Dos
DOS
Meyer esperó en mi vieja camioneta Rolls azul mientras yo hablaba de dinero y de tiempo con Ron Esterland. Luego, a media mañana de aquel precioso sábado de abril, nos dirigimos hacia Alligator Alley y enfilamos hacia el oeste, pasando los pantanos, el palmar y el ciprés enano. El tránsito estaba pesado. Cada vez los gringos se quedan más tiempo. Cada vez vienen más a quedarse para siempre. Cuando todo el estado se convierta en asfalto, rascacielos, calles peatonales, carretera, comida rápida y playas sucias, quizás continúen viniendo.
La computadora que tiene Meyer en el sótano de su cabeza predice para Florida una población de treinta y dos millones de personas, y para ese entonces las cosas se van a nivelar porque ya no será de desear vivir en Florida más que en Rhode Island o West Virginia.
—¿Qué recuerdas del asesinato de Ellis Esterland? —le pregunté a Meyer. Volvió a su computadora, eligió el disco apropiado y me lo pasó.
—Un día de mucho calor Esterland fue en el auto hasta Citrus City, en River County, a unos doscientos kilómetros de Fort Lauderdale. Miss Renzetti se ofreció a llevarlo, pero quiso ir solo. Ella dijo que ese mes él se estaba sintiendo mucho mejor, aunque deprimido por el estado de su hija. No le dijo a Miss Renzetti a qué iba a Citrus City. Y nunca se descubrió. Manejaba un Lincoln Continental gris oscuro. Almorzó solo en el Palmer Hotel, en el centro de la ciudad, y estuvo un rato sentado en el vestíbulo leyendo el Wall Street Journal. Nadie lo vio salir. En apariencia, volvió hasta el Peaje Florida y se detuvo en una zona de descanso a diez kilómetros del cruce hacia Citrus City. Un camionero encontró el cuerpo e hizo la denuncia por radio. Estaba boca abajo en el piso del auto, frente al asiento de atrás con las piernas dobladas debajo del cuerpo. La billetera fue encontrada en el asiento delantero. No había dinero. Miss Renzetti dijo que habría tenido unos doscientos dólares encima. Lo habían golpeado muy fuerte. La sangre en el auto y el piso indicó que probablemente lo habrían matado en el asiento de atrás después de golpearlo. Fracturas de cráneo, de mandíbula, huesos faciales rotos, costillas rotas. Nadie vio nada. Nunca apareció ningún testigo. No había pistas.
—Creo que yo no estaba en la ciudad en esa época.
—Sí, estabas. Fue la sensación de la noche a la mañana. MILLONARIO MORIBUNDO ASESINADO EN LA CARRETERA. Pero pronto se convirtió en noticia antigua. Ah, si no recuerdo mal, hubo otro resurgir de interés cuando se dieron a publicidad los términos del testamento. MUCHACHA EN COMA HEREDA FORTUNA. Ese tipo de cosa. Creo que los titulares lo llamaban el Rey del Plástico.
—¿Cuál es tu opinión?
—Ellis Esterland era un hombre áspero. Contaba con el cordial desagrado de muchas personas. Creo que no se sentía bien y se detuvo donde lo encontraron. Alguien trató de hablarle, él le habrá contestado de mala manera. Yo diría que hay una sola persona implicada.
—¿Por qué dices eso?
—Se llevaron el dinero, pero no el costoso auto. Era nuevo. Si hubieran llegado dos personas en un vehículo, uno de ellos se podría haber llevado el auto. Si había sólo una persona, se habría podido probar su identidad por el vehículo que dejara.
—Meyer, hay una diferencia entre la lógica y la improbabilidad.
—Nunca creí que la lógica debiera ser probable.
Quedó en silencio. Yo sabía que había vuelto a uno de sus cuartos de pensar, pensando cosas. Mirando el fuego. Acariciando al gato.
