Diecisiete

DIECISIETE

Cuando el amanecer era una ancha faja de oro en el horizonte oriental, la zona comenzó a despertar. Había aroma de café, motores de camionetas, los aeronautas abriendo las bolsas, góndolas, tanques, desparramando las grandes cúpulas coloridas a favor del viento, prontas para ser infladas. Se me asignó el servicio del número cinco como miembro de la tripulación de tierra, en lugar de un miembro del equipo que se había quebrado la mano el día anterior al aterrizar. Tenía la mano enyesada, y trotó todo el tiempo medio paso detrás de mí diciéndome una y otra vez todo lo que tenía que hacer. Era muy minucioso y tenía una voz aguda y alta.

—La bolsa de la cúpula tiene que ser guardada a bordo en la góndola. Tiene que enrollarla. No, así no. Ábrala otra vez. Junte los lados y dóblelos contra el fondo. Empiece de ese lado y doble todo. Ahora dóblelo otra vez. Ve. Ahora póngalo en la góndola. En el piso no. Póngala detrás de ese tirante. Ahí mismo. Ahora tenemos que inspeccionar los ganchos y argollas de conexión. Y después el chispero. Y después el cordel de seguridad. Si siempre inspecciona todas las cosas dos o tres veces, Mr. McGee, no tendrá esos accidentes que son el resultado de la negligencia.

Salió el sol y los colores del globo se volvieron más vívidos mientras sentíamos el calor. Kesner, con una energía fervorosa, movía para arriba y para abajo las posiciones de las cámaras dando las órdenes en su megáfono portátil. Linda y Tyler, recién maquillados, estaban sentados en sillas de lona, esperando.

—¡Hínchenlos! ¡Hínchenlos, muchachos! —dijo Kesner con voz ronca.

—Quiere decir que los inflemos —dijo mi intérprete—. Póngase otra vez esos guantes. Y ajústese el casco, por favor.

Me ubicaron del otro lado de la corona del globo, sosteniendo una línea que estaba atada a éste, con instrucciones de evitar todo movimiento mientras lo inflaban si tendía a ponerse de lado por alguna brisa. Si se movía se enredarían los cables en la boca y eso dañaría los quemadores.

El sol estaba bien por encima del horizonte cuando los cinco globos estaban ya inflados del todo, meciéndose en la brisa matutina, estimada en cinco nudos, que venía del noroeste. El número cinco tenía franjas verticales rojas y celestes.

Me pusieron a trabajar recogiendo las herramientas y el equipo usado durante el inflado, junto con el inflador, y guardando todo en una caja en la gran pick-up de este equipo. Fue evidente que no daría otro paseo. Todos esperaban la señal para partir. La cuerda de amarre había sido desatada del paragolpes de la pick-up. Vino Linda y saltó con agilidad a bordo de la góndola. El piloto era un hombre delgado de cara muy curtida. Parecía un cowboy de un aviso de cigarrillos. Uno de los del equipo estaba de un lado de la góndola, sosteniendo el borde, y yo estaba del otro lado. Cada vez que el piloto le daba un tirón a la manija de descarga, yo sentía el movimiento y el empuje en la góndola.

Los globos estaban en formación de pentágono, a unos cuarenta metros de distancia. Kesner decidió que no le gustaba. Hizo llevar uno al centro del área y ordenó que lo desinflaran lo suficiente para que pareciera cansado y fláccido. Hizo acercar a los otros cuatro de modo que el fláccido quedara en el medio del cuadrado.

La brisa se avivó apenas y en ese momento una caravana de unos veinte pick-ups y camiones llegaron rugiendo por la ruta. La primera giró derecho hacia el terreno derribando la barrera de madera. Se acercaron, se abrieron, se detuvieron bruscamente y unos cincuenta jóvenes empezaron a bajar. Tenían jeans y remeras y llevaban desmontadores de neumáticos, bates de béisbol, y palos. Se acercaron a nosotros en una carrera sorda y silenciosa, y no había lugar a error en su intención. Nadie iba a evaluar la culpa o la inocencia. Todos, aeronautas y asistentes, cameramen y choferes, script-girls y técnicos de iluminación, recibiríamos una paliza que mutilaría y podría llegar a matar. Esto era un tumulto. Estaban excitados. El hecho de que fueran la viva imagen del americano medio, jóvenes y de pelo corto, no los hacía menos mortíferos.

