La ruta de los almogávares
Tengo que confesarles que soy un marino de agua dulce. Pero, a pesar de esto, acepté el trabajo porque significaba dos cosas: un talón sustancial y unas vacaciones como Dios manda, en pleno Mediterráneo, siguiendo la ruta de los almogávares.
Sí, señor. Tres semanas por el Mediterráneo, comido, bebido y sin pegar golpe. La lotería, en una palabra.
Me lo propuso Pepe Laínez, un compañero de la facultad de derecho que, como yo, había colgado los estudios y se dedicaba a hacer de mánager de una compañía internacional de discos.
Estábamos tomando gin-fizz en un bar de la calle Muntaner. Me había llamado al mediodía y me había citado a la hora de las copas.
—Conoces a Pedro Clotas, ¿verdad?
—No me gusta. Siempre parece que se le haya roto la tripa del cagalar.
—Pero vende.
—La gente tiene las orejas de adorno.
—Está considerado como uno de los mejores cantantes del Estado. En América se lo sortean.
—¡Pues que se lo queden!
—Bueno, no se trata de discutir tus gustos musicales, sino de trabajo. El chico de Gracia está en crisis, ¿sabes? Hace tiempo que nos tiene prometido un nuevo LP y no hay manera... Por eso hemos decidido embarcarlo. Tres semanas de crucero en un yate de la compañía. Quizá los aires de mar le sienten bien. Pero necesitamos una niñera. Alguien que vele por él, que le ahorre problemas con la prensa, con el alcohol y con lo que haga falta. ¿Te interesa?
Nos embarcamos en el Sea Queen a las cinco de la madrugada de un día nublado de mayo. Éramos una muchedumbre. Además del chico de Gracia y su hija de doce años, Graciela, le acompañaba su amante de turno, una starlette de segunda categoría, su conjunto —pianista, contrabajo y batería—, el técnico de sonido, Pepe Laínez, la secretaria y relaciones públicas de la marca discográfica y la mamá de Pedro Clotas, una pescadera del mercado del Ninot, más alegre que unas pascuas. La tripulación estaba formada por el capitán Camprodón, un ampurdanés de barba roma con una pipa soldada en los labios, tres marineros y un matrimonio ibicenco que hacían de mayordomo y cocinera.
A las ocho y media, mareados por el balanceo del puerto de Barcelona, después de cargar el yate, de llevar a cabo una revisión a fondo y de una pelea entre el chico de Gracia y el mánager por una bolsa de marihuana que encontré escondida en su camarote, soltamos amarras, levamos el ancla y zarpamos hacia Mallorca.
El airecillo de alta mar me liberó del conato de mareo. Estaba recostado en la borda de estribor viendo como se alejaba Montjuïc, cuando una voz de chica me murmuró prácticamente al oído:
—¿Ya sientes añoranza?
Era Celia, la secretaria y relaciones públicas de la compañía.
—Todavía no.
—Te conviene tomar un whisky. ¿Quieres?
Bajamos al salón y, mientras la moza preparaba las bebidas, le pregunté:
—¿Hace mucho tiempo que te dedicas a esto?
—¿A lo de la música? No, no mucho. Un par de años. Es agotador y suele quemar muy rápido.
—¿Qué opinas de ése? —le hice un gesto señalando el camarote del cantante.
—Está de capa caída. Si no sale de la crisis que está sufriendo, habrá acabado para siempre.
—¿Y vale la pena hacer todo esto?
—¡Naturalmente! Las compañías rivales pagarían mucho más para tenerlo... Todavía vende mucho.
Después de dos whiskys y una conversación interesante, decidimos tomar un poco el sol.
Pedro Clotas y Miriam, la starlette, se habían instalado en cubierta. Él llevaba una camiseta con su propia cara estampada, unos tejanos descoloridos e iba descalzo. Ella, no. Tenía el cuerpo flexible, redondeado y moreno. Y no llevaba nada. Quizá sólo unas gotas de Chanel número cinco, como aquélla...
A las dos nos sirvieron una comida fría. El sol quemaba mucho y yo notaba que se me iba curtiendo la piel con los bandazos del Sea Queen. Fue una comida triste. El chico de Gracia no dijo ni una sola palabra, casi no probó nada y se dedicó a beber como una esponja. Su madre le reprendía, su hija molestaba a todo el mundo y Miriam se había puesto una camisa india con la que parecía más desnuda que antes.