Vi un halcón en los pantanos parado sobre una rama seca y se lo señalé.
—Circus cyaneus hudsonius —dijo Meyer. Me volví y lo miré. Él tosió y dijo—: Perdóname. Es un tic, como el hipo. Clasificación compulsiva. Trato de no hacerlo. Pero no puedo evitar las observaciones. Como por ejemplo lo que haces tú cuando estás enojado. Aumentas la velocidad en quince kilómetros.
Reduje la velocidad prudentemente.
Dejamos la Alley y tomamos la 858 hacia el centro de Naples, salimos a la playa, doblamos a la derecha y pasamos por varios hoteles antes de llegar al Eden Beach. Tomé la amplia curva de asfalto brillante más allá de la entrada y llegué al estacionamiento. Un hombre que trabajaba con las plantas se detuvo y miró con la boca abierta mi camioneta Rolls. Impresionaba. La transformación se llevó a cabo con mucha torpeza durante la Gran Depresión. Cuatro gordas en shorts estaban alrededor de un hoyo, empeñadas en mejorar su juego. A través de una vegetación tropical de grandes hojas vi la sombra azul de la piscina y oí un cuerpo sumergiéndose en el agua. Vi un fragmento del horizonte del Golfo, con velero y todo. Subimos tres amplios escalones blancos y atravesamos una puerta giratoria que llevaba a las frescas sombras del vestíbulo. Una preciosa damita nos sonrió desde el mostrador de recepción, frunció el ceño mirando el reloj, tomó un teléfono, presionó dos números y habló en voz baja.
—En seguida viene —dijo la preciosa damita.
—¿Qué clase de trabajo hace ella aquí?
—Oh, es la gerente. ¡Es la jefa!
Anne Renzetti apareció pocos minutos más tarde, y distaba mucho de parecerse a un jefe. Yo había olvidado que era una mujercita muy animada. Tenía el pelo muy muy negro, ojos oscuros, cejas negras y un latigazo rojo en la boca. Llevaba un traje beige, camisa blanca impecable, una chalina de seda verde al cuello y tacos altísimos. Caminó rápidamente hacia nosotros, dedicándole a Meyer una sonrisa de genuino placer al volver a verlo, presentándole la mejilla para que le diera un beso y regalándome a mí un rápido apretón de manos y una mirada llena de dudas.
—McGee —dije—. Travis McGee.
—Sí, creo recordarlo… Meyer, ¿cómo estás? Te veo muy bien. Caballeros, ¿me acompañan a tomar algo? Ya me iba. Marie, estoy en la cabaña, si es que surge algo.
La seguimos por las puertas del oeste. Pasamos por la piscina y un bar con quincho al aire libre y llegamos a la cabaña más alejada. Estaba construida sobre pilares de un metro ochenta de alto. Subimos las escaleras hasta una terraza con una amplia saliente. Llegaba una brisa muy agradable desde el Golfo. Las sillas tubulares eran cómodas. Aprobamos su sugerencia de vodka con jugo de ananá y ella declinó nuestra ayuda. Cuando volvió con los vasos en una bandejita se había puesto shorts blancos y una blusa rosada de seda.
—Felicitaciones por tu eminente posición, Anne —dijo Meyer. Ella hizo una mueca.
—Fue una especie de accidente, en realidad. Yo era la secretaria de Mr. Luddwick y la compañía lo trasladó a Hawai, a un hotel más grande. Su reemplazo venía desde Baltimore y tuvo un accidente muy serio. Venía solo, se quedó dormido y salió de la carretera. Se dijo que estaría internado de seis semanas a dos meses, y me pidieron si podía ocuparme de todo aquí sola, con un pequeño aumento de sueldo, claro. Dije que sí. Al hombre éste se le había roto la cadera, le pusieron una prótesis y se le infectó y cuando por fin estuvo a punto para empezar a trabajar alguien tuvo la buena idea de mirar los resultados de los tres meses en que yo estuve al frente, y decidieron que no había que cambiar nada. Le debo este trabajo a Ellis Esterland.
