Ocho
OCHO
El viernes de mañana fui en la pick-up Rolls hasta más allá de Deerfield Beach, doblé en la 887, y después de unos quince kilómetros, llegué al Oasis de Ted Blaylock, que no parecía mucho más ruinoso que la última vez que lo vi.
La larga estructura irregular estaba paralela a la carretera, obviamente construida de a pedazos a lo largo de mucho tiempo. Casi todo tenía techo galvanizado. El cartel en el borde del camino de acceso había sido montado más o menos de la misma manera: un pedazo por vez. MOTO BAR. Horario: 15 a 19. Se venden: Motos, motores. Chili y panchos. Service de Carburador, Frenos, Llantas, Rayos, Tanques, Bastidores. Pintura de tanques. Pintura corporal. Accesorios.
Eché una ojeada a través del galpón abierto en un extremo, y me pareció que Ted había construido otras cabañas en el fondo. Unos hombres trabajaban en el galpón de piso de cemento y oí el chirrido agudo del metal cuando lo bruñen. Sobre un lado había una vidriera con calcomanías pegadas y filas de relucientes accesorios de cromo visibles entre las calcomanías, al lado de algunas motocicletas en fila, nuevas y brillantes. Afuera había algunas motocicletas sucias estacionadas al frente en el centro, sin orden aparente, junto con un par de inmensas pick-ups, encima de sus ruedas exageradas y una fila de bicicletas nuevas. En el momento en que bajé del auto, a alguien se le cayó una llave y sonó como una campana al rebotar en el suelo.
Entré por la puerta de alambre tejido que se cerró con un golpe detrás de mí. En el techo zumbaban unos ventiladores. El mostrador, combinación de bar y comedor, se extendía hacia el fondo del salón, con una docena de taburetes atornillados al piso. Había media docena de mesas de madera, con capacidad para cuatro sillas cada una. Afiches nuevos detrás del mostrador, coloridos y chillones, exhibían señoritas semidesvestidas que, según sus expresiones, debían estar disfrutando relaciones orgásmicas con las motos sobre las que se habían trepado. Otro afiche mostraba a un policía pegándole en la cabeza a un motociclista y tenía una gran leyenda en rojo: BASTA.
Había tres de la hermandad sentados en los taburetes del bar, los tres grandes, los tres gordos y barbudos. Llevaban musculosas, chalecos de denim con una cantidad de broches, bolsillos y cierres, jeans desteñidos, botas una selva de tatuajes azules en los brazos grandes y desnudos y anchas muñequeras de cuero, tachonadas en la parte de afuera con afiladas púas de metal. Los chalecos estaban cubiertos con remiendos nuevos y viejos, que rememoraban varias carreras, reuniones y clubes remotos. Tenían los cascos en una mesa detrás de ellos. Las tres cabezas empezaban a ralear arriba pero tenían largos rizos que les llegaban casi hasta los hombros.
Dejaron de hablar y me dirigieron una mirada que se supone debía destilar cautela instantánea, si no terror. La chica detrás del mostrador me ofreció una mirada distinta, vacía como el vidrio. Parecía ser en parte de raza seminola, flaca como un palo con pantaloncitos blancos de gimnasia con un borde rojo y una remera de algodón ajustada que tenía, entre los separados huevecitos de paloma que parecían los senos, las iniciales M.C.E.E.M.
—¿Está Ted? —le pregunté.
—Está ocupado.
—Dígale por favor que McGee quiere verlo.
—Cuando termine, ¿está bien?
—Déme café entonces. Sin crema. —Me senté en el taburete de la punta y los tres poderosos perdieron interés en mí y prosiguieron su conversación.
—Bueno, y el hijo de puta, ¿saben lo que hizo?, sacó eso y les puso pistones Gary Bang y carburador Weber y todo, y cuando terminó todo, no valía un carajo. Loco, no podía ni andar. Vinimos de Okeechobee el domingo, al amanecer, metiendo pata todo el tiempo, mareados porque esa porquería estaba mezclada con éter, Whisker y yo corrimos parejos. Yo habré llegado unos quince segundos atrás de Whisker y podríamos haber dormido una siesta esperando a Stoney. Después de todo el trabajo que le había hecho, estaba tan furioso que saltó y la dejó caer. Y después empezó a darle patadas, y a gritarle, y seguía tan furioso que fue hasta un árbol y le pegó tan fuerte que se rompió un dedo, y se le hinchó la mano como una pelota. Todos nos reímos. Ese loco no es nada hábil, y eso es todo.
