Dieciocho

DIECIOCHO

El mundo siguió avanzando hacia el verano. Vennerman me acomodó la rodilla en mayo, y a principios de junio caminaba a un ritmo razonable, pero sólo un kilómetro y medio por vez, y todas las noches hacía ejercicio con una pesa pegada al tobillo: subir la pierna derecha, mantener, y bajarla muy despacio.

A mediados de junio hubo unos pocos inusuales días en los que Florida estaba demasiado cálida. Annie Renzetti vino desde Naples, y mientras ella estaba allí, haciendo listas de lo que traería para el prometido crucero a bordo del Busted Flush, Ron Esterland llegó a la ciudad para nuestro demorado ajuste de cuentas. Había estado en Seattle haciendo adiciones y cambios en una gran exposición de sus cuadros a realizarse pronto en el museo, a préstamo de otros museos y coleccionistas.

Meyer vino a la mañana y empezó a hacer su gran olla de salsa italiana de carne, la fue a ver al mediodía y volvió a la hora del copetín, llevando una buena cantidad de Bardolino.

Era un lindo grupo. Ron y Annie obviamente se querían mucho.

—Contigo ese viejo hijo de puta tuvo la mejor suene de toda su vida —le dijo él en un determinado momento.

—Le debo mucho —dijo ella—. Me enseñó a hacer mi trabajo lo más perfecto posible, y a pensar en maneras mejores y más fáciles de hacer las cosas mientras las hacia, no hacerlas, y punto. Siempre decía…

—Sí, ya sé —dijo Ron—. Siempre decía que los que cavan zanjas son los que más saben de palas.

Cuando todos ya estábamos reventando por haber comido mucha más pasta de lo decente, fui a buscar mi hoja de gastos y se la presenté a Ron Esterland.

Levantó las cejas.

—¿Esto es todo?

—Hice lo que pude. Viajé en primera. Alquilé autos. Comí bifes. Pero no tuve mucho tiempo.

—Cuando vi a Josie la semana pasada me pareció innecesario decirle que estabas investigando la muerte del viejo como un favor hacia mí.

—¿Cómo estaba? —preguntó Annie.

—Bien. Extraña horriblemente a Peter. Me dijo que había habido unos chismes espantosos sobre Peter y Rómola, pero que ninguno de los dos habría sido capaz de traicionarla de esa forma. Estaba muy ocupada. Ella y alguien de una de las agencias estaban trabajando en un programa de conferencias de ella y revisando el material.

—¡Conferencias! —exclamó Annie—. ¿Josephine Laurant?

—Parece que Peter se está convirtiendo en un mito —dijo Ron.

Meyer fue a su viejo yate, el John Maynard Keynes, volvió con un recorte sacado de una revistita literaria y nos lo leyó, con sentimiento.

—“Quizás sea demasiado temprano para intentar una evaluación de los valores constantes en las contribuciones de Peter Gerard Kesner al arte de la cinematografía. El núcleo de la patéticamente pequeña colección de obras que ha dejado lo constituyen dos valientes épicas sobre los motociclistas marginados, vitales, sardónicas, robustas, con cortes y ángulos experimentales que pronto se convirtieron en clichés de los que abusaron directores de películas de acción mucho menos sólidas. La música enérgica, el uso atrevido de los silencios, las interrelaciones existenciales entre víctimas y predadores nos dieron esa extraña sensación de déjà vu que es nuestra respuesta a una realidad artificial que, a través del arte, parece más real que la vida misma”.

—¿Sigo? —preguntó Meyer.

—Sí, ahora no te detengas —dijo Annie.

—“En las dos películas de grandes presupuestos que dirigió, fracasos comerciales ambas, son infrecuentes los pantallazos de su inteligencia, de su inconfundible rúbrica en escenas cuya única otra característica es la banalidad de argumento y situación. La verdad de Kesner, el artista, fue asfixiada por las engorrosas consideraciones de los hombres del dinero, las mentes pequeñas que creen que si una película no es hecha a imagen y semejanza de una película exitosa, no puede ser un éxito”.

“No nos queda más que soñar en el triunfo en que podría haberse convertido Caída libre si no se hubiera destruido todo en ese trágico enfrentamiento en el corazón de Iowa. Los que tuvieron el privilegio de ver la primera copia dicen que era Kesner en la cima de su poder y convicción, tratando temas maduros de un modo maduro, una rapsodia de forma y movimiento. Sobrevivió mucho metraje y tenemos entendido que lo están compaginando como una mera colección de secuencias de visuales de vuelo y color, con música de Anthony Allen y narración de la gran amiga de Kesner, Josephine Laurant quien, durante la narración, interpretará una de las escenas escritas por Kesner para ella. Los que patrocinan este proyecto, entre ellos los financiadores de Caída libre, cuyas pérdidas fueron recuperadas por el seguro de producción, esperan presentar este conmemoratorio del gran arte de Peter Gerard Kesner en el Festival de Cine de Cannes”.