En el silencio mientras se acercaban oí el prolongado ruido de los quemadores de uno de los globos. Todos parecieron darse cuenta al mismo tiempo de que esta era la mejor ruta de escape.

—¡Peter! —gritó Linda—. ¡Peter! ¡Aquí!

El vino en una desesperada y difícil carrera, y mientras ella empezaba la larga y continua descarga de calor en la bolsa, él trepó por el borde de mimbre, pegándole al piloto con el hombro. El piloto quedó doblado por encima del borde, y Peter lo agarró de los tobillos y lo arrojó afuera. Yo me subí cuando empezaba a elevarse. El otro miembro de la tripulación de tierra lo soltó. Se movía con una lentitud dolorosa. Dos muchachos se acercaban corriendo hacia nosotros, demasiado tarde. Nos elevamos fuera de alcance. Algo hizo impacto en el borde de uno de los tanques de propano y salió rebotado.

Subíamos más rápido. Miré el pirómetro y lo vi acercarse a la línea roja. Le saqué a Linda la mano de la válvula de descarga.

—¿Qué hace?

—Si derrite esto, nos vamos a pique.

Entendió y miró el medidor conmigo. Subió justo hasta casi la línea roja y luego empezó a retroceder. La aguja del inclinómetro seguía estable. Supuse que estaríamos a unos doscientos cincuenta metros. Miré hacia atrás y abajo y vi los grupos de gente, luchando, pegándose y cayendo. Había otros dos globos en el aire, los dos más bajos, uno delante de nosotros y el otro detrás. El fláccido estaba a medio desinflar en tierra. Había gente peleando cerca de la góndola del otro, que parecía desinflarse. Podían verse cuerpos quietos sobre el pasto. La carpa de la cocina estaba ardiendo, igual que la casa rodante de Josie. Mientras miraba, tres tipos alcanzaron a un hombre que corría, le pegaron hasta derribarlo y siguieron pegándole.

—¡Están locos! —dijo Linda—. ¡Miren! Hay dos autos de la policía. Estacionaron en la carretera. ¡No van a hacer nada para detenerlos!

—Ustedes no se hicieron de muchos amigos.

—Trajimos una cantidad de dinero a este pueblo atrasado —dijo ella—. ¿Qué diablos le pasó a todo el mundo?

—Yo me imagino. Creo que la chica Hatcher le contó a su mejor amiga lo que le hicieron los maravillosos cineastas, y después de la muerte de los dos chicos en ese accidente, la amiga decidió que ya no tenía que mantener el secreto. No tenía que seguir el silencio.

—Ah —Se volvió a Kesner. Él estaba sentado con la espalda contra el mimbre, los brazos alrededor de las rodillas y el rostro impávido—. Te dije que esa chica era demasiado jovencita.

—No le pedí el registro. Dijo que tenía diecinueve. —Se puso de pie. Miró hacia atrás y vio los fuegos, pálidos en la luz de la mañana—. No saben lo que hacen —dijo—. No saben lo que están destruyendo.

—¡Eh, bajamos! —dijo ella.

—Será mejor tratar de volar bajo —dije—. Mire. Las pick-ups y los camiones dejaban el terreno, tomando las rutas que llevaban al sudeste, siguiendo nuestro camino.

—¿Por qué no subimos? —preguntó Kesner.

—Porque estas cosas no pueden ir demasiado alto. Cuanto más alto van, menos eficientes son y más gas consumen. Y nos verían perfectamente incluso a tres mil metros, y nos seguirían hasta que bajáramos. Si volamos bien bajo, quizás podamos perderlos de vista.

Cuando estábamos a quince metros y descendíamos cada vez más rápido, ella abrió la válvula. Siguió bajando. La góndola rozó unos arbustos. Un granero rojo se acercaba a nosotros. Kesner lo señaló y gritó. Por fin se levantó y subimos por encima del techo del granero y luego, como la descarga había sido muy larga, seguimos subiendo hasta los ciento cincuenta metros.

—¡Descargas cortas, carajo! —dije—. Tiene que usar descargas cortas.

—¡Manéjelo usted! —dijo ella.