—Bueno —dijo el del medio—, hay que irse. Hasta luego, Mits.
—Hasta luego, Potsie. Que les vaya bien, muchachos.
Se pusieron los cascos mientras salían, subieron a las motos, encendieron el motor y después de acelerar en seco varias veces salieron rugiendo a la carretera vacía, doblando hacia el oeste, los tres juntos.
Mits me miraba de reojo mientras limpiaba el mostrador donde habían estado ellos.
—Podría avisarle nada más que estoy —le dije.
—¿Vende algo?
—No, soy un viejo amigo.
Se encogió de hombros y salió. Volvió en seguida.
—Puede entrar. Él le preguntó a ella y ella dijo que está bien, que puede mirar.
—¿Mirar qué?
—Está haciendo pintura corporal, y ésta de hoy es inmunda, pero es lo que ella quiere, supongo. Entre en el segundo cuarto.
Cuando abrí la puerta, entré y la cerré detrás de mí, Ted levantó los ojos de su trabajo y me dio el saludo tradicional:
—Hola, sargento.
—¿Qué tal, teniente?
—Ven a ver qué te parece esto.
Tenía la silla de ruedas al lado de una camilla apoyada sobre cuatro bloques de cemento. Acostada en la camilla había una chica de cara ancha y fofa. Sus pantaloncitos de denim estaban arriba de una silla. Tenía una remera amarilla y estaba desnuda de la cintura para abajo. Ted tenía su bandeja con agujas y tinturas a mano. Una amplia faja de cinta adhesiva mantenía apartado el mechón de abundante pelo púbico para que él pudiera empezar su diseñó directamente en las raíces del pelo. Ya casi estaba terminado. Era un diseño de tres hongos, creciendo desde ese vientre blanco como la leche, unos hongos regordetes y romanticones, de los que servirían de refugio a un duende de Disney. Había un libro abierto cerca con un dibujo en color de tres hongos creciendo en manojo. Ted había simplificado algo el dibujo.
Siguió trabajando. La chica apretó los labios y cerró los ojos. La aguja eléctrica zumbaba. El aire acondicionado resonaba. Ella resopló y los músculos del vientre se estremecieron.
—Se está yendo otra vez —dijo—. ¡Ay!
—Ya casi termino. Aguanta.
Llevó otros cinco minutos. El zumbido se detuvo. Él agarró una punta de la cinta adhesiva y dio un tirón.
—¡Ayy! Carajo, eso dolió.
—Deja de portarte como una nenita, Lissa. Ve a mirarte.
Ella bajó las piernas de la camilla y caminó hasta un angosto espejo en la pared. Tenía el trasero de un hipopótamo blanco, una tonelada de pulpa que bailoteaba al caminar. Se miró al espejo, riendo.
—Bah —dijo—, esto le va a hacer volar los sesos al amigo Ray.
—No lo dudo —dijo Ted.
Volvió y tomó los pantaloncitos. Antes de ponérselos me dirigió una mirada especulativa.
—¿Usted qué dice?
—Bueno, diría que es original.
—¡La puta si es original! Y me diste tu palabra de honor, ¿eh, Ted? A nadie más le haces lo mismo.
—No, de ninguna manera. Aunque me lo pidan de rodillas. Se puso los pantaloncitos y prendió los broches.
—Ah, me olvidaba. Ponte esto en el dibujo ahora, cuando te vayas a acostar y de mañana. Es una crema antiséptica. Durante tres o cuatro días. No te olvides. No, ve al baño y te lo pones tú sola, chiquita. Estoy cansado de cuidarte.
Ella se encogió de hombros y salió, colgándose al hombro regordete la gran cartera de plástico.
—Si juegas bien tus cartas, Trav, podrías conseguir una tajada. —Fue hasta la pileta con su silla de ruedas y llevó la bandeja con el equipo.
—“Espejito, espejito lindo, ¿quién es la más linda del reino?”. Creo que no soportaría tanta delicada belleza. ¿Sabes una cosa? Trabajas muy bien eso, Blaylock.
