Seis
SEIS
El comedor en Eden Beach tenía un ala como un pequeño invernadero, con techo opaco. Unas plantas de hojas anchas puestas en grandes macetas de cemento daban la ilusión de intimidad en cada mesa.
Llegué a almorzar a la una y media, y mientras todavía estudiaba el menú llegaron un par de Bloody Mary no pedidos, con tallo de apio para revolver y todo. Unos segundos después llegó la dama en persona y se deslizó en una silla a mi lado. Parecía tímida y algo cansada. Tenía los labios hinchados y líneas debajo de los ojos.
Nos miramos en ese momento en que se tiene que establecer todo el esquema de la relación futura. Yo había supuesto que quizás tendríamos una obscena charlita sobre cómo se nos había olvidado organizar un encuentro al mediodía, de lo exhausto que estaría el macho, de lo agotada que estaría la hembra.
Pero sus ojos me dijeron que ése no era el camino a seguir, y supe que ese tipo de conversación me habría gustado tan poco como a ella. Así que levanté mi vaso.
—Por nosotros.
—Por nosotros —dijo ella, y chocamos los vasos. La bebida estaba picante y deliciosa.
—Será difícil y delicado controlar a mi personal, Travis. Quiero que seamos muy pero muy discretos, muy cuidadosos. Este trabajo es muy importante para mí.
Le sonreí.
—Das por sentado, por supuesto, que estos jueguitos van a continuar —dije.
Se sonrojó.
—¿No quieres? Pensé que nosotros…
—Un momento. Yo tenía miedo de que hubieras cambiado de idea.
Recuerda que yo entré en el juego reemplazando al doctorcito.
—¡Eso no es justo! —dijo enojada. Yo seguí sonriendo. El enojo desapareció. Sonreía—. Está bien, puede ser que haya comenzado así. Está bien. Digamos que tuve suerte.
—Los dos tuvimos suerte. Tiene que ser así algunas veces.
Ella estiró la mano y tocó la mía, le brillaban los ojos, luego vio a una camarera que se acercaba y retiró la mano rápidamente.
—Escucha —dijo con voz indiferente—, tengo que terminar esto y correr. En serio… Me vienen provisiones de menos, y no es mi gente, tiene que ser el mayorista, y le voy a hacer registrar el próximo camión. Tengo que ir con mi tenedor de libros y probarle que tiene ladrones en el depósito. Hablé con Prescott Mullen esta mañana (a propósito, me pareció insignificante y aburrido) le di tu nombre y le dije que estabas verificando cómo murió Ellis y que irías a verlo hoy en algún momento.
—Gracias.
—Siempre ponemos una hojita de menta en el pomelo. Todo el tiempo que Prescott hablaba conmigo Marcie Jean estaba ahí parada, sonriendo, con un pedacito de hoja de menta pegado al diente de adelante.
—Lo pensé y he decidido que sí tiene cara gorda. Me palmeó la mano.
—Gracias, mi amor. ¿Conoces esa vieja broma sobre la esposa ideal?
—Sorda, muda y dueña de un almacén de bebidas.
—Exacto. Bien, ahora tu vieja dirige un hotel, y tiene derecho a darle crédito a los buenos amigos, así que piensa en cruzar el estado y venir a intervalos bastante regulares, ¿oíste?
Se puso de pie, me tocó los labios con un dedo y se fue apresurada.
Encontré al Dr. Prescott Mullen en la playa, sentado en una silla de cuerdas debajo de una gran sombrilla azul y blanca. La esposa estaba boca abajo en la sombra a su lado, con una toalla sobre la cabeza, y las piernas y espalda rojas por el sol reciente. Sus nuevos anillos centelleaban reflejando la luz del sol. Me presenté y él me dijo que acercara otra silla, pero me senté sobre los talones, medio de costado a él.
—Le estoy haciendo un favor a un amigo —le dije—. Ron Esterland sospecha por un momento de la muerte. Si Ellis hubiera sobrevivido a su hija, una cantidad de dinero habría ido a parar a un lugar diferente.
—¿Algo a él? —preguntó el doctor.
—Sí. Pero no creo que ése sea el motivo fundamental.
—¿Cuál es, entonces?
—Ansiedad. Culpa. Una sensación de pérdida. Está apenado porque no se llevaban bien, y le apena que su padre no haya vivido para verlo triunfar como pintor.
Prescott Mullen estaba pensativo.
—Supongo que de alguna manera es más fácil justificar el asesinato si la víctima no era una persona sana. ¿Cuántos meses le robaron? Si tuviera que dar una cifra, diría que seis como máximo. Y las últimas seis semanas no habrían sido lo que uno considera vivir.
—¿Cuál era su actitud con respecto a su enfermedad?
