Preséntese en el mostrador de información
—Señor Luis Arquer, señor Luis Arquer... Preséntese en el mostrador de información... Preséntese en el mostrador de información.
Lo repitieron en francés y en inglés.
La chica del mostrador de información me dedicó una sonrisa de plástico.
—Al teléfono, señor Arquer... —y me ofreció el auricular.
¿Quién diablos sabía que yo estaba en Mallorca? Había ido para resolver un caso sencillo: encontrar a un chico que había desaparecido.
—¿Sí? Arquer al aparato. —Era Carmen Vilalta, mi clienta hasta hacía una hora, cuando me había dado el talón que liquidaba nuestra relación.
—Venga enseguida, se lo ruego... Ha ocurrido algo terrible, terrible...
Devolví el auricular a la azafata del mostrador. Antes de salir del aeropuerto, anulé la tarjeta de embarque, dejé el billete abierto y recogí la bolsa de viaje.
Fuera caía un sol de justicia. La primavera se olía por todas partes. Había una cola de taxis que esperaban clientela. Cogí uno y le di la dirección de la torre del Terreno.
Carmen Vilalta me esperaba en el despacho. Cuando la vi, me di cuenta de dos cosas: que le pasaba algo muy gordo y que, con ella, no me haría millonario. Le rogué que se sentara y me contara lo que le ocurría. Me lo contó todo de pe a pa, ordenadamente y con suficiente resignación.
Tenía relaciones con un chico, José Viladomat. Querían casarse por Reyes. Ya habían comprado un piso y muebles y hacían bolsa común para el viaje de bodas a Roma... cuando, de pronto, había desaparecido.
—Encuéntrelo, señor Arquer... No quiero hacerle ningún reproche... Sólo me interesa hablar con él, conocer los motivos de su desaparición, saber si está bien...
Se secó una lágrima.
No, el chico no tenía familia directa. Sólo una prima en Tortosa. Vivía en una pensión de la calle Hospital y trabajaba en una empresa de publicidad.
—Dibuja muy bien y todo el mundo dice que llegará muy lejos...
Acepté el encargo.
La puerta de la torre estaba abierta. La empujé y entré. Había un desbarajuste notable: un catre, con la ropa de la cama completamente arrugada, un fogoncito de butano y algunos utensilios de cocina sucios, unas estanterías hechas con ladrillos y tablones, con algunos libros, un par de siurells y telas por todas partes.
José Viladomat hacía una pintura abstracta, chillona y no muy buena.
Carmen estaba sentada en el catre, con la cara entre las manos. Cuando me oyó entrar, levantó el rostro y me miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas. En realidad, siempre la había visto llorando.
José Viladomat yacía en el suelo. Llevaba solamente los pantalones tejanos y tenía una herida en la sien derecha. Pero la mancha roja que se veía en el suelo no era de sangre: provenía de un pote de pintura que el muchacho había estado utilizando en la tela que había en el caballete.
Me agaché y le busqué el pulso. Estaba completamente muerto. Me incorporé y lo miré: no se parecía en nada a las fotografías del chico sensato que quería casarse por Reyes. Se había dejado la barba y el pelo largos, llevaba las uñas de las manos llenas de porquería, los pantalones tejanos manchados con todos los colores del arco iris, deshilachados, y los pies descalzos estaban sucios de una roña consuetudinaria.
—Está muerto —dije para romper el opresivo silencio. Mi voz me sonó extraña—. ¿Qué ha pasado?
Tardé siete días en localizarlo.
Los compañeros de trabajo no sabían nada de él. Un buen día, después de cobrar la semana, había dicho que no volvería más, había exigido la liquidación y eso era todo. La verdad es que no se relacionaba mucho con nadie. El director de la empresa me dijo que era buen dibujante, pero un poco raro. Que observaba la máxima puntualidad en sus entradas y salidas, que nunca había querido hacer horas extras y que no participaba en las juergas periódicas que organizaban los otros compañeros.
La señora Reventós, propietaria de la pensión de la calle Hospital, me explicó que José le había pagado el mes y le había dicho que se marchaba. Había recogido su equipaje y, sobre todo, las telas. («El chico se pasaba todo el santo día pintando. Cuando volvía del trabajo, venga, a pintar. Los domingos, antes de ir a buscar a la novia, vuelta a pintar... Gastaba un montón de kilovatios...»)
No, no sabía dónde había ido. Ella le preguntó si se trasladaba al piso que la chica y él habían comprado para casarse, pero José se había hecho el sueco y no le había dado ninguna explicación.
Viajé a Tortosa para ver a los primos.
Eran un matrimonio de mediana edad, cargados de hijos. Cuando les hablé de la desaparición de José pusieron cara de sorpresa: no sabían nada de él. No le veían desde el verano anterior. Había pasado unos días en su casa con su chavala. Sabían que se quería casar pronto y ésta era la primera noticia que tenían de la desaparición del chico.
Volví a Barcelona decepcionado.
—Me ha abierto la puerta él, muy sorprendido de verme. Estaba pintando y parecía haber bebido un poco... —Los sollozos no la dejaban hablar con claridad—. Le he preguntado qué le había pasado, por qué se había marchado sin decirme nada... Me ha contestado que pensaba escribirme para contármelo todo. Que se ahogaba, que no podía más... Que el trabajo no le gustaba, que quería pintar, ser un gran pintor y que si se casaba perdería la última oportunidad de dedicarse a pintar...