—¿Sí? —preguntó Meyer, asombrado.
—Inspecciono cada centímetro de este lugar al menos una vez al mes. Sé lo que hace cada empleado y lo que tiene que hacer. Sé adónde va cada centavo de los gastos. Escucho cada queja en persona. Ellis me enseñó que hay quienes tratan de aparentar que hacen un buen trabajo, y hay quienes lo hacen, por sí mismos. Estoy orgullosa de mí misma, carajo. Y me encanta ser la que manda. ¡Me encanta! Cualquier cosa que uno haga en la vida merece un cuidado infinito y un esfuerzo infinito, decía Ellis. Decía que en un mundo de fracasados el que logra algo es el rey. Me hacía hacer las cosas de nuevo si yo cometía el menor error. Yo me ponía a llorar. Pero, caramba, se lo debo a él.
—Lindo lugar éste —dije.
—¿Para qué me buscaban? —preguntó ella. Meyer me lo dejó a mí.
—Estuvimos hablando con Ronald Esterland anoche en Lauderdale, Miss Renzetti.
—¡Con Ron! ¡No me diga! ¿Cómo está? ¿Qué está haciendo?
—Bien, parece. Tuvo una gran exposición de su obra en Londres y vendió casi todo. Está empezando a hacerse conocido.
—Me alegro tanto. Sabe, yo pensaba que Ellis lo había destruido.
Realmente creí que Ron nunca llegaría a nada. Su padre pensaba que la ambición de Ron de ser pintor era absurda. Creía que era un pretexto, una excusa para no trabajar. Yo traté en la medida de mis posibilidades de hacer que Ellis se pusiera en contacto con Ron. Pero nunca quiso. Yo me sentía… maternal hacia Ron, lo cual es extraño, porque él es un poco mayor que yo. Creo que Josie sentía, o siente, lo mismo por él, y aunque ella si es mayor que él, no lo es tanto como para ser su madre. A Josie la destrozó perder a Rómola de esa manera…
¿Y qué tiene que ver Ron con que ustedes me buscaran?
—Su actitud hacia su padre se ha suavizado, Miss Renzetti.
—Por favor dígame Anne.
—Gracias, Anne. Ron se dio cuenta de que le faltaba algo a su éxito y era que su padre no estaba vivo para verlo.
—Ellis hubiera quedado azorado. Solía decirle a la gente: “Tengo un hijo adulto que vive en el extranjero embadurnando lienzos, tratando de vivir en otro siglo”.
—No le satisface la historia de la muerte de su padre.
—Y a quién. Nunca descubrieron nada. Absolutamente nada. Y sucedió en un lugar tan público. No parece posible que no hayan podido descubrir nada.
—Así que yo estoy averiguando cosas.
—¿Es policía?
—No —respondió Meyer—, es un ciudadano privado. Pero ha tenido mucha suerte encontrando cosas que la gente había perdido, o respondiendo preguntas para las que la gente no tenía respuestas. Puedes confiar en él, Anne.
—¿Cómo? No hay nada que no le haya dicho a la policía hace tiempo. No fue muy agradable, imagínense. Yo era una mujer soltera que vivía en el yate con un hombre rico, viejo y moribundo. Fueron menos que amables. Querían saber cuántos novios tenía yo. Querían saber por qué, si Ellis estaba tan enfermo, no lo había acompañado. ¿Se estaba divorciando de Josephine? ¿Tenía yo planes de casarme con él si obtenía el divorcio? ¿Habíamos discutido antes de que saliera? Hasta que no soporté más y les dije que no contestaría otras preguntas. Trataron de intimidarme, pero yo había vivido con el intimidador mayor, así que no funcionó. Escuchen, díganle a Ron que me alegra su éxito. Y díganle que estoy segura de que Ellis habría reaccionado y estaría orgulloso de él también. Por favor.