—Parecía considerarla un reto. Para él, el cáncer era una entidad, un enemigo, algo que lo había invadido y complotaba contra su vida. Yo no era admirador de Ellis Esterland. Era un organismo altamente competitivo. Solía llamarme la atención que Anne pudiera soportarlo, que no lo abandonara.
—¿Cuándo vio a Esterland por última vez?
—A mediados de junio. Unas cinco semanas antes de su muerte. Tenía mejor aspecto de lo que yo esperaba. Pero tenía dolores, aunque no quiso admitirlo. Yo sé que sufría.
—¿Cómo lo supo?
—Simple observación. Cuando uno ve mucho dolor, sabe reconocerlo. Sudor súbito. Pequeñas aspiraciones muy rápidas. Una súbita palidez. Creo que podía soportar más dolor que la mayoría de las personas, por arrogancia y orgullo. Era un anciano testarudo. Yo sabía que el dolor aumentaría, y podía llegar a un punto en que él no pudiera controlarlo. Traté de hacerle admitirlo, de decirle que empeoraría. Me dijo que no me preocupara. Que estaba bien. Recuerdo que le di un discursito sobre la psicología del dolor.
—¿Sería capaz de arreglar su propia muerte antes de admitir que sufría?
Negó con la cabeza despacio.
—No, no puedo imaginarme a Esterland en ese papel. Le hablé de los efectos de los alucinógenos en el dolor. Sabemos ahora que la cannabis puede suprimir la náusea que algunos sienten durante la quimioterapia y la radiología. La cannabis, el hashish y el LSD tienen efectos interesantes sobre la experiencia subjetiva del dolor. Para el paciente, el dolor intenso y continuo parece ser parte de él, algo que crece y arde adentro de él, que lo domina. Los alucinógenos tienen el extraño efecto de que el dolor pasa a ser algo aparte, separado del paciente. El dolor puede ser igual de intenso, pero, subjetivamente, como ajeno. El dolor provoca una ansiedad terrible, devoradora, en un nivel muy profundo del cerebro. El dolor es la advertencia de la naturaleza de que algo no funciona nada bien. Si algún alucinógeno suprime la ansiedad, entonces el dolor, aunque intenso, es menos devorador y terrible. Esa puede ser la respuesta. Yo pensaba que Ellis rechazaba los calmantes porque creía que podrían atontarlo, embotar sus percepciones del mundo. Quería ser un poquito más brillante que la gente que conocía. Lo insté a que buscara un suministro privado de alucinógenos y experimentara con ellos. Le expliqué que su mente quedaría incólume pero que lograría controlar mejor el dolor. Le dije que era el único método para disfrutar de alguna manera el tiempo que le quedaba.
—¿Le dijo cuánto tiempo viviría?
—Le di mi conjetura. Así fue nuestra relación desde el principio. Absoluta sinceridad.
—Quizás el dolor empeoró, él decidió seguir su consejo y fue a comprar drogas. Por eso no llevó a Anne ni le dijo adónde iba.
—¿Y que alguien lo engañó y lo asesinó? Posible. Le digo una cosa, si compraba algo, lo haría en secreto, y si servía, no le habría dicho a Anne ni a mí. Habría sido su decisión. Y su imagen de macho no sufriría.
—Flor de tipo.
—Un rey —dijo Mullen, con una sonrisa—. McGee, me gusta su reconstrucción de los hechos. Parece encajar con lo que he leído de las circunstancias de la muerte. Las noticias sugerían que tenía una cita en una parada de la carretera.
—¿Recomendó usted alguna substancia en particular?
—Creo que le dije que el hashish sería más fácil de manejar, y de conseguir en la zona de Miami.
—En Dade County hay cualquier droga que quiera pedir. Pero no podía comprar mucho con doscientos dólares.
—¿Es todo lo que tenía?
—Anne dio esa cifra, y ella llevaba las cuentas.
—Tengo la impresión de que de una u otra forma Ellis Esterland podía conseguir dinero sin que Anne llegara a enterarse.
—Muy bien, supongamos que llevaba cinco mil dólares. Si Anne lo hubiera sabido y hubiera informado, las autoridades habrían creído que hubo una compra frustrada. Habría habido pistas. En su estado, en ese momento del desarrollo de su enfermedad, ¿cuánto dolor sentiría, a su entender?
Lo pensó.
—Lo suficiente para pedirme una inyección a los gritos, lloriqueando.
La esposa se dio vuelta, sacándose la toalla de la cara y mirándonos con expresión insulsa y estúpida. Se le veía un pezón por el borde del bikini blanco. Prescott Mullen, sonriendo, estiró la tela para taparla. Algunos pelos marrones le aparecían debajo de la bombacha del bikini.