Tuve que darle un vaso de agua para tranquilizarla un poco. Tomó dos sorbos, se sonó y prosiguió:
—Entonces ha ido a coger la botella de coñac —señaló una botella medio vacía de una marca detestable—, ha resbalado con la pintura que había en el suelo, ha perdido el equilibrio, ha caído, se ha golpeado la cabeza con el canto del catre y se ha quedado inmóvil... Le he llamado, le he tocado... pero no contestaba... ¡Dios mío! No sabía qué hacer... No conozco a nadie en Mallorca... Estaba tan aturdida... Y he recordado que usted me había dicho que se marchaba al aeropuerto para intentar coger el primer avión. He buscado el número y he llamado... ¡Pobre José!
Ni en los hospitales ni en las comisarías había nada referente a José Viladomat. Se había esfumado sin dejar ni rastro. Ya estaba dispuesto a abandonar, cuando se me ocurrió una idea: el chico quería ser pintor. Se pasaba todo el santo día, cuando no trabajaba, pintando. En algún sitio tendría que comprar las pinturas. Busqué en las páginas amarillas de la guía telefónica.
Después de dos días de visitar tiendas de pintura, acerté.
Era un establecimiento de la calle Petritxol. Les mostré las fotografías del chico que me había dado Carmen Vilalta. Le reconocieron enseguida.
—Sí, es José... no sé qué más. Venía cada quince días con un pedido de telas y pinturas. Hacía años que le servíamos. Pero ahora hace tiempo que no viene por aquí... Espere un momento.
Estuvieron hablando en voz baja.
—Sí, mire usted... hace quince días recibimos una carta suya, con un pedido y un talón. Teníamos que mandarle el material a su nueva dirección.
Tuve que insistir para que me la dieran. Estaban un poco reticentes. La licencia de investigador privado y mi insistencia les convencieron. Tenían el comprobante de la agencia de transportes: José Viladomat se había trasladado a Mallorca. No constaba ninguna dirección, ponía simplemente que él pasaría a recoger el material por la sucursal de la agencia en Palma.
Aquella noche llamé a Carmen Vilalta.
—¿Mallorca? No comprendo qué es lo que puede estar haciendo en Mallorca... ¿Y dice usted que no tiene la dirección?
—Tardaré unos días más en descubrirla... Si me autoriza el gasto, mañana mismo saldré hacia allí... No creo que tarde mucho.
—Haga lo que crea conveniente. Por el dinero no se preocupe.
Así pues, al día siguiente volé a Mallorca.
Los de Aerpons, primera parada y fonda de mi viaje, me dijeron que, efectivamente, alguien había recogido el paquete llegado de Barcelona. Pero no recordaban ni quién era ni la dirección del destinatario.
A continuación me fui a la comisaría central de Palma. Me atendió el inspector Guillermo Bibiloni. Le enseñé la licencia y cité al comisario Fernández de Barcelona. No se abstuvo de llamarle para confirmar la recomendación. Los informes debieron de ser buenos porque, después de colgar el teléfono, me preguntó:
—¿En qué puedo ayudarle, Arquer?
Se lo expliqué.
En las fichas de hoteles y pensiones de los últimos dos meses no figuraba ningún José Viladomat.
—Pudiera ser que hubiera alquilado un apartamento. Pero no todo el mundo lleva el control de la policía. Veremos si tenemos suerte.
La tuvimos. Un estudio del Terreno había sido alquilado por dos meses a nombre de un tal José Viladomat de Barcelona.
Le di las gracias y me hice llevar por un taxi a la dirección de la torre del Terreno.
Vigilé la torre hasta cerca de las siete. Me costó reconocerlo, porque se había dejado barba y el pelo largo y no se parecía mucho a las fotos que me había dado mi clienta.
Aquella noche, desde el hotel, llamé a Barcelona.
—¿Señorita Vilalta? Soy Luis Arquer. He encontrado a José.
Me dijo que la esperara al día siguiente en el primer vuelo que llegaba de Barcelona. Dormí mal y poco. A las siete, estaba en el aeropuerto de Son Sant Joan. El avión llegó a la hora prevista y mi clienta, con los ojos colorados de llorar, fue la primera en salir de la zona reservada a los pasajeros.
Me dio un talón por los gastos efectuados y los días de trabajo, la acompañé en taxi hasta la torre del Terreno, pasé por el hotel para recoger mi equipaje y volví al aeropuerto justo a tiempo de pedir plaza en el avión que salía a las diez y diez.
Tapé el cadáver de José Viladomat con la ropa de la cama, busqué el teléfono en la guía y, después de mirar el número de la comisaría de Palma, llamé al inspector Bibiloni.
—¿Inspector Bibiloni? Soy Luis Arquer, el investigador privado de Barcelona.
—¡Ah, hola, Arquer! ¿Ya ha encontrado a su hombre?
—Sí, desgraciadamente... Tendría usted que venir enseguida. Su novia le ha golpeado hasta matarle.
Carmen Vilalta bajó la cabeza. La boca se me llenó de un sabor a polvo. Después de todo, no había sido un trabajo tan agradable como yo creía.