—Cómo no —dijo Meyer—. ¿Ellis siempre salía así, sin decirte adónde iba?
—¡Nunca! Esto es todo lo que sé de esa salida. Se estaba sintiendo mejor. Había estado… recuperando el terreno perdido durante un mes. Había recobrado peso, y tenía mejor color. Hablaba de que ya se sentía bastante fuerte como para volar a Los Ángeles a ver a Rómola y hablar con Josie y los médicos. Quería ver a Rómola, pero al mismo tiempo lo temía. Había hablado por teléfono con los médicos. Le dijeron que no había ninguna esperanza para ella. Fue horrible. Creo que la quería. No creo que haya querido a otra persona en su vida. Ni a mí, ni a nadie. Entonces, cuando volví de hacer las compras el lunes, el día antes de su muerte, estaba hablando por teléfono. No decía otra cosa que “Está bien, está bien”. Me dio la sensación de que era una llamada de larga distancia. Controlaron los registros de la compañía de teléfonos más tarde, pero, si fue una llamada de larga distancia, no la había hecho él. Me pareció pensativo esa tarde y esa noche, y antes de irnos a acostar me dijo que al día siguiente iría a Citrus City. Que iría solo. No quiso decirme para qué iba. Me dijo que no le hiciera más preguntas.
—¿Tiene alguna idea de por qué?
—No era usual. No porque fuera muy abierto conmigo. Sólo que no le importaba lo que yo supiera de él. Yo no estaba en situación de censurar cualquier cosa que él quisiera hacer. No sé por qué no lo dejé. No se me ocurrió que podía hacerlo. ¿Tiene sentido? Estaba en una jaula con la puerta abierta, y ni siquiera me di cuenta de que hubiera una puerta. Ahora bien, ésta es la única suposición que se me ocurrió. Él tenía mente de científico. Se inició como investigador en química, ¿sabían? Lo único que odiaba, por encima de todas las cosas, era hacer el ridículo y que lo descubrieran. Sabía que estaba muy enfermo. Siempre decíamos que la mejoría continuaba, que quizás le había ganado al cáncer. Pero él lo sabía. Había hecho metástasis antes del primer diagnóstico. La quimioterapia lo detuvo por un tiempo, lo suficiente para que él se recuperara de casi todos los efectos de la terapia, pero cuando finalizara la próxima serie de tratamiento con quimioterapia, si llegaba a vencer al cáncer, volvería a un estado peor que el tratamiento previo. Y el dolor regresaría. Lo único que se me ocurre pudo llevarlo a ocultarme algo sería la idea de que podría ridiculizarlo. La esperanza puede ser terrible, supongo. Si es que iba en busca de una cura milagrosa, no me lo hubiera dicho.
—¿Hay alguna clase de cura milagrosa en Citrus City?
—Nunca intenté averiguarlo. Pero es de suponer que si la hay, la policía debe de haberlo controlado para ver si él hizo contacto.
Meyer carraspeó, parecía incómodo. Lo miramos.
—Siempre existe la remota posibilidad de que no te haya dicho porque pensaba que tratarías de impedírselo si lo supieras —dijo.
—¿Si supiera qué?
—Que sabía con toda exactitud lo que le esperaba en lo poco que le quedaba de vida y que había hecho arreglos para que lo asesinaran.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos.
—No —dijo con firmeza—. No, Meyer. No Ellis. No de esa manera. Esto puede parecer enfermizo, pero creo que disfrutaba mucho la batalla. Era muy valiente. Todo un hombre. El cáncer era un reto para él. Lo empujaba y él devolvía el empujón. Demoraba el momento de tomar pastillas para el dolor, para saber cuán fuerte era el dolor. No. Para él, habría sido una especie de rendición sucia. Se estaba aprontando para dar otra batalla.
—Retiro la sugerencia —dijo Meyer.
