Diecinueve
DIECINUEVE
Esto era el domingo a la noche, por supuesto, el 21 de abril. El lunes a la mañana Annie se duchó y vistió temprano porque tenía que volver a sus tareas en el hotel. Me despertó y se fue a la cocina a preparar waffles y salchichas. Entretanto, encendió el diminuto aparatito Sony que me había regalado, con AM, FM, grabador y una preciosa pantallita en blanco y negro. Puso Buenos días, América en el televisor y en seguida vino corriendo hacia mí. Yo me estaba poniendo la bata y oí el final de la noticia.
Busqué en CBS y NBC y, minutos más tarde, oí la información íntegra, al menos todo lo que me fue posible con esos alegres locutores de la mañana que guiñan un ojo y sonríen mientras hablan de horrores indecibles.
“El misterio rodea la desaparición, del centro de rehabilitación de drogadictos, de Jean Norman, la voluptuosa aeronauta cuyo testimonio era crucial para la acusación de Desmin Grizzel, alias el Sucio Bob, aun prófugo, después de los tumultos de Iowa, donde se filmaban las escenas de exteriores para Caída libre, mientras se hacían películas pornográficas al mismo tiempo que se producía la épica de Kesner. Jean Norman tenía libre acceso a los jardines y en dos semanas más iba a ser liberada y puesta bajo custodia de sus padres. Cuando éstos la visitaron ayer, no pudieron hallarla. La policía ha iniciado la búsqueda. Otra paciente la vio alrededor de las 14.00 hablando por encima de un muro de piedra con un hombre alto. Una mancha fresca de sangre en el borde de la piedra en ese lugar resultó ser del mismo tipo sanguíneo del de Miss Norman. La paciente no identificó a Grizzel como el hombre que vio del otro lado del muro”.
—Meyer es brujo —dijo Annie—. Llama a Lysa Dean.
—Allá son las cuatro y media de la mañana. Más tarde.
—Está bien. Más tarde, pero por favor, llámame y dime si pudiste hablar con ella.
—Lo prometo.
—¿Cómo quieres el waffle, negro o quemado del todo? No pongas esa cara, Trav. Hay más pasta. Ese era el mío. Pondré el tuyo cuando salgas de la ducha.
Llamé a Lysa a las tres de la tarde, y contestó enseguida.
—Hola. Soy yo, McGee.
—¡Hijo de puta desagradecido! ¿Te olvidaste de que yo te puse en contacto con Peter Kesner? No sabía si te habían matado y enterrado, o si te escapaste en un globo, o qué. ¿Dónde diablos estás?
—Fort Lauderdale.
—¿Estabas en Iowa cuando la conmoción?
—Así es. La prensa dio una buena cobertura. No pensé que quisieras mi relato paso a paso. Te agradezco que me hayas posibilitado acercarme a ellos.
—Pues no fuiste todo lo agradecido que a mí me hubiera gustado.
—Creí que te lo había hecho como corresponde.
—Claro.
—Déjame decirte para qué te llamé. ¿Tienes un minuto?
—Tres, hasta cuatro.
—Muy bien. El Sucio Bob sigue suelto. Parece que llegó a la chica que iba a atestiguar en su contra y se la llevó a algún lado. Sin entrar en detalles, tiene, o cree tener, buenas razones para encontrarme y hundirme el cráneo.
—Yo lo ayudaría.
—De la única manera que puede encontrarme es por tu intermedio. Vio tu carta. Creo que estuvo escondido un tiempo y ahora se puso en movimiento. Quizás te haga una visita.
—¿Y?
—Puede preguntarte cosas de muy mala manera, Lee.
—No le tengo miedo a ese inmundo motociclista, querido. No tengo motivo alguno para quererte, ni para que me gustes, pero tampoco tengo razones para proporcionar información sobre tu persona, así que no te alteres. Mamá no va a permitir que el matón asqueroso encuentre al pobrecito McGee.