—¿Qué hora es, mi amorcito? —preguntó con vocecita suave.
—Las 3.15, pichoncito. Él es Travis McGee. Mi esposa, Marcie Jean.
—Ah, hola —dijo ella. Se oprimió el muslo rosado con un dedo al sentarse, mirando cuánto tiempo quedaba la mancha blanca—. Mi amor, mejor me voy de la playa. Creo que el sol se refleja contra la arena y me va a seguir quemando aunque esté debajo de la sombrilla. —Se levantó, bostezó, se inclinó y casi pierde el equilibrio cuando se agachó a levantar la toalla. Volvió a bostezar— Marcie Jean Mullen. Todavía suena raro, ¿no? —Me dedicó una radiante sonrisa amodorrada—. Yo era Marcie Jean Sensabaugh. Lo odiaba. Este mundo es un asco si uno tiene que quedarse con el nombre con el que nació. —Levantó la bolsa de loneta y miró adentro—. Tengo llave, amorcito. Nos vemos en la habitación.
—Hermosa señora —dije, cuando ella ya no podía oírme—. Felicitaciones.
—Gracias. Es una gran mujer. Una disposición absolutamente perfecta. Sin neurosis. Sana como un toro. Y una estructura pélvica absolutamente fantástica. Era enfermera en una maternidad.
—Qué interesante.
—Ya lo hablamos. Queremos tener todos los hijos que podamos. Ella tiene veintitrés y yo treinta y seis, y, si no me equivoco, está embarazada de dos meses. Estuvimos de acuerdo en no casarnos hasta no estar seguros de que podíamos tener hijos. No quiero que los tenga uno atrás del otro. Agota mucho a una mujer. Debería de haber una separación de dos años entre uno y otro. Tendrá veinticuatro cuando nazca nuestro primogénito. La madre de ella tuvo el último hijo a los cuarenta y cuatro. Entonces, con dos años de separación entre uno y otro, podríamos tener nueve o diez. Claro que su madre tiene un par de mellizos.
—Es lindo ver a la gente con la vida organizada.
—Siempre quise una familia grande. El asunto era encontrar a la chica antes de estar demasiado viejo para disfrutar a los chicos. Como están las cosas, si sale bien el plan, el último chico no saldrá del colegio hasta que yo tenga alrededor de setenta y ocho años.
—Usted es optimista, doctor.
—Así creo. Pero vengo de una familia de longevos. Mis dos abuelos y una de mis abuelas viven todavía. Todos alrededor de los ochenta.
—Qué hermosura.
—Para mí es una valiosísima responsabilidad. Es en realidad la única inmortalidad que tenemos. ¿Alguna vez lo pensó?
—Creo que lo pienso todo el tiempo.
—¿Está casado?
—No.
—Entonces mejor póngase en campana para encontrar una mujer sana ya mismo, Mr. McGee. De lo contrario no será joven cuando quiera disfrutar a sus hijos.
Me puse de pie y le estreché la mano.
—Muchísimas gracias. Es una buena idea. Encantado de haber charlado con usted, doctor.
—Si puedo ayudarlo en algo, por favor, llámeme. Qué extraño. Ellis se estaba muriendo y yo no le tenía mucha simpatía, pero me puso furioso que alguien tuviera el descaro de matarlo. ¡A mi paciente!
Esa noche en la cabaña de Anne, ella había cubierto la lámpara con una toalla verde pálido. Le daba un aire submarino al cuarto.
El ventilador hacía un ruidito. Las olas se oían más fuerte. Un mirlo ensayaba una melodía cristalina. Ella hablaba.
—Y claro, Sam no podía creer que fuera su gente la que estaba robando. Tenían que ser los míos. Se portaba como si me estuviera haciendo un gran favor, revisando ese enorme pedido artículo por artículo. Pero entonces empezaron a aparecer las diferencias. Algunas cajas estaban abiertas y vueltas a cerrar. Quedó tan deprimido, como con la voz cansada. Me dio mucha pena. Todos sus empleados hace años que están con él, y él ha sido muy bueno con ellos. Y además, una sola persona no pudo hacerlo. Tienen que ser dos trabajando juntos. Me hizo notas de crédito para las otras cosas que faltaron. Estaba tan deprimido cuando salimos. Me sorprendí deseando no ser la jefa. Pero no duró mucho. No duró mucho. Hablaste con el doctor Mullen, me enteré.
—Una linda charla. ¿Tú tienes una estructura pélvica fantástica?
—¡Mi Dios! Yo qué sé. Para tener hijos, quieres decir, supongo. Bueno, tendría algunos problemas, creo. Siempre oí decir lo mismo. Mi madre tuvo dos partos por cesárea. ¿Por qué?
