No disparen contra el burgués

No confiaba en la policía, por eso me llamaba. ¿Podía ir inmediatamente? No discutiríamos por el dinero. Se trataba de un servicio de protección.

Cerré el despacho y me fui hacia mi casa a hacer la maleta: dos mudas, un pijama, una camisa, el cepillo de dientes y el arma. Era mi herramienta de trabajo en casos de protección. Aunque la verdad es que nunca me ha gustado mucho hacer de gorila. Pero, ya se sabe, quien paga manda y yo me debo a los clientes, ¿o no?

La fábrica de tejidos estaba junto a la salida de la autopista. Lucía un anuncio faraónico: «Sucesor de Jaime Prats, S.L.» y una chimenea de ciencia ficción que expandía una humareda amarillenta y maloliente.

Aparqué el cacharro delante del edificio destinado a oficinas, bajé del coche e intenté entrar. He dicho bien, sólo lo intenté, porque un tipo alto como un gigante, vestido de verde oliva y con un pistolón de sheriff en la cintura me cerró el paso.

—¡Alto ahí, jefe! ¿Dónde va tan veloz, si puede saberse?

—El señor Prats me espera.

—No le creo. El amo no espera nunca a nadie... ¿Qué vende usted?

—Manuales de buena educación, milhombres... Hágame el maldito favor de anunciarme... Me llamo Arquer y el señor Prats me espera. No me haga perder más tiempo si no quiere tener complicaciones.

Refunfuñó un poco, pero finalmente descolgó el teléfono interior.

—Muchacha... Soy Toni... Un tal Arquer dice que quiere ver al amo.

—...

—¡Ah, bien!... ¡Sí, sí, de acuerdo! —colgó el aparato y me miró sorprendido—: Dice que se espere un momento.

Fue un momento, realmente. No había tenido ni tiempo de mirar las fotografías murales del recibidor, que representaban viejas escenas de fábrica, obreros con blusa, alpargatas y gorra, de un color sepia que quitaba el sentido, cuando apareció un petimetre canijo y rastrero.

—¿Señor Arquer? Siento haberle hecho esperar... Venga por aquí. El señor Prats le recibirá enseguida. Tiene una reunión con los representantes sindicales, pero me ha dicho que no le haría esperar.

Cruzamos la oficina, la sección de pedidos, el estudio artístico y el laboratorio técnico, por un pasillo acristalado. El sancta sanctórum del amo estaba en el piso y dominaba toda la planta.

En el despacho de delante había dos mecanógrafas, un conserje que metía cartas dentro de sobres y la mesa de mi guía, el secretario personal del dueño. Llopis, el petimetre, habló por el interfono que tenía sobre la mesa.

—¿Señor Prats...? El señor Arquer ya está aquí.

—...

—¡Muy bien! —se volvió hacia mí—: El señor Prats quiere que entre ahora mismo.

Lo hice.

En el despacho del amo había siete hombres. Seis eran normales. El séptimo era el burgués. Se veía a la legua que tenía la presión alta. Que las cuentas corrientes también eran altas, lo demostraba la ropa que llevaba y, sobre todo, el aire de señor de vidas y haciendas que adoptaba.

—¡Pase, Arquer! —gritó.

—¡Buenos días! —dije para romper el hielo. Nadie me contestó.

—¡Mírelos bien, Arquer! —me ordenó el amo, señalando a los seis trabajadores—. Y, vosotros, miradle a él. ¿Lleva pistola?

Me palpé la axila y afirmé con la cabeza.

—Me alquilo yo, no el arma.

—He recibido amenazas para presionarme a firmar el convenio... Esta es mi respuesta... ¡Yo no tengo miedo! ¡Y ahora, marchaos!

Me había metido en un buen lío. Prats me quería como perro guardián, pero yo tenía algo muy claro: protegerlo, de acuerdo, lo haría. Lavarle la ropa sucia, de eso ni hablar.

Lo pactado es lo pactado. Hasta que se aclarase la situación laboral, tendría que vivir en su casa, acompañarlo a la fábrica, a sus visitas y a los viajes que hacía con frecuencia a Barcelona. A cambio, sacaría las tripas de mal año.

La casa, como decía él, era un palacete de estilo modernista situado cerca de la ciudad y rodeado de parques y cercas. Vivía allí con su mujer y un ejército de criados. La chica mayor estudiaba en Londres; el pequeño en Barcelona y solamente aparecía por la casa los fines de semana.

Los dos primeros días anduve de cabeza. Los obreros se habían declarado en huelga y él no paraba. De la fábrica a la Cámara de Comercio, de la Cámara de Comercio a Barcelona, al Gobierno Civil o a la Patronal, de la Patronal al Departamento de Trabajo de la Generalitat... y vuelta a empezar, como si nada.

Cada vez que cruzábamos en coche el patio de la fábrica me sentía mal. Era como si las miradas de odio de los obreros me horadasen la piel en busca de mi dignidad perdida.

Y así un día tras otro.

