Quince
QUINCE
Fui en el Buick alquilado hasta el terreno a veinte kilómetros de la ciudad. El auto de Kesner estaba allí. Unas nubes se agrupaban para interferir con los últimos rayos del sol. Se veía el mismo movimiento de siempre, pero parecía haber menos vehículos.
Después de preguntarle a tres personas dónde podía encontrar a Kesner, al fin lo localicé en la casa rodante de Josie. Ella no estaba allí. Él me hizo pasar, volvió al diván donde tenía su bebida y continuó la conversación con el hombre robusto de unos cincuenta años que estaba sentado muy derecho en una silla y no estaba bebiendo nada.
—Repítame su nombre —dijo Kesner.
—Forgan.
—Forgan, le presento a Travis McGee. Está aquí como asesor de Take Five Productions. Representa a uno de los propietarios, la famosa actriz Lysa Dean. Quiero preguntarle una cosa, Forgan. ¿Estarían interesados en hacer un documental sobre esta operación si fuéramos la última escoria de la tierra?
Forgan me dirigió una breve mirada, con sus ojos marrones tan quietos, aburridos y muertos como los ojos de vidrio de un oso embalsamado.
—Quiero hablar con una mujer llamada Jean Norman —dijo.
—Le dije, la están buscando. ¡La están buscando. Dios!
—¿Dónde está Mrs. Murphy-Wheeler?
—Forgan, ¿por qué me sigue preguntando las mismas estupideces? Ya le dije que hoy voló. Hicimos una de las escenas importantes. Van a volver todos los globos, uno a uno. Son ocho. —Vi a Kesner que de pronto se ponía tieso—. ¡McGee, tú volaste con ella! ¿Volvió?
—Eso venía a decirte, Peter. Tenían todo preparado para irse después del vuelo, así no tenían que volver aquí. Tiene que volver al trabajo, dijo. En Ottumwa.
Se pegó en la palma de la mano con el puño.
—¡Carajo! Con ellos son tres globos que se fueron hoy. Esos hijos de puta me han dejado con cinco globos. Me quieren matar. Se les daba comida gratis, propano gratis y cien dólares por día por globo. ¿Qué quieren?
—¿Así que Mrs. Murphy-Wheeler no vuelve? —preguntó Forgan. Vislumbré complicaciones muy interesantes si llegaba a Joya y ella le hablaba de mí. Pero no podía evitarlo. Este hombre Forgan era oficial. Tenía todo el cálido encanto de un cobrador de impuestos. O de J. Edgar Hoover.
—Ya se lo dije, Forgan. Haga lo que guste: Usted y su compañero.
Investiguen todo. Pregunten cualquier cosa. Pero pronto, porque en este lugar estamos trabajando y tenemos que trabajar, y la demora cuesta dinero.
Traté de ver a Peter Kesner, con los ojos de Forgan. La cabeza calva y bronceada, el cuerpo largo y blanco, los pies grandes chatos y sucios, una cantidad de alhajas de oro colgando, vello del pecho, gris, saliendo de la camisa rosada Gucci, jeans super ajustados, desteñidos, desflecados, los medios lentes apoyados en la mitad de la nariz generosa, dedos gruesos manchados por el eterno cigarrillo. Sin duda, secundaría una moción de desconfianza.
Forgan se puso de pie despacio y se dirigió hacia la puerta. Se detuvo, me dirigió una mirada oficial, memorizándome. En apariencia, yo tampoco me salvaba.
En la puerta, se volvió a Kesner.
—Además de este payasito Grizzel —dijo—, ¿cuanta más gente con antecedentes tiene trabajando aquí?
—Ni idea. Casi todos son contratados por mi oficina en Burbank. Allá tienen los expedientes del personal. Major Productions. Está en la guía. La gente de producción aquí en exteriores es toda gente del sindicato, del gremio. Los sueldos me están matando.
Forgan miraba hacia la nada.
—Yo nunca voy al cine —dijo con suavidad y salió cerrando la puerta. El trailer se movió un poco con el cambio de peso.
Peter Kesner se tendió en el diván, apoyó la cabeza, suspiró, se quitó los pequeños anteojos y se masajeó el puente de la nariz.
—Siéntate. McGee. Siéntate y relájate. ¿Qué tal estuvo?