—La necesidad es la madre de los ingresos. El tatuaje es lo máximo en estos momentos. Si vieras mis dragones y serpientes. Los hongos me llevaron algo más de una hora. Por ochenta dólares. Tengo una clienta loca a la que le hice tatuajes por valor de más de mil dólares. Muy rara. No quiere crema anestésica. El asunto es que para ella el dolor de la aguja la excita. Es todo un motivo marino. Delfines, piratas y barcos antiguos, sirenas, cosas por el estilo. Si pudieras verla. No es como la gordita Lissa, no, ésta tiene un cuerpo estupendo. Demasiado lindo para hacerle lo que le está haciendo.
Me senté al lado de su escritorio y cuando se acercó lo miré mejor. Estaba más delgado que antes. No tenía buen color y hasta el pelo parecía muerto y seco.
—¿Te sientes bien? —le pregunté.
—No espléndido. Como me dijeron al principio, estoy cortado tan arriba que tengo lo que llamaron una expectativa de vida limitada.
—¿Dónde está la Gran Bess?
—Bueno, vino un pistolero colombiano muy pero muy fogoso, y le gustó muchísimo, porque era el doble de su tamaño y su peso, y ella estaba cansada de servir a un tullido parapléjico, así que ahora la tiene oculta en el Hotel Mutiny, comiendo chocolates y mirando las telenovelas, mientras él anda por ahí bajando a la competencia a balazos. Pero tengo a Mits, mi pequeña indiecita, y es una maravilla. Es más rápida, mejor y mucho más limpia que Bess. Y qué fuerza tiene en ese cuerpecito. Me puede levantar y caminar conmigo. Leal que no te imaginas. Me pregunto por qué aguanté tanto tiempo a Bess. O por qué ella me aguantó a mí.
—¿Qué tal van los negocios?
—Muy bien. Me gusta mucho esta pintura corporal.
—Haces muy lindos dibujos.
—Eso es lo que quería ser, hace miles de años. Estuve en Parsons dos años —Yo sabía que los dos pensábamos en lo que vino después. Entrenamiento básico, la Escuela de Cadetes del Ejército, promoción al campo de batalla y finalmente una mañana de una fuerte lluvia fría y fuego de mortero cuando ayudé a bajar la camilla de la colina y la apoyamos sobre el transporte de armas.
—En el hospital de veteranos —dijo—, hice una cantidad de dibujos de los muchachos. Quería ser un artista comercial, pero no tenía la movilidad necesaria. Luego surgió esto. Estudié, pedí el equipo por correo, empecé a practicar con amigos. Es bárbaro. ¿Quieres uno en el brazo? ¿Un águila? ¿Un ancla? ¿Hola, mami? ¿Semper Fidelis? ¿MCEEM?
—No, muchísimas gracias. Siempre pensé que un hombre se hace un tatuaje cuando está tan borracho que no sabe lo que hace o porque necesita mirar el tatuaje de vez en cuando para autoconvencerse de que es un macho. Esas iniciales M.C.E.E.M. son las que tiene Mits en la remera. ¿Qué quiere decir?
—Hace tiempo que están de moda, Trav. Son el credo del motociclista marginado. Quiere decir Me Cago En El Mundo.
—Ah.
—¿En qué estás pensando?
—No debería venir aquí a pedirte favores.
—Esta es la segunda vez en… ¿cuánto tiempo? Es lo mismo; años. Espero poder hacer algo.
Me recliné en el asiento y apoyé el taco de una bota en el escritorio.
—Necesito saber hasta qué punto los clubes de motociclistas están metidos en el tráfico de drogas.
Cerró los ojos por un momento. Acentuó el aspecto de muerte de los largos huesos del cráneo.
—Hasta ahora, la pregunta es muy amplia. La respuesta es demasiado complicada.
—Cuéntame un poco.