—¿Pudo tener algo que ver con Rómola? —pregunté.
—En ese caso, me lo habría dicho.
—¿Pudo haber ido a comprar algún regalo?
—No era muy afecto a los regalos y sorpresas. En mi cumpleaños me daba el dinero para que me comprara algo.
—¿No hubo ninguna indicación de lo que iba a hacer por la ropa que se puso? —pregunté.
—No. Tenía pantalones grises y una camisa sport celeste de manga corta. Se llevó una campera por si estaba en algún lugar con el aire acondicionado muy fuerte. Creo que se la puso en el hotel, según dijo la policía. Pero no la tenía cuando… cuando lo mataron.
Acercó la silla y enganchó los talones en la baranda de la terraza. Tenía piernas bien formadas y esbeltas. La piel, bronceada con moderación, parecía impecable como el plástico.
—Lo pensé mil veces. Parece tan inútil, morir así. No quise admitirlo ni ante mí misma en ese momento, pero más tarde lo hice: me sentí aliviada. Me había estado preparando para estar con él hasta el final. Cuando llegara todo el dolor. Para cuidarlo cuando estuviera incapacitado. Me estaba preparando para hacer algo realmente valioso. Pero al mismo tiempo tenía pánico. Lo cual es natural. Él no me amaba. Sentía cierto afecto, de alguna manera. Yo tenía buenas líneas y era obediente, como un perro de exposición. Y yo creo que lo amaba. El amor puede volverse un hábito. Uno justifica la vida que está llevando diciéndose que el amor no deja opción. Y así uno se mete en el amor. Mujeres que se quejan junto a hombres terribles. Es cosa de todos los días. Una se pregunta por qué. Una sabe que está desperdiciando la vida. Una sabe que vale mucho más de lo que tiene. Pero siguen y siguen. Envejecen así. Se dicen tantas veces a sí mismas que es amor, que en amor se convierte. Yo no puedo comprender a la Anne Renzetti que era entonces. Somos muchas personas, supongo. Nos convertimos en personas diferentes en respuesta a tiempos y lugares diferentes, a deberes diferentes. Quizás a lo largo de la vida somos muy pocas personas cuando, en realidad, podríamos ser muchísimas más, si la vida nos moviera un poco más. Bien, a mí me trajo aquí y ahora sé quién soy, y seguiré con esta vida todo el tiempo que pueda. Nunca sospeché siquiera lo que podría llegar a ser. Si ese nuevo gerente no se hubiera quedado dormido manejando, yo quizás nunca habría conocido a esta Anne. No se puede extrañar lo que no se conoce, ¿no? Quizás sea por eso que todos tenemos una extraña tristeza de vez en cuando. Extrañamos algo y ni siquiera sabemos qué es, ni si algún día se nos revelará.
Meyer la miró con aprobación.
—Cuando uno sabe quién es, se siente más cómodo en su propio cuerpo. A uno le importa un bledo la impresión que pueda hacer en la gente. Mi amigo McGee nunca ha estado muy seguro de su identidad.
Ella me dirigió una mirada rápida, esquiva, escrutadora. Fue una especie de impacto.
—¿Se considera una especie de rebelde? —preguntó.
—Algo por el estilo —asintió Meyer—. Una reticencia a derrochar emociones, y la necesidad de experimentarlas. Frío y caliente. Duro y suave. Traqueteando por la vida y dándose contra las paredes.
—¿Se sentirían más cómodos ustedes dos si voy a dar una vuelta? —pregunté—. Así podrían hurgar en mi psiquis. Meyer, por todos los santos, ¿qué tipo de amistad y lealtad es ésta?
—Perdón —dijo—. Sigo pensando en Anne como una vieja amiga de los dos. A decir verdad, sólo hablamos una vez, ¿no?
—Dos horas una noche, a bordo del Caper, después de que Ellis fuera a acostarse. Pero me sentí como si te hubiera conocido de toda la vida. Desde la niñez.
