Doce

DOCE

El sábado fui a la agencia de viajes de la zona, puse mi casa-bote en condiciones para dejarla por un tiempo, hablé por larga distancia con Annie Renzetti y con Lysa Dean. El domingo a la mañana, en Miami, me embarqué en el L-1011 directo a Los Ángeles, sentado adelante con los políticos, amigos de la compañía aérea con pasaje gratis, y los ricos mochileros traficantes de drogas. Hay más espacio para las piernas, el whisky es gratis y la comida es mejor. Además, pagaba otro. Tuve el asiento doble todo para mí.

Me di cuenta de que la azafata me dirigía especulativas miradas de reojo cuando pasaba al lado mío. Era una rubia pechugona con una cara larga y mejillas hundidas, que parecía haber sido diseñada para un cuerpo más elegante.

—Perdóneme, Mr. McGee —dijo por fin, cuando me trajo una bebida—, pero estoy casi segura de que lo conozco de algún lado.

—¿De otro viaje, quizás?

Vaciló. Frunció el ceño y apoyó un dedo en el mentón. Les encanta identificar y clasificar a todos los pasajeros de primera. Carnicero, carpintero, soldado, marinero… No identificaba los pantalones ajustados de denim, la remera de punto, la chaqueta blanca de lona con grandes bolsillos y broches, y los zapatos de marinero.

Como no le proporcioné más información, fue a atender al siguiente, probablemente convencida de que yo era otro traficante, llevando hashish jamaicano hacia la Costa. Bebí un sorbo, miré hacia abajo por entremedio de las nubes y vi la costa oeste de Florida alejarse de nosotros, allá abajo, a diez kilómetros. Nos hicieron la demostración de como usar los chalecos salvavidas. Nunca me pude imaginar un avión lleno de pasajeros comunes sacando esas cosas de debajo del asiento y tratando de entrar en ellas mientras el avión se precipita hacia el mar con el mismo ángulo de planeo de un juego de llaves, según dijera Tom Wolfe.

Tomé otra bebida, comí un bifecito muy duro y llegué a Los Ángeles antes de la hora de almorzar, tiempo local. Encontré mi Hertz reservado esperándome, estudié el mapa Hertz simplificado y me abrí camino a través del tránsito hacia la autopista Coldwater Canyon, adonde accedí al segundo intento y me detuve frente a una pared rosada, con la trompa del pequeño Fiesta a cincuenta centímetros del gran portón de hierro.

Un oriental me miró interrogante a través de los barrotes del portón.

—McGee —le grité.

—¿Usted señor McGee, eh?

—Señor McGee, muchacho. Miss Dean me espera.

—Lo sé, lo sé —dijo y abrió el portón, dejando ver mucho oro en su sonrisa coreana—. Avance. Estacione donde quiera. Miss Dean en la piscina, ¿ja?

Las plantas eran más exuberantes de lo que recordaba. Habían tenido unos años para crecer. La gran pared rosada necesitaba una mano de pintura. Recordé que Dana me había contado que un arquitecto mexicano había construido la casa para Lysa y su tercer marido en un estilo que podría llamarse Cuernavaca-azteca. Fui hasta la piscina. Estaba tranquilo y verde aquí detrás del muro, y la ciudad allá afuera era estridente, con olor a oro, vibrando en el sol, el calor y el tránsito, ya en pleno verano aunque era veintiséis de abril. Cuando di vuelta a la casa el mundo se abrió y divisé las estructuras de pizzas de la ciudad bajo el resplandor amarillo, mucho más allá de la pared rosada que cruzaba el perímetro de su jardín. Ella nadaba despacio en la gran piscina rectangular, en un crawl muy nítido, sin ondas ni remolinos, deslizándose por el agua con la facilidad de una foca en un parque de diversiones. Me vio, se dirigió a la escalera y salió. Tenía una gorra de baño rosada y una malla color crema de tela muy fina que, empapada, se le pegaba al cuerpo como piel, dejando ver aureolas oscuras alrededor de los pezones y la mancha oscura del pubis. Se sacó la gorra de un tirón y sacudió el pelo rubio platinado mientras se me acercaba sonriendo. Se puso en punta de pies y me dio un fugaz beso en la comisura de los labios, con gusto a menta y cloro. Arrojó la gorra arriba de una silla, tomó una toalla amarilla gigante y empezó a secarse.

—¡Caramba! —dijo—. ¿Cómo estás? Se te ve fantástico.

—Los dos estamos fantásticos.

—¿Sabes qué? Tengo que trabajar sobre mi cuerpo, tengo que estar pensando en eso todo el día. “Dieta, gimnasia, masajes, cuidado de la piel, del cabello, yoga”.