—Bueno, por ejemplo los Fantasías. La insignia es el puño negro y el relámpago amarillo con un círculo rojo alrededor. Con los clubes locales afiliados podrían poner de quinientas a seiscientas máquinas en la carretera, contra las dos mil de los Bandidos en el oeste. Ahora bien, la mayoría de estos muchachos son obreros de fábricas, dependientes, mecánicos, etc. Tienen reuniones y espectáculos, fuman marihuana, usan ropa andrajosa en serio y botas pesadas, se hacen tatuar, exhiben una cantidad de cadenas y medallas, se dejan barbas tupidas, corretean los fines de semana con sus hembras atrás, toman mucha cerveza, fuman mucha marihuana, huelen cocaína. Lo que tienen, Trav, es una hermandad obsesiva. Si alguien está en un problema, todos ayudan. Parecen mucho más desagradables de lo que son. Es una charada. Si uno se hace el vivo con ellos, te rompen la cara. Pero si no hay provocación, no tiene nada que probar. Pero lo del tráfico de drogas, es otra historia. Están los oficiales del club, con lo que la ley llama medios de subsistencia desconocidos. Los oficiales son los contactos entre la tropa y los importadores y distribuidores de droga, los contadores de la mafia. Ahora por ejemplo, tomemos al capitán de algún grupo, llamémosle Madre Machree, éste le dice a uno de los miembros del club, digamos Tom Baloney, que cuando salga de trabajar vaya a la esquina de Primera y Main y se siente ahí como revisando el motor, que alguien le va a dar un paquete, y tiene que ir corriendo a tal y tal lugar en Hialeah, tomando calles laterales, sin dejarse seguir, llegar allí a las siete en punto y entregarle el paquete a la mujer de rojo que le preguntará cuántos kilómetros hace por litro de nafta en esa cosa que maneja.
—¿Qué gana Baloney?
—Esa es una de las cosas que quiero explicarte. Obtiene la certeza de que está lleno de hermandad y lealtad y sabe que Madre Machree va a poner quinientos dólares en el pozo común para marihuana la próxima vez. Pero los miembros se están poniendo nerviosos. Ahora saben que quizás Madre ganó seis mil por arreglar esa carrera, y todos tienen la impresión de que los oficiales se están metiendo demasiado en el negocio. Algunos de ellos ya usan la ropa de la corporación, peinados prolijos, grandes autos con conductores cubanos. Hay demasiada diferencia entre los oficiales y los miembros comunes. Eso es lo que he oído. Están siendo usados, y lo saben.
—¿Los miembros comunes también trafican?
—Podría ser, pero no creo que llegue a mucho. No coincide con la imagen que tratan de proyectar. Sólo en el caso de que haya un problema serio de dinero, un hombre sin trabajo, por ejemplo. O como un favor a un amigo.
—Suponte que un hombre en Lauderdale recibe una llamada diciéndole que alguien se va a encontrar con él a tal y tal hora a casi doscientos kilómetros de distancia. Y que cuando va allí a comprar, el que lo llamó lo liquida, y aunque no hay testigos, se identifica la marca de la moto.
—¿Recientemente o hace mucho?
—Dos años en julio.
—Eso es muy difícil, sargento McGee. ¿Qué tipo de moto? Hurgué el pedazo de papel en el bolsillo de la camisa.
—El hombre que vio la huella dice que era K-112 de unas ContiTwins, lo bastante profunda para indicar una gran máquina, y él pensó en una BMW 900.
—Muy razonable. Pero pudo haber sido una HD, o una Gold Wing Honda, o una Kawasaki KZ, o una Laverda o Moto Guzzi grandes, o una Suzuki serie GS, o una Yamaha serie XS. Todas máquinas pesadas. Rápidas, pero suaves. Prácticamente no se las puede cansar. Y todas pueden llevar ContiTwins. ¿Dónde pasó?
—Cerca de Citrus City, en el peaje. Un hombre de nombre Esterland que se estaba muriendo de cáncer.
—Creo que recuerdo las noticias. Claro. Pero no dijeron de drogas ni de motos.
—No había mucho para seguir ninguna pista, así que no lo mencionaron.
—¿Y tú qué tienes que ver, Trav?
—Un pequeño favor para el hijo del tipo, Ron Esterland. A propósito, él también es artista. Tuvo una gran exposición en Londres.
—Sí, oí el nombre. No los asociaba. Vi algunas placas en color de su obra en Art International. Bastante buena.
—¿Qué hago ahora, entonces?