Hasta el quinto día.

Habíamos estado en Barcelona prácticamente todo el día. Yo había aprovechado para pasar por el despacho y recoger la correspondencia y también para ir a casa y coger más ropa limpia.

La señora se había ido aquella mañana a Londres, a ver a su hija. Los criados terminaban de preparar la cena del amo, o quitaban el polvo o quién sabe qué.

El señor Prats estaba en el estudio y escuchaba música mientras repasaba unos papeles. Yo me hallaba en el jardín, haciendo una ronda de seguridad. El sol se estaba poniendo y su luz amarillenta envolvía los árboles, doraba el césped y me llenaba los párpados de una modorra dulce y suave.

Y, entonces, por encima de la música —Prokofiev—, se oyeron dos estallidos. Eran dos disparos.

Sin apenas darme cuenta corrí hacia la casa con la pistola en la mano. Alguien había roto la cristalera del estudio que daba al jardín. En el aire flotaba un ligero olor a pólvora y el señor estaba tumbado en el suelo.

Me maldije por haber aceptado aquella clase de trabajo. Un sabueso a quien le matan el jefe, ya está listo. ¡Ya podía empezar a buscarme otro oficio!

Afortunadamente, el burgués respiraba. Me arrodillé a su lado. Tenía una herida insignificante en la frente que apenas le había levantado la piel. Le desabroché la camisa, fui a buscarle un vaso de agua y le ayudé a sentarse en uno de los sillones.

—¡Lo he visto!... ¡Lo he visto!... —repetía—. ¡Era Sánchez! Ha aparecido de pronto, ha roto la cristalera y ha entrado. ¡Llevaba un revólver en la mano! No he tenido tiempo de reaccionar... ¡Ha disparado y he perdido el conocimiento!

Había dos agujeros de bala. Uno en un Fortuny de la primera época, colgado al lado de un espejo veneciano que estaba sobre la chimenea de mármol de Carrara. La otra bala se había empotrado en el segundo volumen de la Enciclopedia Catalana, entre las letras «Curo» y «Espal» del lomo. Del suelo, cerca del espejo, recogí dos cartuchos de metal, del nueve corto.

—¡Arquer, avise inmediatamente a la policía! ¡Quiero que detengan a este hombre!

—¡Antes de avisar a la policía, quiero comprobar una cosa, señor Prats!

—Bien, usted es el especialista... Haga lo que crea más conveniente...

Sánchez vivía en un piso nuevo del arrabal de la ciudad. Había un grupo de niños jugando en el minúsculo jardín de la parte delantera del bloque. No había ascensor y por el hueco de la escalera me llegaban toda clase de conversaciones, músicas de transistores y parloteo de televisores. Y un tufo a comida agria.

Reconocí al hombre que me abrió la puerta. Era uno de los seis que había visto el primer día en el despacho del señor Prats. Él también me reconoció.

—¿Le envía el dueño?

Hablaba un andaluz cerrado que me costaba entender.

—No.

—Pues ¿qué quiere?

—Hace un momento que alguien ha disparado contra el señor Prats. Él asegura que ha visto a su agresor. Dice que es usted.

—¿Yo? ¡Será hijo de puta! ¡Yo no he disparado contra nadie!

—¿Dónde estaba hace una hora?

—Por aquí...

—¿En casa?

—No. Hemos salido de una reunión en el local y yo he venido andando...

—¿Con algún compañero?

—No, solo... Pero no he disparado contra nadie... ¡Si ni siquiera tengo arma!

—No se preocupe.

Y me fui, como si huyera de aquel ambiente miserable.

Le habían vendado la cabeza y uno de los criados estaba cambiando el cristal roto del despacho.

—¿Y bien, Arquer? —me preguntó al verme.

—He hablado con Sánchez. Dice que a las seis ha salido de una reunión y que se ha ido andando hasta su casa, solo.

—Así que no tiene coartada... ¿Por qué no lo ha detenido, Arquer?

—No es mi trabajo.

—Su trabajo es cumplir mis órdenes... Y protegerme, aunque esto último...

Agarró el teléfono. Le cogí el auricular de las manos.

—¡Quieto!

—¿Se ha vuelto usted loco, Arquer? ¡Déjeme llamar a la policía! ¡Este bastardo tiene que acabar en la cárcel!

—¡Quieto, le digo! ¿Dónde ha escondido la automática, Prats? ¡Si se piensa que porque es el amo y señor de la ciudad podrá enchironar a un pobre inocente, va muy equivocado...!

Se puso rojo como un tomate. Temblaba como una hoja de árbol en día de ventolera.

—¡Váyase!... ¡No quiero volver a verle por aquí!

—Está bien, ya me voy... ¡Pero deje tranquilo a este pobre hombre! Si le acusa, hablaré con la policía... ¡Tengo pruebas de que el atentado ha sido falso!

Aquella noche dormí en casa, con la conciencia tranquila. Había perdido un cliente y cinco días de trabajo pero el mundo me parecía mejor, y yo también.