—Con su habilidad para hacer eso —dije—, podría haber sido el más grande estafador del mundo. Pero tiene escrúpulos. Y un estafador no puede tener escrúpulos.
—¿Así que ustedes son un equipo de estafadores, tratando de persuadir con engaños? —preguntó ella.
—Digamos que compartimos el interés de averiguar más sobre la muerte de Ellis Esterland —le dije.
—¿Y si a mí no me quedara el más mínimo interés? No. Eso es injusto. Fue una parte importante de mi vida. Trabajé seis años con él. Puedo decir que nunca lo comprendí en realidad.
—¿Lo comprendió alguna de sus esposas? —le pregunté.
—No sé la primera, la madre de Ron. Se llamaba Connie, y he oído decir que era toda una belleza. Ellis no tenía fotos de la gente. Claro que Judy Prisco y Josie Laurant eran… son, las dos hermosas. Le gustaba ser visto en compañía de mujeres que hacían a la gente darse vuelta para mirarlas. Sospecho que yo ocupé el último lugar en la lista. Pero desde un punto de vista positivo, tuve mis buenos momentos. Cada vez que salíamos juntos él me inspeccionaba. Tenía un espíritu crítico muy acentuado, se fijaba en el color y el diseño de la ropa, el peinado, las joyas apropiadas. El matrimonio con Judy terminó muy pronto. Y a ella le fue muy bien, se fue con un buen fajo. A su muerte seguía casado con Josie, claro, aunque estaban legalmente separados. Quizás ella lo haya comprendido, no lo sé en realidad. Me gusta ella.
—¿La conoces? —preguntó Meyer.
—Sí. Cuando Ellis empezó a ir cuesta abajo tan rápido, al principio, ella vino. No sé si era genuina preocupación o un sentimiento de obligación. Él le mandaba casi cinco mil dólares por mes. Pasó mucho tiempo con él esos diez días que estuvo en Stamford. Ella y yo hablamos mucho, luego de la hora de visita. Fue después de la operación exploratoria. Al principio nos tratábamos con cautela. Es comprensible. Después de todo, ella seguía casada con él, y yo era la “otra mujer”. Ella es una persona fuera de lo común, es muy emocional. No creo que sepa qué va a hacer o decir al minuto siguiente. Y les digo una cosa, en esa época era la más linda madre de una chica de veinte años que he visto en mi vida. Fantástica. Y era una actriz tan maravillosa.
—¿Abandonó? —pregunté.
—O el cine la abandonó a ella. Ellis comentó algo un par de veces. Tenía demasiado temperamento. O carácter. Muy difícil de manejar.
—¿La has vuelto a ver? —le pregunté.
—No. Pero hablamos, después del accidente de Rómola. Me llamaba y hablábamos. Parecía ayudarla hablar conmigo. La calmaba. Cuando pedía la llamada estaba casi histérica.
—¿Sabía Ellis que su estado era muy serio? —preguntó Meyer—. ¿Los médicos hablaron con él?
—Sí. No tenían más remedio. Él detectaba enseguida cualquier intento de evadir la verdad. Era casi imposible mentirle. Tuvo un excelente especialista, el doctor Prescott Mullen. Prescott viajó varias veces a controlarlo cuando vivíamos en el Caper. Nos hicimos muy buenos amigos. Es un gran tipo —Hubo un énfasis sutil en la palabra “muy”—. Es más —continuó—, lo espero mañana, se quedará una semana: Me dijo por teléfono que ha estado trabajando mucho y necesita un descanso.
—¿Podría él agregar algo? —preguntó Meyer.
—¿Qué, por ejemplo? —Anne lo miró.
—Bien, si a Esterland lo esperaba un fin muy doloroso, un final muy desagradable para su vida, no te lo habría dicho, Anne. Todavía sigo con la idea de que pudo hacer arreglos para su propia muerte. ¿Había seguro?