—¿El vuelo? Una gran experiencia. Te agradezco que lo hayas hecho posible.
—Yo fui una vez con Joya, y con Mercer, y conseguimos una cantidad de metraje del campo, con buena brisa y una altitud cero. Esa señora pasaba la góndola apenas por encima de las vacas y las gallinas. Como en un parque de diversiones. Lo que no puedo entender es que Joya me acusara de hacer películas pornográficas. ¿Te dijo algo?
Me moví con cautela.
—Sólo que estaba preocupada por lo que le estaba pasando a Jeanie Norman.
Se pegó en la frente con la mano.
—¡Pero claro! Eran amigas. La Hippie Jean. Sólo Dios sabe lo que piensa Jeanie que sucede aquí. Está chiflada: completamente. La que la enganchó fue Linda. Linda tiene buenos recursos, y le gustan las castañas grandes. No es difícil que Joya se haya creído cosas raras a partir de cosas que le contaría Jean. Hay equipo de video-tape, grabadores portátiles y cámaras. Y los chicos juegan con todo eso. Es una herramienta profesional. Un fotógrafo usa una toma de prueba en película Polaroid para luego sí continuar con la película definitiva.
Un actor de reparto improvisa una escena de asesinato, por ejemplo, luego se borra la cinta y se vuelve a intentar. Se puede ver la escena en colores al minuto de filmarla. Deben de haber mezclado a Jeanie en una de sus bromas, y ella entendió mal o Joya entendió mal lo que Jeanie trataba de contarle. ¡Yo no estoy para estas peleítas!
Se puso de pie y caminó por la habitación, para arriba y para abajo, por detrás de mi silla, apareciendo y reapareciendo en el espejo.
—Tengo cosas muy especiales que decir, McGee. Tengo visiones especiales para revelar al mundo. Puedo componer escenas dentro de otras escenas, un diálogo detrás de otro diálogo. Cuando las realidades son compuestas de determinada manera, una escena se convierte en un simbolismo jungiano, y millones de personas serán conmovidas y perturbadas de una manera que no podrán comprender.
Se paró frente a mí y me miró.
—Hay una cosa llamada compulsión artística. El genio exige el medio de la comunicación. Mi misión es cambiar el mundo en un sentido que tú no puedes ni siquiera comprender, McGee. Y sacrificaré cualquier cosa para llevar a cabo esa misión. En medio de este diálogo espantoso en este espantoso guión en el que trabajo, puedo proyectar un instante de magia tan precioso que sería capaz de mentir, robar, matar, torturar, cualquier cosa, para poder hacerla. Estoy más allá de toda ley, de todo concepto de moralidad, McGee, porque tengo este don que tiene que aflorar. Tengo que usar todas las cosas y todas las personas que me rodean para mis fines. Un burócrata mediocre como Forgan no puede comprender la necesidad de la misión. La misión es más importante que todos nosotros. Por lo tanto yo hago lo que tengo que hacer. Cuando nos quedemos sin dinero, de alguna forma tendré que conseguir más, para mantener vivo este proyecto. ¿Comprendes?
—No sé.
—Siempre me doy cuenta cuando llega la inspiración —dijo, con la voz animada, la expresión ansiosa—. Siento como un torrente, una estupenda sensación de que algo fluye, y entonces veo todos los símbolos y las relaciones como si se levantara una niebla. Entonces puedo mover la cámara un poquito, cambiar la luz apenas, poner a la gente en una relación diferente entre sí. Y no importa lo que digan. Los símbolos hablan por sí solos y las palabras no significan nada. ¡Esta es mi oportunidad de hacerla de una manera perfecta y cambiar el mundo!
—Ahora comprendo —dije.
Se acercó y me palmeó el hombro.
—¡Bien! ¡Bien! Desde el principio tuve la sensación de que tú comprenderías, Travis. Tienes sensibilidad. Tus poros están abiertos. Desmin piensa que eres un farsante. Me preocupé, llamé a Lee Dean y ella salió en tu defensa. ¿Estás enojado conmigo por investigar?
—De ninguna manera, Peter. De ninguna manera.
Las ventanas se habían oscurecido. Encendió dos lámparas y volvió a tenderse en el diván. Se oyó el ruido de una llave en la puerta y Josephine Laurant entró, con un conjunto safari blanco, una vincha de leopardo sosteniéndole el pelo y una chalina de seda blanca anudada al cuello.