—¡Caramba! —dijo Annie—. ¿Era tan bueno? ¿Y yo no lo entendí? Meyer sonrió y guardó el recorte.

—Mi querida, has puesto el dedo en el acertijo artístico contra el que todos luchamos. ¿Cómo se hace, en estos días de intensa comunicación a todo nivel, para diferenciar el talento del camelo? Todos son buenos y malos según uno quiera que sean.

—Josie va a sacar la película a la calle —dijo Ron—, haciendo el circuito universitario, agregando comentarios y una sesión de preguntas y respuestas. Gastos más ciento cincuenta dólares por exhibición. Lo que sale, claro, de los subsidios federales a la educación superior. Ella dice que se lo debe a la memoria de Peter.

—No creo que esa película se hubiera estrenado nunca —dije.

—Ahora la leyenda dice que habría sido una épica —dijo Meyer—. Y hay todo tipo de nuevas inmortalidades laterales, también. Han hecho una nueva edición de aquel viejo libro escrito para Linda Harrigan. Dobles y Trucos: La autobiografía de una doble de Hollywood. Y además, claro, la de esta chica del equipo de aeronautas, la de Shenandoah. ¿Cómo se llamaba, Travis?

—Diana Fossi. Yo no la conocía. Le destrozaron la columna vertebral con un neumático. Le han puesto su nombre a una de las pruebas en el gran encuentro internacional. La Maratón Cross-Country Diana Fossi. Ella asistirá en su silla de ruedas para entregar la copa al equipo ganador.

—¿Qué pasó con los muchachos que hicieron todo eso? —preguntó Ron.

—No mucho —dije—. A excepción de la muerte de Mercer, el cameraman, no pudieron determinar los culpables. Acusaron a un chico llamado Wicker por ese asesinato. No lo han juzgado aún, pero creo que irá a la cárcel por un buen tiempo. Negociaron la libertad condicional para los otros, y un chico del pueblo murió semanas más tarde de una lesión cerebral provocada durante la pelea, y esto facilitó las cosas para los otros.

Me acordé del tratamiento de mi rodilla y fui a buscar la tobillera de lona con la pesa y me senté en el diván junto a Annie.

—Lo interesante, para mí al menos —dijo Meyer—, es la creación del mito y la leyenda. Observen esta situación por ejemplo. Cientos de profesionales de los medios, funcionarios policiales, e investigadores llegaron a esa ciudad. La historia lo tenía todo: muertes dramáticas de celebridades, un recinto de pornografía, una muchedumbre asesina, corrupción de inocentes. Según lo que me contaste, Travis, supongo que mientras buscaba fondos para continuar, Kesner descubrió una industria paralela. Usando un estudio en un trailer, a Mercer, Linda, Jean Norman, Desmin Grizzel y jóvenes de la zona, hacía video-casettes pornográficos y Linda Harrigan los llevaba en avión a Las Vegas, obteniendo dinero al instante.

—Esa es la imagen que me pintó Joya Murphy-Wheeler, la mujer del globo, información obtenida de Jean Norman, quien en apariencia no estaba todo el tiempo tan atontada como los demás creían. Resultó que Linda le daba hashish, Dexedrina, y Valium, lo que le tendría que haber hecho puré el cerebro.

—¿Qué fue de ella? —preguntó Annie—. De Jeanie.

—Tengo que retroceder —le dije— para que veas cómo me enteré. Yendo hacia Des Moines esa tarde, me di cuenta de que tenía que aclarar las cosas con Joya. Así que seguí camino, hasta Ottumwa, la busqué, la encontré y confesé que la había engañado y que el real y genuino señor de la FBI la buscaría, sin duda en la persona de un tal Forgan. Cómo se enojó. Estaba furiosa. Se había enterado de algo a la hora del almuerzo. Sabía que había habido problemas pero no sabía hasta qué punto. Sí, se enteró de la muerte de Karen Hatcher y su novio y yo le conté que el accidente había sido la chispa que encendió todo lo demás. Se impresionó por la muerte de Kesner y Linda Farrigan. Quedó fascinada con la historia de mi último vuelo en globo, y se estremeció cuando le conté lo sucedido al chocar la góndola con los cables de tensión. Al final entendió más o menos cuál era mi misión y por qué le había hecho creer que era otra persona. Nos despedimos siendo amigos. La llamé desde aquí en mayo, el día antes de ir a operarme la rodilla, y me dijo que no había ido nadie a verla, quizás porque todos los que ella acusó por teléfono estaban muertos o desaparecidos: Kesner, Harrigan, Mercer y Grizzel. Tenía entendido que Jean Norman había sido internada en Omaha, cerca de su casa. Por sus contactos entre los grupos de aeronautas supo que le habían tomado varias declaraciones a Jean Norman para procesar a Desmin Grizzel, y confiaban en que ella se estaba recuperando bastante bien como para atestiguar en contra de él en la corte.