—¿Te gustaría ver la graduación de colegio de tu último hijo cuando tengas sesenta y cinco años?
—¡Claro que no! Que le lleve el diploma a casa a su pobre madre. ¿De qué estás hablando?
Entonces le conté la conversación con Prescott Mullen. Al principio no quería creerme. ¿Seguro que no se estaba riendo de mí? Cuando la convencí de que él hablaba totalmente en serio, muy en serio, a ella le vino como un ataque de histeria. Luego desembocó en un acceso de risa, y éste en hipo.
—Pobre potranca de cría, hic, me lo imagino diciéndole, hic, date vuelta, Marcie Jean, hic, es hora de empezar el número seis, hic. Y yo quería meterme en un arreglo por el estilo hic. Ay, Dios.
Le serví más vino, y ella se sentó en el borde de la cama a beberlo, sosteniendo el vaso con las dos manos, como un niño. Había una pálida franja cruzándole la espalda, del mismo color que las nalgas.
Volvió a acostarse.
—Ya se fue —dijo—. Gracias.
—¿Estabas presente cuando el doctorcito le habló a Ellis de que debería probar con hashish o LSD para el dolor?
—Si. La última vez que lo vimos. En junio.
—¿Sabías que Ellis tenía dolores fuertes?
—No sabía si eran fuertes. Se levantaba de noche y salía a la cubierta.
A veces se levantaba de la mesa y salía a caminar. Hacía muecas. Pero se controlaba si sabía que lo estaba mirando. Prescott me dijo que probablemente Ellis tuviera dolores muy fuertes. Cuando Prescott se fue, traté de inducir a Ellis a hacer lo que él había dicho. Pero se enojó conmigo. No quiso escucharme. Dijo que no iba a mimarse a sí mismo. Dijo que no se iba a hacer drogadicto a esta altura de su vida. Que era denigrante.
—Ahora que lo hablamos con el doctor Mullen, veo que los dos tenemos la impresión de que fue a Citrus City para comprar droga. Y pensamos que la llamada de larga distancia tenía que ver con eso.
—¿Pero no habría necesitado mucho más dinero del que tenía encima?
—¿Qué te hace pensar que sólo tenía doscientos dólares?
—¡Pero yo llevaba los cheques al banco! Sabía lo que teníamos y lo que necesitábamos. Yo pagaba las facturas y hacía los depósitos.
—Te haré la pregunta de otra manera, Annie.
—Nunca le he permitido a nadie en toda mi vida que me llamara Annie, excepto a ti.
—Después de su muerte, te tocó a ti ocuparte de todo lo que había en el yate. Junto con lo del banco. Dime una cosa. ¿Te encontraste con algo, cualquier cosa, que te llevara a creer que había algunos asuntos monetarios de los que no sabías nada?
—¿Cómo te enteraste?
—¿De qué?
—De los krugerrands. Esas inmensas monedas de oro de Sudáfrica, una libra de oro puro garantizada en cada una.
—No sabía nada. Se me ocurrió que era el tipo de hombre que tiene que tener secretos con todo el mundo, incluso contigo.
—Había diez. Valían, no sé, quinientos o seiscientos dólares cada una en ese momento. No había indicación alguna sobre cuándo las compró o a qué precio. Estaban al fondo del armario, en el bolsillo de una chaqueta vieja de él que ya no usaba. Cuando la levanté estaba muy pesada. Me puse tan furiosa, que escondiera algo así, como un niño solapado. ¿Pero eso qué tiene que ver, mi amor?
—Donde había diez, pudo haber habido veinte, o cuarenta. Las diez que encontraste valían entre cinco y seis mil dólares. ¿Cómo sabes que no tomó la mitad de lo que tenía?
—Puede ser. Sí. Sí, ¡carajo!
—Así que seguiré a partir de allí, suponiendo que dejó la mitad en casa y se llevó la otra mitad para comprar la droga. Y veré qué surge de todo esto. Además, investigaré la posibilidad de los motociclistas.
—¿Cómo?
—Tengo un contacto que tiene buenas razones para confiar en mí.
—¿Quién?
—Me alegra que no te importe que te llame Annie.
—Muy bien. ¿Cuándo te vas, mi amor?
—A media mañana, supongo.
Mojó el dedo en el resto de Mosela que quedaba en su copa y dibujó un lento círculo en mi pecho.
—Mmmmm —dijo.
—¿Mmmmm qué?
—Supongo que medio mundo sabe el chiste viejo ése de cómo hacen el amor los puercoespines.
—Con mucho cuidado —dije.
Se estiró y dejó en la mesa de luz el vaso de vino.
—¿Y?
La acerqué a mí.
—Dime si llega a no ser todo lo cuidadoso que tú quieres.