—Carajo, Lee, piensa un poco. Mató a Ellis Esterland, y a Curley Hanner, y probablemente haya matado a Jean Norman.
—Ah —dijo en voz más baja.
—Te llamé porque es culpa mía que estés en la línea de fuego. Perdóname. No pensé en las consecuencias. —Había perdido algunas grandes mujeres por ser demasiado lento, demasiado estúpido y demasiado descuidado. Esta vez le estaba advirtiendo—. ¿No te puedes ir por un tiempito?
—Estoy mejor aquí que en cualquier lado. Tengo al matrimonio coreano y un excelente sistema de seguridad. Tendré cuidado.
—Si aparece, dile dónde encontrarme. Me gustaría volver a verlo.
—¿Seguro?
—Sería más fácil que perderte a ti.
Empezó a reírse, y cuando pude hacer que me explicara qué le resultaba tan gracioso, dijo:
—Mi amor, no puedes perder algo que nunca tuviste.
—Diles a los que patrullan tu zona que vigilen más. Diles que recibiste la llamada de un maniático.
—Ésta es la llamada de un maniático, no sería una mentira.
—Tómame en serio, ¿quieres?
—Mi amor, lo intenté dos veces, y no funcionó —dijo y, sin parar de reír, colgó.
Llamé a Annie a Eden Beach de inmediato y esperé mientras la buscaban.
—¿Sí? Habla Anne Renzetti.
—Acabo de cortar con Lysa.
—¡Bueno! Siempre me pongo tan contenta cuando no se cumplen esos horribles presentimientos. ¿Se va a ir? Yo podría esconderla aquí, al menos hasta que alguien la reconozca, es decir, a los once minutos de llegar. No es buena idea. Sería lindo conocerla. Tengo la sensación de que ya la conozco.
—Se impresionó. Va a tener cuidado.
—Me alegro.
Cerré todo y me fui hasta el yate de Meyer. No estaba a bordo. Luego lo vi venir, evidentemente desde la playa, caminando pesadamente, sonriendo solo.
—¿El regreso del triunfador?
—Hola, buenas tardes. ¿Triunfador? En un sentido, sí. Había un grupito de jóvenes y larguiruchas muchachitas pubescentes en la playa, una temprana invasión del verano, todas de Dayton, Ohio, todas serias, bronceadas y curiosas. Estaban paradas alrededor de un calamar llegado a la arena, hablando de lo feo que era, y yo me inmiscuí en la conversación, les conté de su esquema vital, sistema de defensa, hábitat usual, enemigos naturales, etcétera. ¡Y descubrí, lleno de placer, que este grupo era leído! Habían leído libros. Libros en serio. Todas leyeron Vidas de una célula y piensan seguir leyendo el resto de la vida. Tuvieron todas el mismo profesor, que debe de ser un hombre de grandes convicciones. En un país que forcejea en la ignorancia, que se hunde en la papilla masticada de la televisión, me conforta saber que aquí y allá hay pequeños grupos de jóvenes que han probado el sabor de una idea original, que saben que la palabra escrita es el único vehículo posible para transmitir un concepto complejo de una mente a otra, que no dejan de ejercitar los músculos del cerebro y de fortalecerlos. Algún día dirigirán el mundo, Travis, y no tendrán necesidad de romper vidrieras o cabezas y quemar automóviles para expresarse, para dar rienda suelta a sus frustraciones. Tampoco serán las victimas de esa borrosa tontería llamada ciencias sociales. La mente muscular es una herramienta de corte y la educación contemporánea tiende a quitarle el filo.
—Como has dicho antes.
—¿Qué? Perdóname. Conferencia ochenta y seis C.
—¿Te enteraste de lo de la chica Norman en Omaha?
Nos ubicamos en profundas sillas de lona en la popa del John Maynard Keynes.
—Lo oí al mediodía —dijo, y se levantó para abrir la escotilla, bajó y volvió con dos botellas heladas de Dos Equis, bebió de la suya, se limpió la boca en el dorso de su mano pesada y peluda y dijo—: El cuerpo aparecerá tarde o temprano.