Me hizo una inclinación de cabeza y se dirigió a Kessner.
—Está lloviendo otra vez, querido.
—¡Mierda! —aulló él—. ¿Qué me quieren hacer?
Ella se arrodilló en el diván junto a él y lo palmeó en la mejilla.
—Todo se va a arreglar.
Él le apartó el brazo con brusquedad, se levantó y se fue sin decir una palabra. Ella me miró y logró esbozar una débil sonrisa.
—Peter se pone muy tenso cuando trabaja. Ha llovido mucho.
—Eso me contaba.
—Nos ayudaría mucho que Take Five nos diera algún avance publicitario.
—¿Cuándo piensas estrenarla?
—No se sabe todavía. Hay muchísimo trabajo de montaje y doblaje que hacer todavía. Peter siempre hace el montaje él mismo. Es un arte, sabe.
—Supongo que los dos tienen muy buenas razones para desear que tenga éxito.
Ella inclinó la cabeza a un lado. Sus ojos parecían viejos.
—¿A qué se refiere exactamente, Mr. McGee?
—Bueno, quiero decir que los dos invirtieron dinero en la película. Y usted hace mucho que no trabaja. Y a Peter le fue tan mal en las dos últimas. Lo que quiero decir es que debe ser muy importante para los dos…
—No me venga con eso. Yo no lo llamé. ¡Salga de aquí! ¡Fuera!
Había agarrado un pesado cenicero de vidrio. Me fui. Caminé bajo la llovizna hasta la carpa de la cocina. Desmin Grizzel estaba sentado en una mesa en un rincón con Jean Norman. Él y yo nos miramos hasta que él me hizo seña de que me acercara. Me senté frente a Jean, con el Sucio Bob a mi derecha. Se había mojado con la lluvia. El halo de barba canosa estaba enmarañado. Olía a perro mojado. Jean tenía unos sucios pantalones blancos y blusa amarilla. Estaba inclinada sobre el plato, comiendo el guiso con las manos. Tenía la boca toda sucia y le chorreaba salsa por las muñecas.
—Come con apetito, ¿no?
—¿Forgan llegó a hablar con ella?
Se sacó el cigarro apagado de la comisura de los labios y me miró.
—¿Qué sabes de eso?
—Lo que me dijo Peter. Joya llamó al FBI y les dijo que ustedes hacían películas pornográficas antes de irse.
—¿Peter te dijo eso?
—Yo estuve con él en la casa de Josie cuando hablo con Forgan.
—Nadie sabe nada de películas pornográficas aquí, Jeanie no sabía nada, ¿verdad? —Ella lo ignoró. Él la pellizcó en el antebrazo. Ella se encogió y lo miró—. ¿No sabías nada, no?
La expresión de ella era de intensa alarma.
—No, Dez. Nada en absoluto. Nada.
—Sigue comiendo, Princesa.
Ella volvió a inclinarse, con el mentón a centímetros del guiso.
Grizzel me sonrió. Encendió un fósforo con la uña del pulgar y lo acercó al tercio sucio de cigarro. Había una extraña sensación de energía latente en él. Me sentía como si estuviera sentado al lado de un gran tigre salvaje, y ni él ni yo sabíamos qué iba a hacer al minuto siguiente.
—Peter me estuvo hablando de su trabajo —dije.
—¿Y?
—No entendí mucho de todo lo que me dijo.
—¿Por qué ibas a entender?
—Con franqueza, me pareció espacial, algo descolgado. —Estudió el extremo del cigarro.
—Creo que deberías callarte la boca.
—Lo único que quiero decir es que si no va a haber película estoy perdiendo el tiempo aquí.
—Peter Kesner me hizo alguien, amigo. Me llevó de la nada a ser alguien. Tengo una casa en la playa, amigo. Tengo unas máquinas brutales, y un Mercedes convertible, un montón de bonos y un abogado trabajando para conseguirme el perdón por un delito menor que cometí una vez. Le debo mucho.
—Pero entiendes la razón de mi interés.
—Mañana no va a llover. Empezaremos temprano con los vuelos, así terminamos las últimas tomas de exteriores; entonces volvemos y compaginamos. Será grandioso. Así que no te pongas nervioso, campeón.