—Lo que sea que estés haciendo, da resultado.

La seguí hasta la mesa de mármol, fuera del sol. Y después de que una mucama coreana trajo un Perrier para ella y un ron para mí, Lee entró a la casa y salió a los diez minutos con el pelo cepillado. Se había pintado los labios y se había puesto un vestidito de tenis.

—Te odiaba, McGee.

—No fue un buen rato para ninguno de los dos.

—Ahora son otras épocas, amigo[4]. Yo estaba muy enloquecida en ese tiempo, recibía montones de libretos para elegir, me consentían demasiado. Además quería ganar el campeonato de famosos del mundo. Quería ser el personaje de los Estados Unidos. Y quería todo lo que se me ponía en el camino. Y rara vez fallaba. Como contigo. De todos modos, mi psiquiatra me sacó de ese pantano, y decidí, McGee, que si fueras un gordito petizo con ojos saltones y sin mentón, no me habrías rechazado. No rechazarías a nadie. Aceptarías lo que te dieran y estarías muy agradecido. Por lo tanto, tu renuencia no se basaba en el carácter, sino en la apariencia. Lo cual nos coloca a los dos en el mismo negocio.

—¿Actores?

—Debes hacerte a la idea. Estamos en la primera fila. Yo no necesito trabajar, mi amor, pero sigo luchando. No quiero que nadie me diga nunca: “¿Usted no era Lysa Dean?”. Uno siempre está en pose, tanto para sí misma como para los demás.

—Eres más sagaz de lo que recordaba.

—Empecé a pensar con la cabeza en lugar del culo.

—Te queda bien.

—Y tú viniste a hablar de Josie Laurant y Peter Kesner.

—Creo que vaya encarar esto de una manera diferente a como lo planeé, Lee.

—¿Qué quieres decir?

—Me iba a guardar la parte fea de este asunto y a tratar de sonsacarte cosas. Pero te encuentro tan cambiada que te puedo confiar todo.

—Adelante.

—Antes, quiero decirte algo. Aparte de la gente cuya ayuda necesitaba, nunca le dije una palabra a nadie de tu problema con las fotografías y el chantaje.

Ella asintió.

—Lo sé. Esperaba lo peor cuando te fuiste. Pensé que de alguna manera querías justificar tus actos venideros. Como por ejemplo quedarte con algunas fotos y hacer un artículo para Penthouse. Estuve conteniendo la respiración todo un año. Uno se acostumbra a las puñaladas por la espalda en este ambiente. Al fin decidí que eras derecho, y te lo agradezco.

—Me gustaría que tú también guardaras el secreto de todo esto.

Me gustó que no hubiera una promesa instantánea. Lo pensó, con el ceño fruncido.

—Está bien. Será difícil para mí, pero está bien.

—¿Sabes algo de Ellis Esterland?

—Sólo que era un millonario magnate del plástico y que él y Josie tuvieron la hija del nombre raro que murió en un accidente. ¿Róndola era?

¡Rómola! Josie debe de haber vivido unos diez años con su esposo. Nunca se divorciaron, sólo hubo separación legal. Vivían en Nueva York y ella hizo un poco de teatro, aunque no mucho, y luego volvió aquí después de la separación. ¿Él no murió hace dos años, de una manera extraña?

—Lo mataron a golpes. Tenía cáncer terminal en ese momento. No hubo arrestos, ni pistas. Él y su ex secretaria vivían en un bote en Fort Lauderdale en esa época. Él iba en el auto solo y lo mataron. Se ignora la razón del viaje.

—Oí que Josie heredó una buena cantidad de dinero cuando murió Rómola. Y que el dinero era de la fortuna de su padre. —Inclinó la cabeza a un lado, se quitó los lentes oscuros y me miró con sus rasgados y vívidos ojos verdes—. ¿Josie tuvo algo que ver con su muerte?

—No lo sé. Parece que las cosas fueron así. Parece que Josie, gracias a su amistad con Anne Renzetti, la secretaria, sabía todo sobre la situación financiera de Esterland, el testamento y esas cosas. Y lo que sabía Josie, lo sabía Peter Kesner. Josie estaba manteniendo a Kesner. Cuando fue evidente que Rómola era un caso desahuciado y que si ella moría primero el dinero de Esterland iría a una fundación, Kesner tenía interés en que Esterland muriera primero. Un problema de matemáticas elemental. Dos millones es mejor que cien mil, y vale la pena correr algunos riesgos.

—Josie, no. Descarta a Josie. Peter, si. ¿Pero cómo podía hacerlo?