—A las seis veremos Mallorca —nos informó el capitán Camprodón—. Y podremos cenar en el Náutico de Palma.
El resto de la travesía no tuvo color. El mar era monótonamente azul y el personal había desaparecido de cubierta: Pepe Laínez y Celia despachaban correspondencia en el camarote de ella. La señora Clotas se había retirado a descansar, Graciela estudiaba y el cantante y los músicos se habían encerrado en el salón para componer algo.
Permanecí en cubierta con la tripulación que no paraba de hacer cosas inexplicables para mí, como amarrar cabos, drizar velas o sondear de vez en cuando. Eran tres chicos de Rosas que conocían a fondo el arte de navegar a vela e intentaban enseñarme el lenguaje de mar.
El capitán había acertado. A las seis avistábamos Mallorca, una franja pardusca que poco a poco se convertía en un promontorio que se doraba bajo el sol del atardecer. Y, a las nueve, desembarcábamos en el puerto de Palma.
Y comenzaron los problemas.
El primero fue con Pedro Clotas. Los clientes del Náutico lo reconocieron y le asediaron para pedirle autógrafos. De no sé dónde apareció el inevitable periodista. Pedro iba cargado de alcohol y hacía tonterías. Tuve que rogarle al periodista que no hiciera fotos. Me costó ser convincente, pero el muchacho era blando y lo largué.
El segundo problema se me presentó de madrugada. El capitán Camprodón llamó a la puerta de mi camarote, justo en el momento que soñaba con calles llenas de coches y aceras atestadas de transeúntes.
—¡Señor Arquer!
Encendí la luz, me puse la bata y abrí.
—¿Qué ocurre, capitán?
—Narciso, el marinero. No ha vuelto.
—¿Qué hora es?
—Las cuatro. Tenían permiso hasta las doce. José y Manuel han vuelto puntualmente. Se habían separado y no saben dónde ha ido Narciso. Si mañana, u hoy, ¡qué más da!, queremos zarpar hacia las pequeñas, ya tendría que estar aquí... Temo que le haya ocurrido algo. Es un chico muy formal...
Me vestí, bajé del yate y me llegué al Náutico. El vigilante de noche me proporcionó monedas y los teléfonos de las comisarías de Palma.
A las ocho había localizado al marinero: le habían ingresado en Son Dureta, herido en una pelea en un bar de Es Puig de Sant Pere, el barrio de pescadores de Palma.
El médico de guardia de la Residencia de Son Dureta no quería que hablara con el marinero herido.
—Su salud no lo permite. Venga mañana.
Le mostré la licencia e insistí. No debía de estar muy acostumbrado a hablar con detectives privados porque, finalmente, me dejó pasar.
Le habían hecho una carnicería, pero estaba consciente.
—Había ido a visitar a unos amigos mallorquines con los que había navegado tiempo atrás. Fuimos a tomar unas copas. Hablábamos de nuestras cosas, cuando dos hombres nos agredieron. Yo no les había hecho nada, fueron ellos los que comenzaron...
A las diez volvía a estar en el yate. Pepe Laínez y el capitán estaban desesperados: no podían continuar la travesía sin el marinero.
—Tenemos la mínima tripulación y ese hombre me es imprescindible, no podemos continuar si no encontramos un sustituto de Narciso —decía el capitán.
Lo encontramos. Mejor dicho, él nos encontró a nosotros. Abordó al capitán Camprodón. Era un chico escuchimizado, menorquín, que había oído comentar que en el Sea Queen teníamos problemas y se ofrecía para embarcar inmediatamente. Sólo había un inconveniente: no tenía carnet de marinero.
—¡Asumo todas las responsabilidades! —proclamó Pepe Laínez.
—Usted manda —replicó el capitán, un poco mosqueado—. Le enrolaremos.
Y a las doce zarpábamos hacia Ibiza.
Los primeros días de navegación, después del incidente de Mallorca, fueron como una balsa de aceite. El cantante se pasaba todo el día encerrado con los músicos componiendo nuevas canciones para el LP. Las cintas grabadas por el técnico de sonido aumentaban visiblemente. Sólo dejaban de trabajar cuando tocábamos puerto. Además, el chico de Gracia no probó una gota de alcohol, ni en el mar ni en tierra.