—Y he aquí la leyenda —dijo Meyer—, madurando y floreciendo. Sin el conocimiento de Kesner (el padre de la criatura), el Sucio Bob corrompió a Mercer y a la doble. Y la doble reclutó a Jean Norman. Fuera del horario de filmación, cuando Kesner, Josie y Tayler no estaban hacían los video-tapes con un equipo portátil, y después Linda los vendía. Y se dice que los distribuidores de las películas pornográficas hicieron matar a Grizzel para evitarse mucho tiempo y dinero y probables complicaciones legales. Grizzel, dando muestras monumentales de estupidez, no ocultaba la cara al actuar en esas películas. Le encantaba aparecer en cámaras. También se puede identificar a Miss Norman, creo. Miss Harrigan usaba una máscara plateada. Y los talentos aficionados reclutados en Estación Rosedale son por supuesto identificables. De modo que la cadena de pruebas es muy clara. A propósito, como se reconocía al Sucio Bob en los papeles pesados de las películas, éstas eran más valiosas y fáciles de vender. La fiscalía ha conseguido más de una docena de películas de las hechas en Estación Rosedale. Antes de que los abogados lo hicieran callarse la boca, el distribuidor dijo, en una única declaración pública, que compró las películas a un intermediario, a un tercero, que las había descrito como simulacros de violaciones, lo que más gusta a ese tipo de público. Un asunto muy sucio, en verdad. Las víctimas contribuían a su propia desgracia con su hambre de fama, un apetito que los hacía vulnerables. Y además, como todas las víctimas del mundo, ayudaban a reclutar nuevas víctimas porque esto les hacía sentir que su propia humillación era menor.

—Por Dios, Meyer, ¿dónde conseguiste todo eso? —dijo Annie.

—Siempre compra esos pasquines que venden en los hoteles —la miré sonriendo.

—Sólo para confirmar mi visión de la realidad —dijo él—. La realidad me dice que Desmin Grizzel está vivo y a salvo.

Ron frunció las cejas.

—¿Pero no tendrían motivo para hacerlo matar?

—¿Para qué? —preguntó Meyer—. Actúan como entidades corporativas. Los ingresos son distribuidos. Si surge algún problema, se deshace la corporación e inician otra en el piso de arriba. Es mucho más barato, seguro y fácil que arreglar un asesinato. La pornografía está relacionada con la mafia, claro. Si alguien pirateara la mercadería sistemáticamente, supongo que organizarían una pequeña demostración de lo nociva que es esa tarea. Pero Grizzel es una celebridad. Esta noche, en algún lugar del mundo, están exhibiendo esas dos películas, quizás en tres o cuatro países, doblado en japonés, italiano, árabe o portugués. Es muy arriesgado matar a una cara conocida, como comprobaron los asesinos de Jimmy Hoffa. Según todo lo que he leído de Desmin Grizzel, creo que sigue vivo. Unos niños encontraron el globo caído en un bosque, tres días más tarde, unos kilómetros al sur de la Interestatal 80.

—Volvamos al tema número uno —dijo Ron frunciendo el ceño—. ¿Grizzel mató a mi padre?

—Mi impresión es que sí. Solo o con Curley Hanner. Pero no tengo pruebas, sólo algunas pistas aquí y allá. Kesner los azuzó contra Ellis Esterland. Quizás indirectamente. Quizás sólo haya mencionado que las cosas se solucionarían si Esterland moría antes de Rómola. Nunca sabremos qué anzuelo usaron para hacer ir a Esterland solo a Citrus City. Puede que a comprar algo para el dolor. No quería admitir ante Annie que ya no podía soportarlo. Después de consumar el asesinato, Grizzel poseía una porción un poco más grande de Kesner. Y Hanner también. Lo único que le pude sacar a Kesner fue esa suposición de que quizás Grizzel se había deshecho del otro. Aunque pudieron haber sido las gaviotas.

—Entonces —dijo Ron—, ¿podemos suponer que el Sucio Bob, el motociclista de California, se ha desvanecido en la estruendosa corriente de la camaradería, entre los encasquetados caballeros de las rutas, protectores de lo suyo?

—No es muy probable —dije—. No tiene una cara de las que se olvidan con facilidad. Esa cara de luna llena con el reborde de barba, los pómulos altos y los ojitos mogoles. Fue modelo para demasiados imitadores.