—Lysa Dean está bien. Hablé con ella hace un rato. Le avisé. Creo que mantendrá la guardia levantada. Le dije que si él llega a ella, le diga dónde encontrarme.
Enseguida noté que estaba inmóvil, mirando hacia la distancia. Pasó una mujer en bikini, un gran sombrero de paja rosado y sandalias blancas de taco alto y Meyer no le dirigió ni siquiera la mirada que se merecía. Desapareció en la luz de la tarde calurosa.
Al fin se movió, suspirando, y terminó la cerveza.
—Hay algunos datos conocidos sobre Desmin Grizzel. Fue criado en Riverside, California, al borde del desierto, en una familia de un solo padre, y los chicos fueron repartidos en varias casas adoptivas cuando la madre murió en una pelea. Desmin fue del hogar adoptivo al reformatorio y de ahí a la penitenciaría, de donde salió ya formando parte de la hermandad de los motociclistas marginados. Mecánico pasable, pendenciero, hábil motociclista. Allí estaba, rumbo a su muy limitado destino, cuando Peter Kesner entró en su vida y les dijo a Grizzel, Hanner y sus socios que quería usarlos en una película. Deben de haber creído que era broma. Se convirtieron en el Sucio Bob y el Senador, vivieron sus papeles, hicieron sugerencias de producción, etcétera, etcétera. Está todo en las revistas de admiradores. Y así se hicieron celebridades, héroes míticos para un limitado sector de los Estados Unidos. Dos películas. Y los consiguientes espectáculos periodísticos, apariciones públicas en encuentros de motociclistas, carreras y rallies. Y algunos papeles importantes en series de televisión y películas de segunda. Desmin Grizzel leyó los comunicados de prensa explicando cómo, por accidente, su vida había cambiado. Los habían elevado, del gran pantano de la gente común, hasta la cima de la colina, donde él afirmó haber visto la luz y prometió no volver nunca a su vida de antes. Éste es siempre un tema popular. Creo que Desmin Grizzel empezó a tomarle el gusto a la seguridad, si no a la respetabilidad. Se acercaba a los cuarenta. Había hecho un trabajito sucio por Kesner, le había sacado a Kesner todo el dinero de Josie que pudo, y lo invirtió en una casa en la playa, vehículos, bonos y el abogado que trataba de conseguirle el perdón. Había hecho posible que Kesner obtuviera el dinero para el proyecto de la nueva película. Hizo rodar a su viejo amigo Hanner por el acantilado, deshaciéndose así de un posible peligro. Era el asistente de Kesner, y recibía órdenes de pronto algo degradantes para un hombre que en su tiempo fue una estrella. Entonces, en el negocio de los videotapes, tuvo la oportunidad de complacer al mismo tiempo su afán por estar ante una cámara y sus apetitos sádicos, sin darse cuenta, en apariencia, del peligro que implicaba no ocultar su identidad. Y todo se fue al diablo. Vio morir a Kesner y te vio sobrevivir. Se escondió en algún lado, durante casi dos meses. Buscado. Retratado en todas las sucursales de correo. Acusaciones federal y local en Iowa. ¿Cuál es entonces su idea del futuro? Ya no hay modo de que pueda volver a encajar en ninguna otra zona de seguridad y respetabilidad. Ningún modo. El mito de la redención ha sido destruido. Los admiradores de otro tiempo ya no existen. El que en un tiempo fue un motociclista marginado ha vuelto a ser un marginado. De vuelta a los orígenes. La sociedad lo elevó y luego volvió a arrojarlo al suelo, dejándolo sin salida. No es de los que se entregan. Es un animal depredador. Grande, pesado, ágil. Y cruel. El hecho de que fuera domesticado por un tiempo lo hace más peligroso. Y se está moviendo porque de alguna forma adquirió una identidad segura que le da movilidad. Yo diría que se ve a sí mismo en un contexto fuertemente dramático, como un hombre traicionado que quiere eliminar a los traidores antes de caer. Los traidores son la chica Norman, Joya Murphy-Wheeler, Lysa Dean, tú, y quizás algunos otros. Puede encontrar gran placer en la cacería, sabiendo que son los últimas actos de su vida.