—Con mucho mucho cuidado. Tiene contactos con motociclistas marginados después de esas dos películas que hizo hace unos años.

—Para el bajísimo presupuesto que tenía, eran muy buenas.

—Aunque no puedo probarlo, y no creo que nadie pueda, pienso que esos dos motociclistas que aparecieron en una de esas películas o en las dos atravesaron el país en moto, concertaron una cita con Esterland y le pegaron hasta matarlo. En la película se llamaban el Sucio Bob y el Senador.

—Lo recuerdo. Tipos duros. Pero duros en serio. Siempre se ve la diferencia entre los que son duros y los que se hacen. Bogart actuaba duro, pero también era un hombre muy recio. Nada lo asustaba, nunca. Esos motociclistas me asustaron un poco a mi.

—¿Serían capaces de matar?

—Si el precio es bueno, sí.

—¿Cómo hago para averiguar los nombres verdaderos?

—Los averiguas por mí, en este mismo momento. En seguida vuelvo. —Entró y salió a los cinco minutos con un libro en rústica, grueso y usado—. Mi biblia —dijo—. Toda la información básica sobre cinco mil películas. Todas las estadísticas. —Buscó en el índice y encontró la página—. Acá está: El cielo de las motos, El papel del Sucio Bob lo hizo un tal Desmin Grizzel. Mi Dios, ¿será el nombre real? Seguramente. Y el del Senador lo hizo Curley Hanner. Déjame ver en la otra. ¿Cómo se llamaba?

Motos en el parque, creo.

—Creo que sí. Sí, aquí está. Los mismos tipos. Fue una especie de segunda parte de El cielo de las motos, pero no tan exitosa.

—¿Hay algún modo en que pueda verlas? Con una alcanza. Cualquiera de las dos.

—Puedo averiguar en la zona. Muchos están haciendo grandes colecciones de películas en video-tape, las de televisión y las comerciales de tres cuartas de pulgada. Puedo exhibir cualquiera de los dos tipos. Tengo tapes de los programas en los que he trabajado.

—Si no fuera molestia…

—¿Para qué te hago favores? En fin. ¿Después de almorzar?

—Ya almorcé en el avión.

—Es una ensalada, nada más. Tienes que tragarla. O la Princesa de las Nieves se pondrá furiosa.

Me llevó hasta el silencio de piso veneciano que recordaba, donde había paneles oscuros en las paredes transplantados de antiguas iglesias y retratos al óleo de la dueña. Había alfombritas blancas y escasos muebles blancos, una gran vitrina empotrada en la pared de vidrio y espejos con una colección de búhos de cerámica, cristal, jade, madera, marfil, hueso y plata. Me detuve a admirarlos.

—Antes eran elefantes —dije.

—Están en el dormitorio.

Me llevó a una recámara al lado del comedor donde había una mesa para dos junto a una ventana que daba a la piscina, el largo declive del jardín y la ciudad más allá. La mucama coreana trajo la ensalada en un gran bol de madera: espinaca cruda, con queso y hongos, algunos pedacitos de tocino y un aderezo de vinagre y aceite con un dejo a ajo. Vasos altos llenos de té helado con menta.

En la conversación banal de Lee, en su expresión, su tono de voz, en la manera de actuar, parecía estar ofreciéndose a sí misma, publicitando su disponibilidad. Y como cualquier actriz es siempre tan afectada, es una construcción tan arbitraria, no sabía si éste era su yo habitual o si invitaba a alguna travesura.

—¿Quién ocupa la suite secretarial ahora?

—No hay tanto que hacer, no como antes. Un jovencito encantador viene y trabaja allí tres veces por semana. Siguen viniendo cartas y tarjetas, gracias a Dios. Muchas por los programas de trasnoche en los que pasan películas viejas mías, las que hice en la época de El nacimiento de una nación. Cumplí los dieciocho años filmando en exteriores. Me moría por aparentar al menos veinte. ¿Te imaginas?

Me sonrió por encima del borde del vaso de té helado, con esos ojos verdes tan fríos como el vidrio.

Después de tres llamadas telefónicas localizó un video-tape de El cielo de las motos. Lo trajo un chico en bicicleta. Había una recámara para proyecciones saliendo del dormitorio. Dos divanes dobles enfrentaban a la inmensa pantalla donde se proyectaba la imagen del televisor. El equipo y el proyector estaban entre los dos divanes. El sonido salía de dos parlantes, uno a cada lado de la pantalla. No había ventanas en la recámara. La luz del día se filtraba por los cortinados del dormitorio.