—No entiendo por qué la compra tenía que hacerse tan lejos. Pero puedo decirte que cualquiera de los caballos que te nombre tiene que pertenecer a alguien conocido en la hermandad. En Citrus City y más allá, es otra historia. Allá están los Corsarios. Pero hay mucho contacto interclubes, cuando miembros de los dos clubes van a carreras y encuentros fuera del estado. Creo que, si fue hace casi dos años, ya es parte de la leyenda.
—¿Cómo?
—Trav, esta gente ha regresado a una sociedad tribal. Mitos y leyendas. El que lo haya hecho se ha callado la boca y ha hecho que su mujer también se calle la boca. Pero después de un tiempo ya no se tiene tanto cuidado. Quizás su mujer cambió de dueño. Con cantidades de cerveza y yerba, en los campamentos nocturnos, empieza a correrse la voz. Un poco por acá, otro poco por allá, y se convierte en algo mucho más extravagante y romántico.
¿Entiendes?
—Claro. Creo que sí.
—Si puedes encontrar una leyenda que parezca encajar y luego sigues el hilo hasta cómo fueron las cosas en realidad, quizás puedas, sin seguridad, encontrarte un nombre. Pero ni siquiera eso significará mucho. Será el nombre de un motociclista: Skootch, o Grunge o Bugboy. Y hay rotación entre los miembros. Algunos se meten en cosas pesadas y son alejados. Algunos cuando la hembra queda embarazada, deciden hacerse humo.
—¿Podrías averiguar si hay alguna leyenda sobre Esterland?
—Puedo escuchar. Puedo averiguar un poquito, pero no mucho, porque esta gente se pone nerviosa. Me llevo bien porque tengo buena mercadería, mi gente trabaja bien y los precios son buenos, y la ley nunca se ha enterado de nada aquí. Y si tú te enteras de algo por mí…
—No precisas decirlo. Otra cosa. Dos películas sobre motos hace unos años: El cielo de las motos y Motos en el parque.
—Las vi, vinieron por cable. ¿Qué quieres? ¿Una especie de crítica?
—Lo que sea.
—Los motociclistas marginados aparecían más desagradables de lo que son en lo que se refiere a tratar mal, a los civiles. Y aparecieron más limpios y más puros de lo que son en su relación con el grupo. Con un estímulo suficiente, pueden ser capaces de una violencia muy cruda. Y si alguien los denuncia a la policía, hombre o mujer, puede demorar mucho tiempo en morir en los bosques. Técnicamente hubo muy pocos errores. Menos de lo acostumbrado. Tengo entendido que se usaron motociclistas marginados como asesores técnicos. La banda de sonido estaba muy alta. Y los jefes de pandilla eran demasiado malos para ser verosímiles. Aparecieron juntas, las dos películas, hace por lo menos cinco años. Quizás siete. Los clubes de legales todavía se quejan de esas películas porque piensan que los civiles no saben la diferencia entre los marginados y los legales. Creo que las siguen pasando a última hora de la noche.
¿Por qué preguntas?
—Ted, estoy apenas dándole vueltas a este asunto, levantando todas las piedras y sacudiendo las ramas para ver si surge algo. El tipo que escribió, produjo y dirigió esas dos películas pudo haberse hecho de mucho dinero con la muerte de Esterland.
—¿Cómo puede ser, por Dios santo?
—La hija de Esterland se estaba muriendo, en coma. No había posibilidades de recuperación. Si Esterland la sobrevivía, casi todo el dinero iría a una fundación. Si él moría primero, lo heredaba la hija, y luego iría a la madre, que seguía legalmente casada con Esterland. Y eso fue lo que pasó cuando murió la hija, dos semanas más tarde. Y ese señor de las películas, Peter Kesner, es, o era, íntimo de Mrs. Esterland.
—Frío, frío, y dándole muchas vueltas, amigo.
—Por dos millones y medio, netos, a uno se le pueden ocurrir cosas muy extrañas. La gente es capaz de tomarse mucho trabajo por tanto dinero.
—¿Kesner necesitaba mucho el dinero?
—Voy a ver qué pasa. Todavía no estoy muy decidido. Tengo los gastos pagos, pero no quiero despilfarrar el dinero de mi amigo.
—Se dice que estás entregado, Trav.
—¿A qué?