Y eso hice, mal al principio. La respuesta siempre venía tan tarde que era difícil calcular. Cuando le agarré la mano gané algo de altura, y cambié los tanques. Vi unos autos a más o menos un kilómetro y medio por un camino paralelo, levantando polvo. Bajé otra vez y pronto llegamos a una gran instalación agropecuaria donde una línea de tractores trabajaban una inmensa extensión. Nos saludaron.

Fue Kesner el que señaló al globo que nos estropeaba la estrategia. Estaba por encima de nosotros, en una brisa más fresca que la nuestra, bastante atrás y acercándose. Era color zapallo y verde, con franjas blancas. Los autos que nos perseguían podían seguirlo con facilidad. Subimos hasta donde pudimos gritarle que volara bajo, como nosotros.

Linda fue la primera en reconocerlo.

—Es el Sucio Bob. ¡Solo! —Le gritó—: Si vuelas bajo, no te verán. ¡Eh! Vuela bajo, Dez. ¡Bajo!

Nos ignoró. Volví a llevar a nuestro globo abajo. Él estuvo parejo con nosotros por un tiempo y luego se movió un poco más hacia adelante, hacia la izquierda de nuestra línea de deriva.

Seguí mirándolo, demasiadas veces. No vi los cables de electricidad a tiempo. Los más gruesos, los de las torres estructurales, y su aspecto de telas de araña yendo de una torre a otra. Ni siquiera con una descarga constante podríamos elevarnos por encima de ellos.

—¡Listos para aterrizar! —dije.

—¡No! —gritó Kesner—. Lo vi siguiéndonos, por ahí, más allá de esos árboles.

—¡Tenemos que bajar ahora mismo!

Tiré la línea que abría la salida de maniobra justo cuando Linda saltaba y abría la válvula de descarga. Estábamos demasiado alto para arriesgamos a abrir el orificio de deflación tirando del cordel rojo. Salté hacia Linda para impedírselo, pero ella era muy fuerte. Empezamos a subir, y yo tomé la casi mortal decisión de que no llegaríamos a estar más bajo que ahora. Así que me subí al borde, me colgué, me solté y caí, de cara a la dirección de vuelo.

Si me pidieran que lo jurara, diría que fue una caída de catorce metros a una velocidad de quince a veinte kilómetros. Bajé hacia la tierra cultivada y marrón. Caí, moviendo los brazos para conservar el equilibrio, tratando de recordar todo lo que sabía de caídas, relajarse, girar. Las leyes del movimiento dicen que el cuerpo cae a doce metros por segundo, pero me pareció un segundo larguísimo. Uno no tiene mucha práctica en saltar del techo de edificios de cuatro pisos.

Aterricé sobre las plantas de los pies, inclinándome apenas hacia adelante, y al tocar el suelo me abracé el pecho, bajé el mentón y avancé el hombro derecho. Sentí que la rodilla derecha cedía, y el impulso hacia adelante me hizo rodar sobre el hombro. Volví a ponerme de pie, la cual no era la posición preferida en esos momentos, y luego intenté dar unos pasos rápidos para quedarme allí. Pero la rodilla no me obedeció, el cuerpo se adelantó a las piernas y me zambullí de panza, lo que me dejó sin aliento y me hizo pegar con los dientes contra la hilera de maíz.

Me incorporé, respirando a bocanadas, escupiendo tierra, y vi el globo rumbo a los cables. Aliviado de mi peso, había subido bastante. Pero seguía dirigiéndose hacia los cables de electricidad. Luego me di cuenta de que el leve ascenso no había pasado inadvertido a Peter Kesner. El estruendo de la descarga de gas se detuvo de pronto y un instante después una figura cayó de la góndola. Tendría unos veinte metros de caída. Era una mujercita dura, atlética y osada. Después me enteré de que había practicado salto aéreo, y creo que abrió los brazos y las piernas intentando contrarrestar las volteretas causadas cuando Kesner la arrojó de la góndola. Quizás habría podido lograrlo de haber tenido más espacio para caer. Mucho más espacio. Hizo un único giro y aterrizó en un ángulo que le quebró el cuello una décima de segundo antes de que su cuerpo pegara sordamente contra el suelo.