Se puso de pie, despacio, lento, inspeccionó el extremo rojo del cigarro, dio otra pitada y luego se inclinó y lo apagó en lo que quedaba de guiso en el plato de Jeanie y se fue.
Ella se quedó ahí sentada observando apenada y confundida la colilla y luego me miró.
—¿Voy a ir contigo? —preguntó. Pensé que iba con Dez.
La mujer pequeña de pelo oscuro, la doble, entró avanzando directo a la mesa, directo a Jeanie, ignorándome. Tenía botas, jeans, camisa roja y chaleco de gamuza. Chasqueó la lengua al ver el plato sucio, lo recogió y fue a limpiarlo en la lata de basura cerca de la máquina de café. Volvió con una toalla húmeda y se sentó junto a Jeanie. Jeanie tenía la cabeza hacia arriba, con los ojos cerrados, mientras Linda la limpiaba. La cara de Jeanie era inmadura, llena de pecas sobre la nariz pequeña, y con unas oscurísimas pestañas. Linda le refregó las manos y las muñecas hasta dejárselas limpias, le dio una palmadita en la espalda, un beso en la frente y llevó la toalla de vuelta al mostrador. Volvió y se sentó donde había estado Desmin, apoyó el mentón en sus manos pequeñas y marrones y me miró con mirada inflexible.
—¿Quieres fragmentos de esta porquería para la televisión?
—Para mostrar cómo se hacen las cosas. —Su risa fue abrupta y sin humor.
—Estas cosas no se hacen así, compañero. Llevo quince huesos quebrados en este trabajo, lo que hace uno por año desde la primera vez que doblé a alguien, arrojándome desde un acantilado hacia el techo de una diligencia. Sé la diferencia entre lo bueno y lo malo. Estos tipos son locos. Peter, Josie, Mercer, Tyler, todos. Ya casi no queda dinero y siguen cambiando el libreto. Peter lo llama asociación libre. ¿Cómo se metió usted en esto?
—Lysa Dean me mandó, para Take Five Productions.
—Esa es una dama difícil. La doble tres veces. No. Cuatro. Chocaba en un convertible, con una peluca roja. Me rompí la clavícula cuando se zafo el cinturón de seguridad. No me puedo acordar del nombre de la película. Fue muy famosa en su época. Cuando ella era muy famosa. Como se dice, ahora se ha forjado una nueva carrera.
—Lindaaaa.
—Cállate, querida, estamos hablando. Lo vi subir con Joya. ¿Le gustó?
—Muchísimo. No era lo que esperaba.
—A mí también me pasó lo mismo. Oí que Joya se fue, acusándonos de algo que inventó. Nunca nos llevamos bien ella y yo. Tiene suerte si Peter no manda al Sucio Bob a Ottumwa a darle una buena.
—¿Algo de unas filmaciones, no? ¿De video-tape?
—Este no es un jardín de infantes, y los tipos que trajo Kesner no son monaguillos. Cuando hay juguetes, la gente juega con ellos. Cuando hay caramelos, la gente se los come. Si a Joya no le gusta, podría haberse ido cuando quisiera. No tenía por qué causarnos problemas. Aunque no lo consiguió. Los dos que mandaron echaron un vistazo y se fueron. Si buscaban drogas sería distinto.
—Lindaaa.
—Quieta, chiquita. Podría volar mañana, o al menos ayudar a la tripulación de tierra, porque otra vez estamos cortos de gente. Venga temprano, al amanecer, más bien. —Se inclinó hacia Jeanie, la olió y frunció la nariz—. Tienes olor a moho, preciosa. Linda te va a llevar a la posada y te va a dar un lindo baño caliente. —Se puso de pie, la ayudó a Jeanie y la sacó, dándose vuelta para saludar y sonreírme.
El murmullo de la conversación y el ruido de las cucharitas en las tazas de café se acallaron por unos momentos mientras ellas salieron. Había olor a grasa quemada, y a basura. Volví hasta el auto y me fui al pueblo. Fui a un Burger Boy, hice un pedido y esperé en el mostrador. Una chica gordita me alcanzó la bolsa de papel y me cobró. Fui hasta un estacionamiento, apagué las luces y encendí la radio.