—Meyer, no te puedes meter en su cabeza.
—Lo sé. Pero puedo acercarme.
—Puede estar administrándose substancias tan fuertes que lo dejen atontado. Quizás ande vagabundeando por ahí.
—Cierto.
—Pero será mejor que trate de ubicar a Joya.
—No está de más —dijo.
No pude encontrar el número que había anotado. Me lo dieron en informaciones y luego esperé a que estuviera en casa. Repasé lo que quería decirle. Me había parecido muy derecha y directa. Recordé cómo sonrió cuando por fin experimenté ese extraño placer del paseo en globo a baja altura.
La voz que atendió era frágil e insegura.
—Hola.
—¿Está Joya?
—No. ¿Quién habla?
—Travis McGee. Hablo desde Florida.
—¿Era amigo de ella? —El tiempo pasado me congeló la sangre en las venas.
—¿Quién es usted?
—Alpha. Soy la hermana. ¿Qué necesitaba, Mr. McGee?
—¿Puedo hablar con ella? —Supe instintivamente que era una pregunta estúpida.
—No, señor. No es posible. Ayer tuvimos los funerales. Ella… ella falleció.
—¿Qué le pasó?
—¿Usted no es de la prensa?
—No. Salí en el globo con su hermana.
—La enloquecía eso. Le encantaba. Siempre decía que valía la pena, pero para mí no tenía sentido. Eso era otra cosa que tengo que vender de ella, supongo, su parte en ese estúpido globo.
—¿Usted es el albacea?
—Algo así. Se divorció hace mucho tiempo y no hay chicos. Volvió aquí a establecerse en el lugar donde nacimos, sola. Es decir, yo tengo marido, hijos, y una vida propia. Le dije a Joya que no podía vivir sola. Está sobre un camino vecinal. Pasan dos camiones por día.
—¿Qué le pasó?
—Bueno, fue el jueves pasado, el dieciocho. Lo que siempre hacía, al menos que estuviera feo, era ponerse el equipo de gimnasia y salir a correr, luego volvía, se daba una ducha, desayunaba y se iba al trabajo. Se mantenía en muy buena forma. Bruno siempre corría con ella. Es cruza de Airedale, casi humano. No lo han encontrado hasta ahora. Cuando no apareció a trabajar ni llamó por teléfono, una amiga de ella que trabaja en el mismo lugar me llamó, yo llamé a Alan al negocio, vinimos hasta aquí y entramos con mi llave. La hornalla estaba baja y la cafetera estaba seca. La ropa que planeaba ponerse para ir a trabajar estaba sobre la cama. Ya era mediodía. Bueno, para la tardecita ya había unas cincuenta personas buscándola, y al fin encontramos el cuerpo entre unos pastos altos a cuatrocientos metros de la casa. La habían golpeado. La cara era algo horrible. Alguien la violó y luego ató una de las piernas del equipo de gimnasia a la garganta, muy apretada. El pasto estaba todo pisoteado, como si hubiera habido una pelea de animales. Se interrogó a casi todo el mundo en la zona para ver si alguien había visto algún extraño. Quien haya sido, tuvo mucho tiempo para escapar. Me parece una injusticia tan grande. Casi me alegro de que mamá haya muerto el año pasado así no vio lo que le pasó a Joya.
—¿Se sospecha de alguien?
—No sé. No creo. Ayer después del entierro Alan y yo hablamos con un hombre con el que Alan fue a la escuela. Tiene algo que ver con la policía. Dijo que podía tener alguna relación con lo que pasó en Estación Rosedale, pero Joya se fue de allí antes del lío. Todos piensan que fue un vagabundo. Hay tanta violencia absurda en el mundo en estos días. Bueno… yo estoy tratando de arreglar sus cosas. ¿Cómo era su nombre? McGee. Ay, Dios mío, casi le digo que le diría a Joya que había llamado. Tengo que cortar. Voy a llorar otra vez.