Miré los ochenta minutos de película con total atención. Los créditos por libreto, dirección y producción pertenecían a Peter Kesner. La banda de sonido era rock pesado pasado de moda. Y muy alto. Cámaras manuales, película graneada, valores de color desajustados de escena a escena. Pero se movía. Decía que este mundo de los motociclistas era rápido, brutal, y curiosamente indiferente a su propia brutalidad, casi ajeno a ella. Los personajes parecían querer algunas cosas con muchísimas ganas y cuando las obtenían, las tiraban. El diálogo era primario pero sonaba auténtico. Las chicas de los motociclistas eran hoscas y sucias. Después de muerte y bombardeos, el Sucio Bob y el Senador se iban por la ruta hacia el amanecer, gritando una canción obscena con sus voces roncas por encima del estruendo de las dos poderosas máquinas.

Ella se levantó, lo apagó y apretó el botón de rebobinado.

—Interesante —dijo—. Pero ya no tiene vigencia. En su momento fue más atrevida de lo que es ahora. Costó un millón y medio y habrán recaudado de quince a veinte millones.

—¿Kesner habrá hecho mucho dinero?

—¡Mi amor! ¡Esta es la Industria! Los verdaderos creativos son los contadores. Un gran estudio obtuvo más de la mitad de las ganancias, después de multiplicar el costo por tres; tomando un veinticinco por ciento del presupuesto como costos indirectos, y tomando un treinta por ciento del ingreso por costos de distribución, más el arrendamiento, y los intereses sobre los adelantos. Si ganó un millón, incluyendo honorarios por sus servicios, me sorprendería. Peter vive muy bien. Me sorprende que Josie pueda mantenerlo.

Recordaba la película como mejor de lo que es. Algunas de mis películas son mucho mejores de lo que yo recordaba. ¿Extraño, no?

—¿Alguna vez viste a esos dos, a Grizzel y Hanner?

—En un programa periodístico, hace años. Fueron un desastre. Vinieron drogados hasta los ojos. Ruidosos, con un olor horrible, moviéndose por todos lados y diciendo cosas que tenían que ser distorsionadas para que no salieran al aire, porque se creían graciosos, al parecer. Uno me agarró el traste y me dejó esos dedos grandotes y mugrientos marcados en la pollera[5] amarilla. Le dije que si volvía a tocarme le cortaría el corazón a pedacitos y lo freiría. Lo dije en serio, y él se dio cuenta. Yo no sabía los nombres. Eran sólo el Sucio Bob y Senador.

»Sabía que los reconocería si volvía a verlos en cualquier lado. El sucio Bob, también conocido como Desmin Grizzel, tenía una tupida barba negra y cara de luna con pómulos altos y unos ojos tan angostos que daban un aire asiático, como un tirano mogol. La barba era tupida en el perímetro, pero no muy frondosa alrededor de la boca. Me pareció que no había tenido doble en la película. En ese caso, era muy rápido y ágil para un tipo de su tamaño.

»El Senador, conocido como Curley Hanner, tenía una cara larga y angosta, y apenas una hendija por boca. Los ojos estaban tan juntos que le daban un aire entre loco y divertido. La boquita sin labios se convertía en una absurda V cuando sonreía. En la frente, hacia la derecha, tenía una cicatriz profunda y repugnante, como si se la hubiera hecho en la esquina de alguna cosa. El pelo oscuro raleaba y tenía un fino bigote negro que le caía hasta el mentón, como un pistolero de otros tiempos. Durante toda la película los dos habían usado vinchas rojas justo encima de las cejas. Eran actores aficionados y podrían haber estropeado la película si el director se los hubiera permitido».

—¿Dónde encontró Kesner a esos dos?

—No tengo idea, Travis. La leyenda dice que probó a algunos tipos bravos de los Bandidos y de los Ángeles del Infierno, eligió a media docena y luego los dejó que se pelearan por los dos papeles. Pero eso debe de haber sido idea de algún publicitario, para hacerla más emocionante. Oí que Kesner consiguió una moto y salió a andar con uno de los clubes marginados, y que ahí le vino la idea para la película y encontró a la gente para aullar en ella. Viste cuántos eran. Quince o veinte.

—¿Y Kesner está filmando en exteriores ahora?

—Sí, en el campo. Está con Josie, haciendo una película sobre globos. Globos aerostáticos.

—¿Cómo puedo averiguar dónde están?

—Me tienes a mí, cariño. Chica guía a las maravillas del séptimo arte. Déjame hacer una llamada. Tú quédate quieto. —Me dio un golpecito con los nudillos en la cabeza al pasar por detrás del diván. Fue al teléfono del dormitorio, se sentó en el borde de la gran cama, dándome la espalda, inclinada sobre la libreta de teléfonos. Me levanté y fui a mirar un estante en la pared que parecía guardar cantidades de video-tapes.

