas por horas, un llavero con tres llaves que parecían de la portería, el buzón y el piso, y un monedero con unas cuantas monedas. También había un boleto de parking y un pañuelo con las iniciales bordadas. En el portaequipajes del Renault encontraron una bolsa de viaje con una muda de ropa interior, una camisa y un neceser con un cepillo de dientes, dentífrico, jabón de afeitar, una maquinilla, un peine y dos botellas: una de gel de baño y la otra de colonia. Había también un attaché de piel, lleno de papeles de oficina y de planos de arquitecto.
—No cabe duda —dijo Ramis—: es un accidente. Tendremos que pagar.
—Yo no lo haría —le dije.
—¿Por qué?
—Este hombre no conducía el coche en el momento del accidente.
Y se lo expliqué.
Al día siguiente, en la oficina, recibí una tarjeta de Ramis y un talón de veinticinco mil pesetas. La tarjeta decía:
«Gracias, Luis. La policía ha hecho confesar a la mujer. Ella y el socio lo habían dejado inconsciente en el despacho, lo cargaron después en el coche y el arquitecto se fue hacia las costas de Garraf. Allí colocó el cadáver en el asiento del conductor, puso en marcha el vehículo, entró la tercera, conectó el radio-cassette —un detalle de buen gusto— y después empujó el coche por el barranco. Al parecer, ella le había seguido con el coche de él —del arquitecto, quiero decir— y una vez terminado el trabajo, lo había recogido. Por lo que ha dicho, ella y el arquitecto se entendían. Y los diez millones de la indemnización eran un buen pellizco. Cuando tenga otro caso, te consultaré. Esteban Ramis.»