Volví a hablar con Meyer esa noche, en mi yate.
Le expliqué mis reservas sobre el profesionalismo de ese tal Forgan.
—Por la conversación que tuve con Kesner cuando se fue Forgan me enteré de que Forgan le dijo a Kesner que Mrs. Murphy-Wheeler había presentado una denuncia sobre las películas pornográficas que se hacían allí. Un ciudadano que hace una denuncia ante las autoridades debe ser protegido, a menos que quiera hacer declaraciones, bajo juramento.
—Quizás ése fue el caso. O quizás Mr. Forgan no se lo tomó muy en serio. Quizás pensó que era alguien a quien habían despedido y que quería vengarse.
—Está bien. Pero yo fui el idiota que se lo contó a Grizzel cuando estuve con él y Jean Norman más tarde.
—Si no se lo hubieras mencionado, Kesner lo habría hecho, Travis. Y quizás ya lo sabía cuando tú se lo dijiste. Seguramente Kesner quería advertirle sobre Forgan y su compañero que andaban investigando. Te aferras a culpas imaginarias como la pelusa a la sarga.
—Joya era una mujer feliz y capaz. Estaba indignada por lo que le hicieron a Jean Norman. Quería justicia. Y eso la mató.
—Pero tú no hiciste que la mataran.
—Está bien, Meyer, está bien.
Las noticias de medianoche nos informaron que la lancha policial había sacado el cuerpo desnudo y golpeado de Jean Norman del río Missouri siguiendo un aviso del capitán de un remolcador. Dijeron que para las autoridades podía haber una conexión entre el asesinato de Miss Norman el domingo a la noche y la brutal violación y asesinato de Mrs. Murphy-Wheeler cerca de Ottumwa la mañana del jueves anterior. Las unidades policiales de todo el medioeste estaban alertas a la espera de cualquier información concerniente al paradero de Desmin Grizzel. Se detenía e interrogaba a los motociclistas en nueve estados.
—Y ése es el único medio por el que él no viajaría —dijo Meyer.
—No veo cómo puede arriesgarse a viajar de ninguna manera, con esa cara tan bien conocida.
—Descubrió algo que funciona —dijo Meyer—. Piensa en Jean Norman.
¿Te parece que habría pasado por encima de un muro para hablar con Desmin Grizzel? ¿Alguien que poblaba sus pesadillas? Supongo que no tuvo idea de quien era hasta que él la agarró, la pasó por encima y la llevó a los arbustos. ¿Te parece que Joya, vestida para correr, se dejaría alcanzar por Grizzel?
—No puede disimular su tamaño. Tiene las medidas de un guardia de seguridad. Un metro ochenta y siete, ciento veinte o ciento veinticinco kilos, una gran barriga.
Después de pensado un rato, llamé a Lysa Dean. Eran las diez de la noche pasadas, hora de ella.
—¿Tú otra vez? —dijo—. Escucha, tengo gente.
—Los oigo. No te quitaré mucho tiempo.
—¿Qué pasa?
—El Sucio Bob se acercó mucho a dos personas que tenían buenas razones para cuidarse de él.
—¿La mujer de Omaha y la de Iowa?
—Estás al tanto. Sí. Lee, no quiero aburrirte con esto. No sé si tiene intenciones de buscarte a ti, no sé si le interesa tanto encontrarme. No sé cuánto riesgo es capaz de correr, ni si está muy loco o no. Pero tú recuerdas su tamaño.
—Era un tipo muy muy grande.
—No confíes en ningún extraño con sus dimensiones, hombre o mujer. Puede disimular cualquier cosa menos su tamaño.
—Me doy por enterada.
—Si quieres voy. Guardia permanente.
—Bueno, me tientas, pero no, gracias.