—Sí. Una póliza importante. Pero podría haberse cobrado aunque se hubiera matado con un revólver. Hacía mucho que la tenía.
—¿Conocías sus asuntos financieros personales?
—Yo era su secretaria, Meyer. Llevaba los libros, hacía el balance de las cuentas, trataba con los agentes y los abogados. Ese era mi trabajo. Había mucho que hacer porque cambió su residencia legal a Florida y comenzó a trabajar con bancos en Fort Lauderdale. El banco y yo fuimos coejecutores del testamento, así que cobré honorarios por eso además del dinero que me dejó. Y sé que se preguntarán si era mucho. Les dire. Eran veinte mil dólares. Me engañó. Yo suponía que sería un montón de dinero o nada. Pensé que sería nada porque yo no estaba en el testamento. Fue un codicilo que agregó un mes antes de ser asesinado. Pero repito lo dicho, Ellis no arreglaría su propia muerte nunca.
El punto de vista de Ron —le dije— es que una persona que arregla la muerte de un moribundo no debería heredarlo. De modo que hablamos de cómo Josephine Laurant Esterland heredó el grueso de la fortuna.
La sorprendió. Bajó los pies de la baranda y se volvió para mirarme a la cara.
—¿Ron cree eso? Me parece enfermizo. Quiero decir, parece tan… engorroso. En un lugar público como ése. Testigos. Había tantas cosas que podían salir mal. Ya entiendo lo que quiere decir, que si Rómola moría en el coma, lo que parecía seguro y fue lo que en efecto ocurrió, entonces Josie sólo obtendría un pequeño legado. La pensión se interrumpiría a la muerte de Ellis. Nosotros, Ellis y yo, dábamos por sentado que él sobreviviría a su hija. Y hablamos de la fundación. Él tenía entrevistas con los abogados y administradores y su contador para ultimar detalles. Murió antes de poder asistir a esas entrevistas. En realidad no había pensado mucho en la fundación hasta que Rómola tuvo ese espantoso accidente. Y sabíamos que probablemente muriera. Sí, era muy diferente el asunto para Josie si Rómola sobrevivía a su papá. Josie sería un desastre como conspiradora. Balbucea. No sabe mantener un secreto.
—¿Estás en contacto con ella? —pregunté.
—Creo que le debo una carta. Cada vez nos escribimos más espaciado. Después de todo, Ellis era todo lo que teníamos en común, y el recuerdo de Ellis no es suficiente para mantener una amistad. En su última carta me decía que volvía a trabajar, que no era un papel muy bueno pero que la entusiasmaba trabajar otra vez.
Suspiró, mirando el contenido del vaso. Me gustaba la línea de la mejilla y la mandíbula, la suavidad de las largas pestañas, los pequeños senos debajo de la gasa rosada, la pronunciada convexidad arriba del muslo. A excepción de algunas líneas a los lados de los ojos y una insinuación de papada bajo el mentón, los años no la habían tocado. Se llevó los vasos para preparar otro cóctel.
—Entiendo que Ron esté receloso y perturbado —dijo cuando volvió—. Pero creo que sucedió, es todo. No creo que haya sido planeado. ¿Qué van a hacer ahora?
—Iremos a Citrus City a ver si el comisario de River County tiene algo —dije.
—Si hubiera tenido algo, ¿no habría hecho un arresto?
—Hay que tener pruebas antes de hacer un arresto. Quizás haya tenido sospechas y nos diga algo.
—Permítanme caballeros que los invite a almorzar, uno de los grandes almuerzos de Eden Beach que son una fiesta para el paladar.
—¿Y por qué ibas a invitarnos a almorzar? —preguntó Meyer. Ella lo palmeó en el hombro.
—Promoción y publicidad, querido Meyer. Tengo una linda cuenta de gastos toda para mi y casi nunca tengo oportunidad de usarla. Háganme el gusto.