—A la vida tranquila. La vida honesta. Transportando botes o algo por el estilo. Oí que te habías convertido en una persona con horario diurno. Cuando me lo contaron, dije que era imposible. Dije que estabas demasiado acostumbrado a andar por el mundo rompiendo cabezas y salvando doncellas. Dije que podrías perder un brazo, un pie y una oreja, pero cuando sonara el timbre seguirías dejándote resbalar por el poste y saltarías al autobomba.
—Meyer dijo lo mismo, pero de un modo algo diferente.
—¿Cómo está el intelectual?
—Tan peludo y amado como siempre. Ahora es el mantenido de una cadena de periódicos.
—Eso es bueno.
—¿Me llamarás?
—Al menor atisbo de rumor, te llamo. Escúchame, mándame a Mits con un Doctor Pepper. Gracias.
Salí y la encontré lavando vasos y le dije lo que Ted quería. Asintió.
—No lo veo muy bien —dije.
Ella enderezó la espalda y se volvió para mirarme.
—No está muy bien. Eso es seguro. Estas últimas semanas, ha ido decayendo. Me pone nerviosa.
—¿Puedes hacerlo ver?
—He tratado. Aunque no me crea.
—Lo creo. Es un tipo extraño y especial.
—Lo sé.
—Te quiere mucho, Mits.
—También lo sé.
—Escucha, éste es mi número. Cualquier cosa me llamas y vengo con un médico.
—Los médicos no hacen visitas a domicilio.
—¿Cuánto juegas a que sí?
Los brillantes ojos negros me observaron y de pronto la impasible cara marrón se iluminó con una amplia sonrisa que le arrugó la nariz y le achicó los ojos.
—No juego nada. Gracias.
Cuando salí, había dos motociclistas grandotes mirando mi pick-up. Le habían levantado el capó.
—¿Los puedo ayudar en algo?
Se volvieron para mirarme. Patillas, pelo y ojitos duros, como luchadores villanos profesionales.
—Ese es un Mercury, ¿no?
—Cerca. Es un Lincoln grande.
—¿Hecho de medida?
Pasé entre ellos y cerré el capó.
—Sí, y otros chiches.
—¿Qué hace?
—No tengo idea.
—¿Demasiado cobarde para darle a fondo?
—No exactamente. La aguja llega al tope a los cien.
—¿Por qué está tan mugrienta por fuera?
—No me di cuenta de que lo estuviera. Uno miró al otro y dijo en voz más alta:
—No se dio cuenta de que lo estuviera. Escucha, ¿lo usabas para transportar algo? ¿Por eso está tan mugrienta?
—En este momento, me quiero transportar yo mismo a mi casa.
¿Estamos?
El que estaba cerca me agarró del brazo cuando yo iba a subir al auto.
—Me parece que todavía no terminaste de contestar preguntas, lindo. Me hizo sentir cansado. Le saqué la mano de mi brazo.
—Amigo, ha sido un placer esta pequeña conversación que hemos tenido. No quiero peleas infantiles. Nadie tiene que probar nada. ¿Estamos?
La puerta de tejido de alambre se abrió y Ted salió en su silla de ruedas al camino de cemento.
—Eh, Mike, Knucks, ¿qué pasa? —dijo.
—¿Conoces a este tipo?
—Lo conozco. ¿Y?
—¿Sabes que se hace el vivo y tiene un camión gracioso?
—Mi sano consejo, Knucks, es que no se metan con él.
—¿Que no nos metamos con el señor? ¿Estás bromeando? ¿Qué va a hacer este tipo?
Miré a Ted, preguntándome por qué me empujaba.
—¿Qué estás tratando de hacer? —le pregunté. Se encogió de hombros.
—La vida es muy aburrida aquí, sargento. Y nuestro amigo Knucks tiene la maldita costumbre de tratar de pellizcar a Mits cada vez que pasa cerca.
Con un suspiro para mis adentros me alejé del alcance. Había estado trabajando con ganas en los últimos tiempos, y estaba en noventa y dos kilos, que es un muy buen peso para mis un metro noventa y dos centímetros. Mi gran ventaja sobre estos dos tipos llenos de grasa era la rapidez. La rapidez es lo que vale. Sin rapidez, le pueden pegar a uno en la cara, lo que es a la vez humillante y descorazonador. Además, duele mucho. La segunda ventaja es, por supuesto, mis años andando por el mundo, aprendiendo que la actitud más sana es infligir el máximo de dolor en el mínimo de tiempo.