—Consideremos el problema desde este punto de vista —dijo Meyer—. Puede ser constructivo. Travis, él te dijo que tenía una casa en la playa, motocicletas, un Mercedes convertible, una cantidad de bonos y un abogado trabajando en un perdón para un delito menor. De pronto se convierte en un prófugo, y se queda sin chiches. ¿Pero es la ofensa tan seria como para seguir prófugo? ¿No puede ocultarse detrás de Kesner y decir que cumplía órdenes? Travis, después de tu confrontación, o como quieras llamarla, con Kesner en la Posada, ¿te parece que tuvo tiempo de hablar con Grizzel a la mañana siguiente?

—Por supuesto.

—¿Y si Grizzel explotaba su relación con Kesner, usándola de todas las maneras posibles para beneficiarse, y si Kesner quería empujarlo un poquito, qué diría?

Lo pensé.

—Creo que le diría a Grizzel que el asesinato de Esterland no había sido tan limpio, que yo estaba investigando todo y que también tenía curiosidad por saber cómo murió Hanner.

—Y además —dijo Meyer—, estuvo presente cuando te deshiciste de Kesner. Su fuente de ingresos. Su héroe que lo convirtió en una celebridad.

—¡Pero yo no le hice nada!

—¿Y él cómo sabe? Tú caíste, luego cayó la mujer, y Kesner chocó contra los cables de tensión. Y además lo saludaste con el brazo.

—Escucha. Hay sólo una leve sospecha de que mató a Esterland.

—¿Y él cómo sabe que es leve? ¿Cómo sabe que no cometió algún error, que no había alguien mirando?

—Alguien estaba mirando —dijo Annie—. Curley Hanner.

En silencio, comencé a ejercitar otra vez la rodilla. Todos me miraban hipnotizados.

—Puede cambiar de aspecto —sugirió Ron.

—¿Tenía cejas espesas? —preguntó Meyer.

—Muy espesas. Grandes, negras y peludas, salpicadas de canas. ¿Por qué?

—Aunque se afeitara la cabeza, la barba y las cejas, los ojos seguirían siendo conocidos. Unos anteojos espejados pueden solucionar eso. Y si cambiara por completo la manera de vestirse…

—¿Para esconderse para siempre? —preguntó Anne.

—Es posible. O lo suficiente para ocuparse del problema de la chica Norman. Y luego encontrarte, Travis, y averiguar lo que sabes o no sabes. Aunque quizás no se moleste en preguntar.

—¡Ah, bárbaro! ¿Y cómo podría encontrarme?

—A través de Lysa Dean, por supuesto.

Dejé de flexionar la rodilla. Annie miró hacia la noche oscura y se estremeció apenas. Ron miraba hacia el piso con el ceño fruncido.

—Estamos jugando, nada más —dijo Meyer con alegría—. El viejo y honorable juego de ¿y si…?

Mucho después de que él se fuera, Annie Renzetti me hizo encender la luz y tratar de comunicarme con Lysa Dean por el teléfono de al lado de la cama. Se acurrucó contra mí y los dos escuchamos la campanilla. Lo dejé sonar quince veces y luego corté.

Pero no puede ser —dijo Annie—. Esa gente tiene contestadores automáticos. No tienen más remedio.

—Quizás no en la línea superprivada. Cuando los amigos llaman por larga distancia, si no hay respuesta, es que ella no está. Ahorra dinero.

—¿De veras crees eso? Apagué la luz.

—Claro.

—Si lo creyeras no tendrías ese tono de excesiva confianza. ¿Meyer estaba tratando de asustamos?

—Le gusta suponer cosas sobre las personas. Y lo hace bastante bien, pero él es el primero en admitir que se equivoca a menudo.

—¿Hace mucho que conoces a Lysa Dean?

—La ayudé a salir de un lío hace mucho tiempo.

—¿Te acostaste con ella cuando fuiste en abril? No es una pregunta celosa, en serio. No tengo derechos sobre ti. Eres libre de hacer lo que quieras. Lo sabes. Pero quería saber. Es una pregunta tan tonta que no tienes que contestarla. Los años pasan y ella está cada vez más linda.

—No, no me acosté con ella.

—¿Querías hacerlo?

—Se me ocurrió la posibilidad.

—¿Podrías haberlo hecho?

—No quise averiguarlo.

—No tienes por qué mentirme. No a mí.

—Lo sé, mi amor.

—¿Por qué no me abrazas un poco más fuerte?

—Por placer.

—Tengo la sensación de que hay algo que no funciona en el mundo, algo que nos involucra de una manera horrible.

—No va a pasar nada malo.

—¿Por qué su teléfono no dejaba de sonar? Me dijiste que tiene personal permanente.

—Puede ser que no suene en las dependencias de servicio. Esa es la línea privada. Duérmete, Annie.

—Trataré.

—Piensa en tu hotel. Cuenta el dinero.

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

—En silencio.

—Ah.