Al rato, volvió y se sentó en mi diván cerca de mis rodillas, de cara a mí.

—Bueno, sé dónde están, o casi. En Iowa, en un lugar llamado Estación Rosedale. Es al noroeste de Des Moines y al sureste de Fort Dodge, en los alrededores de la ruta nacional 30. Lo que tienes que hacer es volar a Des Moines y allí conseguir un auto, serán unos cien kilómetros.

—Ahora bien, tengo que aparecer con algo.

—¿Qué quieres decir?

—Nadie en Estación Rosedale, ni Josie ni Kesner ni los dos tipos esos, si están ahí, tienen idea de quién soy o qué quiero. Y no puedo acercarme a Josephine Laurant y decirle: “Chiquita, tu hijastro Ron me contrató para averiguar quién mató al viejo Ellis”. Hablo de una pantalla. La gente que hace películas tiene vigilancia para mantener alejados a los aficionados y cazadores de autógrafos. No puedo aparecer como si tal cosa y tratar de caer en gracia.

—¿Qué quieres hacer cuando estés allí?

—No sé. Andar por ahí. Hacerme de amigos. Negociar secretos. Pegarle a alguien. Mentir mucho. No sé. Yo improviso. Si uno ha hecho varias suposiciones sobre algo ocurrido en el pasado por lo general puede hacer presión y sentarse a esperar. Si no pasa nada, uno se da cuenta de que las suposiciones eran erróneas.

Ella inclinó hacia un lado la bonita cabeza y me estudió.

—¿Quién podrías ser? Tengo que pensarlo. Déjame ver. Tendrías que tener algún tipo de autoridad, para que sean amables contigo.

—No sé nada ni de cine ni de globos.

—Cállate. Estoy pensando. —Me pegó con el puño cerrado en la rodilla, suave y repetidamente. Tenía los labios apretados y los ojos semicerrados—. ¡Ya está! —gritó.

—Me rindo. ¿Quién soy?

—Sucede que yo soy propietaria de una pequeñísima parte de Take Five Productions, mi amor. Y algunas hojas membretadas de ellos. Hacemos programas de juegos para la tarde. Vayamos entonces hacia el escritorio del encantador secretario y redactemos una carta.

Mr. Peter Kesner

Presidente de Major Productions

Estación Rosedale

Iowa

Querido Peter:

Quiero que conozcas al portador de la presente, Travis McGee, uno de los asesores de nuestro nuevo y emocionante proyecto para televisión en horario pico, cuyo nombre por el momento es LO QUE CUENTA.

No sé si sabrás que tengo intereses en Take Five Productions, y he tenido el privilegio de estar en la fase de planeamiento de este nuevo programa proyectado para el otoño que viene por ABC.

Es nuestra intención (y no dudo de que tomarás esto como confidencial) mostrar los entretelones de la industria del cine, no sólo en los Estados Unidos sino en todo el mundo.

Desde el ballet detrás del escenario a donde se preparan los Carnavales, ensayos de grandes orquestas, entrenamiento de animales, filmación. Nos concentraremos en la acción y los valores pictóricos, sin escamotear gastos. Hay promotores muy entusiasmados esperando a ver qué preparamos como prueba del programa.

En nuestras charlas se nos ha ocurrido que la película que estás haciendo sobre globos aerostáticos y la gente que los tripula, en plena primavera en el corazón de los Estados Unidos, podría ser un episodio muy interesante de la serie de LO QUE CUENTA.

Espero no abusar de tu amabilidad al pedirte que permitas que Mr. McGee tenga libre acceso a los sets y respondas a sus preguntas. Estoy segura de que él será muy considerado. Si decidimos usar pantallazos de tu película, no te quepa duda de que la compensación no te desilusionará.

Te deseo toda la suerte del mundo con tu película. Y por favor saluda de mi parte a la querida Josie.

Afectuosamente,

Lysa Dean

Volvió a leerla y firmó Lee con rúbrica, una voluta que iba para atrás debajo de su nombre y se cruzaba consigo misma en un ocho acostado.

—¡Qué disparate! —dijo—. Pero, ¿sabes una cosa?, es tan ridícula que va a hacer efecto con ese excéntrico. En especial la insinuación sobre el dinero.

¿Te parece que podrás desenvolverte?

—Si me dices qué preguntas tengo que hacer. No me oyó. Estaba mirando hacia la nada.

—¿Sabes? —dijo al fin—, podría hacerse un programa así. Voy a hablar con Sam.