Era una estación de frecuencia modulada en Ames, Iowa. Cuando empezó a pasar noticias locales estiré el brazo para apagarla cuando el locutor dijo:
“Los dos adolescentes que murieron en el accidente automovilístico esta noche en la Ruta Estatal 175 al oeste de Stafford han sido identificados como Karen Hatcher, quince años, y James Revere, diecisiete, los dos de Estación Rosedale. El vehículo, una camioneta pick-up último modelo, se dirigía hacia el este a alta velocidad cuando al llegar a la curva de ocho kilómetros al oeste de Stafford, el auto siguió de largo, viajó sesenta metros por la cuneta, luego salió del camino, avanzó otros sesenta metros por el aire y fue a dar contra un campo. Ambos pasajeros recibieron heridas múltiples. Revere murió instantáneamente y Karen Hatcher murió rumbo al hospital… Hoy los legisladores emitieron una declaración según la cual no se validarán los bonos…”.
La apagué. Sentí un pequeño remolino de miedo visceral que lenta, muy lentamente, desapareció.
Nadie me había dado, pensé, vela en este entierro. Si una nenita gordita se había metido en más traumas emocionales de los que ella y su novio podían controlar y se habían hecho pomada en la noche, mala suerte. Este año trescientos ochenta y seis mil personas morirían como resultado de enfermedades al corazón y los pulmones gracias al cigarrillo. Y eso también era una lástima. La muerte, la desesperanza y la desdicha era todo lamentable. Había una cantidad de gente como Peter Kesner, Desmin Grizzel, Linda, Jeanie y Josephine sueltos en el mundo, y mi única función era usar parte de las ganancias de Ron Esterland con sus cuadros para calmar su curiosidad sobre la muerte de su padre. Y volver lo antes posible a los dulces placeres de mi gerente de hotel ejecutiva. Y a decidir qué haría con mi negocio de motocicletas.
Uno no se cura la melancolía sermoneándose. Ni logra la indiferencia buscada.
Cuando llegué a la Posada, el dragón viejo estaba detrás del mostrador.
—Mañana temprano tiene que dejar libre la treinta y nueve.
—¿Y los demás?
—Ya les informé. Todas las habitaciones están reservadas. Todos ustedes se tienen que ir.
—Si insiste.
—Insisto. Toda la ciudad insiste en lo mismo. Lo mejor que pueden hacer todos ustedes es irse de aquí y no volver más. Todos. Les va a convenir.
—¿Como en el Lejano Oeste? Que cuando caiga el sol no te vea por aquí, forastero.
—Nadie tiene ganas de bromas esta noche.
—¿Por lo de la chica Hatcher? Ella se puso tensa.
—Supongo que también puede hacer bromas con eso. Jamie era el único nieto de mi hermana. Ustedes son viles. Son malvados. Son una abominación a los ojos del Señor. ¡Drogas, robo y fornicación, y un montón de pervertidos!
—¡Espere un momento!
—No espero nada, señor.
Y no hubo nada más que decir, porque no hubo a quién decírselo.
Desapareció. Se puede sentir la culpa determinada sólo por la asociación. Quizás cada uno de nosotros tenga siempre un restito de culpa no especificada de modo que está siempre disponible en caso de necesidad.
Subí pesadamente las crujientes escaleras, a través del olor a polvo y limpia-alfombras, eructando un resto de cebollas de Burger Boy. Antes de llegar al segundo piso oí los alaridos y el ruido. Venía de la habitación 25. Un ruido sordo, un gruñido, una maldición, un desesperado gemido de angustia. Traté de abrir la puerta. Estaba cerrada. Me aparté, levanté la pierna y pegué una patada justo encima del picaporte. Arrancó la cerradura y se abrió justo en el momento en que Peter Kesner, en calzoncillos, sostenía a Josie Laurant contra la pared, con la mano izquierda en la garganta de ella, mientras con el puño derecho le daba un puñetazo en el muslo izquierdo. Los dos me miraron. Josie a través de las lágrimas.
Luego de un brevísimo momento de duda, él volvió a la carga. Con la mano izquierda la lanzó contra la pared. Ella trató de zafarse pero él seguía pegándole.
Di tres pasos y lo agarré de la muñeca cuando se preparaba para golpearla otra vez.
—¡Basta, Peter, suficiente!