Kesner estaba más alto. La descarga continuaba arrojando la larga llama azul hacia la capota. Iba a pasar por encima de los cables de tensión. Desde mi posición, ya había pasado cuando la góndola y las cuerdas chocaron contra los cables. Hubo un estallido sorprendente, fuerte como un cañón antiaéreo, un relámpago azul y luego una gran bola anaranjada, cuando estallaron los tanques de propano. La bola anaranjada y roja derritió la capota a rayas rojas y azules casi en un instante, y los restos empezaron a caer en caída libre, un pedacito era el maniquí envuelto en llamas que una vez había sido Peter Kesner, que aterrizó debajo de los cables de electricidad, cayendo con un ruido sordo junto a los jirones ennegrecidos de la góndola. El impacto apagó las llamas y lo dejó por un momento echando humo, hasta que las llamas volvieron a arder.

Más allá de los cables, alto y muy a la izquierda, el globo color zapallo y verde flotaba en la brisa, alejándose de mí. Perfilada contra el cielo azul, vi la silueta de Desmin Grizzel de la cintura para arriba, parado en la góndola de mimbre, mirándonos, inmóvil y atento. Me levanté, apoyándome en la pierna derecha. Estaba aturdido, y asqueado por la pálida y moribunda danza de las llamas sobre el cuerpo de Kesner y el pequeño silencio de Linda. Obedeciendo a un extraño impulso levanté un brazo hacia Desmin Grizzel mientras desaparecía en el cielo de la mañana y lo vi devolverme el saludo.

Oí el rugido de los motores de los autos y busqué un lugar donde ocultarme. No podía correr hasta la distante hilera de árboles. Rengueé hasta más cerca del cuerpo de Linda, me tendí de bruces, escarbé con las manos como un perro, me acurruqué contra la tierra y me quedé con la cara en el agujero para respirar. Como último acto de astucia me saqué la billetera del bolsillo y la escondí en la tierra al fondo del agujero debajo de mi cara. Olí la tierra húmeda y fértil.

Vinieron corriendo, con un ruido sordo de talones y la respiración difícil.

—Ay, Dios. ¡Mira ése, Ted!

Se oyó una tos, una arcada, y luego un vómito.

—Lo siento, muchachos, fue el olor —dijo una voz débil.

Respiré hondo y contuve el aliento. Alguien apoyó el pie contra mi cadera y empujó.

—Este puede estar vivo. —Sentí unas manos tanteándome los bolsillos. Las manos se fueron.

—¿Qué estás haciendo, Benny? —dijo una voz más profunda, exasperada.

—Nada.

—No la toques.

—Tiene algo aquí en el cuello, en una cadena.

—¡Te dije que no la tocaras!

—Está bien, está bien. ¿Qué te pasa?

—Ted, ven aquí. Miren, muchachos, creo que tenemos que volver al pueblo, separarnos y mantener la boca cerrada.

—¿Y el globo que sigue en el aire?

—Otros lo estarán siguiendo. Esto se nos fue de las manos. ¿No? Todos se excitaron demasiado. Vi a Wicker matar a un viejo chiquito. Lo vi hacerlo a propósito. Nadie estuvo de acuerdo en hacer eso. Nadie habló de incendiar cosas. Vi caer a Davis y me pareció que estaba malherido. Tenía mucha sangre en la cara. Acá hay otros dos muertos y quizás uno muriéndose. Esto creció demasiado. Va a haber gente de la televisión y de los diarios por todas partes.

—Recuerda lo que acordamos todos, Len. Fue por Karen y por Jamie. En su memoria. Esta gente es malvada.

—“La Justicia es mía”, dijo el Señor. Creo que tendríamos que parar aquí.

Llegaron a un acuerdo. Cuando volví a oír voces, estaban demasiado lejos para que pudiera entender lo que decían. Sabía que la explosión no pasaría inadvertida. Llegarían otros. Recuperé la billetera. Alguien había arrojado tierra sobre Kesner y había apagado el fuego. Me sacudí el polvo y salí del gran campo. La rodilla había vuelto a su lugar, dejando los tendones estirados y doloridos. Cuando llegué a la hilera de árboles, descubrí que estaban plantados a lo largo de un estrecho camino de asfalto. Miré hacia atrás y vi el fulgor de los autos cerca de los cables de electricidad y a algunas figuras diminutas moviéndose por el campo.