Se quebró la calma cuando salíamos del puerto de Nápoles, camino de Sicilia. Navegábamos a motor y el capitán había decidido no parar en toda la noche.
—Los marineros harán la guardia del timón y yo estaré vigilando para que no ocurra nada.
Me metí pronto en la cama, con una novela de Westlake, el único autor de novelas policíacas actual que me distrae. Pero, con todo, me entró una dulce modorra y debí de quedarme dormido con el libro abierto y la luz encendida porque, cuando oí los gritos en el pasillo, eran las dos y media.
Me puse una bata y salí del camarote. Laínez y Celia también se habían despertado.
—¿Qué pasa? —les pregunté.
—¡Han desaparecido del salón las cintas y las partituras nuevas!
—¿Cómo es posible, si estamos en alta mar...? No creo que nadie del pasaje o de la tripulación...
—¡Pues ha ocurrido!
El cantante echaba chispas, próximo a un ataque de rabia. Miriam, desnuda como siempre, intentaba apaciguarlo. Pronto estuvieron todos en el pasillo más o menos vestidos: los músicos, el técnico de sonido, la madre y la hija. El capitán Camprodón acudió a la cabina de proa con aire atolondrado.
Tranquilicé al personal, hice que todo el mundo volviera a sus camarotes y le dije al capitán que me acompañara a registrar el yate.
Registramos el yate de proa a popa, de estribor a babor, de la bodega a la cofa. No había ni rastro de las partituras ni de las cintas. Convertí mi camarote en oficina y le dije al capitán que hiciera venir, de uno en uno, a la tripulación y a los pasajeros.
Los primeros en ser interrogados fueron el matrimonio de ibicencos.
Él había dormido como una marmota desde las once.
—Tenemos que levantarnos temprano para preparar los desayunos... —se justificó.
—Y usted, ¿ha oído algo?
—¡No, no! —parecía nerviosa—. O quizá sí, pero creo que no tiene ninguna importancia... A las doce, cuando ya dormía, oí un chapoteo y me desperté. Parecía como si algo hubiera caído al agua. Me asomé por el ojo de buey, pero no conseguí ver nada y me volví a acostar...
—¿Su camarote da a babor?
—No, a estribor.
El salón de donde habían volado las cintas daba a babor.
El siguiente fue José, el marinero ampurdanés, encargado de la primera guardia, de diez a dos.
—Dime... durante tu guardia, ¿has oído algo, has visto algo anormal?
—No.
—¿Nos pueden haber abordado desde otra embarcación?
—Imposible. El capitán había fijado el rumbo y había puesto los motores a siete nudos... Nadie nos hubiera podido abordar sin que me diera cuenta...
—¿Quién te ha relevado?
—Ponce, el menorquín, a las dos en punto.
—Dile que venga.
Ponce estaba muy tranquilo. Me ofreció un cigarrillo y se sentó en el borde de la cama.
—Antes de que el señor Clotas descubriera la falta de las cintas... ¿oíste algo?
—No... Yo estaba en la popa, al lado del timón y no me he movido de allí hasta que ha venido el capitán y me ha contado lo que pasaba.
—¿Nos puede haber abordado alguien desde otra lancha?
—No creo... íbamos demasiado deprisa. El capitán había fijado la velocidad a siete nudos por hora y el yate no se ha parado ni un momento...
Le despedí. Manuel, el tercer marinero me dijo que había dormido y no se había enterado de nada hasta que el capitán le había llamado. De los pasajeros tampoco saqué nada en claro. Clotas me explicó cómo se había enterado de la desaparición de las cintas:
—No podía dormir... Quería volver a oír la cinta que habíamos grabado. Me he levantado sin hacer ruido para no despertar a Miriam, he ido al salón y he visto que las cintas no estaban...
—El ojo de buey ¿estaba abierto o cerrado?
—Creo que cerrado.
Subí a cubierta. En el armario de la cabina había unas gafas submarinas y unos pies de pato. Me desnudé y me zambullí por el lado de estribor. El agua estaba helada. Por debajo de la línea de flotación, pegada al casco con imanes, había una caja metálica.
Una vez en cubierta, la abrí. Envueltas en tela impermeable, estaban las cintas y las partituras.
—¡Rumbo a Nápoles, capitán! —le grité al viejo marinero ampurdanés—. Tenemos que entregar al ladrón a la justicia...