Y la manera de abrir una brecha es crear ira. Les sonreí.
—¿Knucks? Ah, tú eres Knucks. Será mejor que reconsideres tu tendencia a molestar a las mujeres. A mí me pareces maricón, compañero.
Se lanzó bufando, con amplios ganchos izquierdos y derechos, demasiado animoso para ser un cazador de cabezas. Al menos no por el momento. Quería hundirme las costillas primero. Retrocedí unos cinco metros, justo fuera de su alcance, y cuando consideré que él había juntado bastante velocidad para compensar su peso, le agarré la muñeca derecha con las dos manos, me moví hacia atrás, le puse el pie en el estómago justo cuando se me tiraba encima y le di un tirón enérgico, sin soltarle la muñeca. Pegó contra el suelo con el ruido de una bolsa de arena arrojada desde el techo de un edificio. Cuando lo solté, giré hacia un lado y me levanté; supuse, a juzgar por el impacto, que el amigo Knucks estaba fuera de concurso.
Me concentré en Mike, que se me venía encima a media carrera, con el puño derecho levantado. Tuve tiempo de decidir si pasarle por debajo, ir adentro o por afuera. Por afuera me parecía mejor, pero él esperó tanto que tuve que hacer un movimiento estilo Muhammad Alí para retirar la cara a tiempo. Sentí el aire. Siguió de largo y comenzaba a darse vuelta cuando le di una patada en la parte de atrás de la rodilla. Cayó y se levantó, luchando por conservar el equilibrio, con los brazos abiertos. Salté muy cerca, afirmé el taco derecho y giré de modo de poner mis caderas, espalda, hombro y brazo en un derechazo cortito que se hundió hasta la muñeca unos centímetros por encima de la extravagante hebilla de metal de su cinturón.
Quedó en posición fetal y empezó a vomitar. Knucks estaba sentado en el suelo acariciándose el brazo derecho. Tenía la cara contraída como la de un chico que trata de no llorar. El brazo salía del hombro formando un ángulo no convencional.
—No te estás volviendo viejo —dijo Ted—. Cada día mejor.
—Quizás no guarden un buen recuerdo de esto, más tarde.
—Tú oíste cuando les aconsejé que no se metieran contigo.
—Son gordos y lentos. No fue una gran victoria.
—Y no son miembros legítimos de ningún club, Trav. Si alguien hace el menor movimiento contra mí, los Fantasías se hacen cargo. ¿Entendiste, Knucks?
—¡Por favor, Ted! ¡Por favor! No puedo soportarlo. Que alguien me ayude.
Para entonces habían llegado los mecánicos. Me dirigieron rápidas miradas llenas de admiración e incredulidad. Mike gemía y trataba de incorporarse. Se les dio la asistencia necesaria y yo me despedí de Ted y Mits, subí a Miss Agnes y me dirigí hacia la costa, al este, preguntándome si ésta se convertiría en una de las leyendas y sería distorsionada hasta no tener nada que ver con la realidad. Confrontación en el Oasis. Gordos, lentos y torpes. La torpeza era el pecado más serio. Sin la torpeza, no habrían atacado, no habrían intentado golpear. Habrían esperado, rodeándome, y me la habrían hecho pasar fea. Extranjero de ojos claros sacude más de doscientos kilos de pulpa furiosa en poco más de cuarenta segundos. Había salido muy pero muy bien, mejor de lo que tenía derecho a esperar. De modo que no debería dejarme llevar y acercarme temerario al próximo par de motociclistas, que bien podrían ser igual de rápidos y capaces que yo. O sentirse más cómodos con un cuchillo, revólver o pedazo de caño.
Lo que de ninguna manera quería era convertirme en alguna especie de símbolo de desafío, para que a ninguno de sus compañeros se les ocurriera buscarme para probar suerte. No quería formar parte del síndrome del rodeo. Hacía tiempo que había superado esa especie de locura testicular. Los que se convierten en leyenda en vida por lo general tienen muy poca vida.