No había tránsito. Caminaba y descansaba, caminaba y descansaba, y al fin llegué a un cruce. Bagley y Perry estaban hacia el este, Coon Rapids y Manning hacia el oeste. Un viejo arrugado con labio leporino y muchas opiniones sobre los manejos de Washington me llevó hasta otro cruce, donde una mujer gordísima en un camión tapizado en piel de oveja me llevó pasando Estación Rosedale hasta el lugar de filmación. Cuando se detuvo, los policías intentaron hacerla seguir, pero me bajé. Ella siguió.

—El área está cerrada —dijo un joven oficial. Señalé mi Buick alquilado y le mostré las llaves. Él las tomó y fue a ver si correspondían. Quería ver el convenio de alquiler, y lo saqué de la guantera. Luego me pidió los documentos.

—¿Qué pasó aquí?

—De todo. ¿Cómo puede ser que su auto esté aquí y usted no?

—Lo dejé aquí anoche y me fui al pueblo con otra persona. Pensaba venir a buscarlo pero no tuve tiempo.

—¿Dónde se quedó anoche?

—En la Posada Rosedale.

—¿Está con esta compañía?

—Para nada —y del último compartimiento de la billetera saqué la copia de la carta de Lysa Dean a Kesner. La leyó con cuidado, moviendo los labios. Era ancho, joven y gordito, con colores en las mejillas y un espeso bigote castaño.

—Esa Lysa Dean es una persona muy rápida —dijo—. Tiene mundo. Cuando yo tenía catorce años me moría por ella. Y, ¿sabe una cosa?, todavía se conserva bárbara. ¿Cómo es en realidad, McGee?

—Es muy tímida y retraída, oficial. Toda esa imagen de objeto sexual es una pose.

—Quién diría —suspiró, devolviéndome la carta—. Qué lástima que me lo dijo.

—Cuénteme lo que pasó aquí.

—¿Usted iba a pasar por TV algo de la película sobre globos?

—Recomendaré que no se haga. ¿Hubo un incendio?

Miramos el terreno. Muchos de los camiones y autos privados se habían ido. Había dos equipos de noticieros televisivos trabajando, entrevistando a la gente, filmando la brillante capota vacía en el suelo, la góndola dada vuelta.

—Lo hacían aquí, a escondidas, Mr. McGee; hacían videotapes pornográficos, convencían a algunos de los jóvenes de por aquí de que aparecieran en ellos, les pagaban y les hacían firmar permisos. No se sabía nada hasta que una de las chicas a la que hicieron actuar para ellos murió ayer, y la amiga contó todo lo que había estado ocurriendo. Esta es una comunidad cristiana, temerosa de Dios, Mr. McGee, y un gran grupo de amigos de Karen Hatcher vino aquí temprano a la mañana a darle una paliza a todo el mundo. Y lo hicieron. Tenemos doce estudiantes presos, tres en el hospital y pedidos de captura por el resto. Hubo tres muertos aquí mismo, dos de la gente de la filmación, y otro que morirá probablemente. Una cantidad de costoso equipo ha sido destruido y quemado y, según parece, también se ha quemado gran cantidad de película. Hace poco llegó un informe de que dos o tres más murieron al chocar contra unos cables de alta tensión al sudeste de aquí. Algunos se fueron a tiempo en los globos, parece. Es una de esas cosas que pasan. Es un lío tremendo. Es difícil decir quién tiene la culpa en una cosa como ésta. Realmente. Uno de los que está en la cárcel es mi hermano menor.

—Lo siento.

—Billy sería incapaz de matar a alguien. Una vez un perro se cayó del techo y se rompió la columna vertebral. Papá dijo que era responsabilidad de Billy matar al perro. Por más que lo intentó no pudo hacerlo. No está en él. Claro que no tenía más que doce años. Yo tuve que hacerlo por él.

—Se les escapó de las manos, probablemente —dije.

—Exacto, señor, exacto. No quieren que los que no tienen nada que ver con este lugar anden por aquí, ¿sabe?

—Está bien.

—Ah, espere un segundo. Si sabe algo de esas filmaciones pornográficas, querrán que diga lo que sabe.

—Oficial, llegué aquí ayer de mañana. Lo único que he visto son globos. Asintió.

—Está bien. Puede irse.