Diez

DIEZ

El domingo al mediodía me llamó Annie y me contó que acababa de tomar una hora entera de sol frente a su cabaña, había entrado, se había dado una ducha, y estaba sobre la cama debajo del ventilador, secándose con el aire y pensando en mí.

—¡Basta, Annie!

—El sábado a la mañana me informaron que me van a dar el ala extra que pedí. Veinte habitaciones más, dos pisos. Van a mandar al arquitecto.

—Qué bien.

—No hay equilibrio aquí. Cuando estamos completos, tenemos más capacidad de bar, comedor y cocina de la que usamos. No me gusta tener que promover clientela de afuera, que viene sólo a comer y tomar algo. Tarde o temprano eso crea problemas. Si nos limitamos a nuestros clientes, es más como un club. Si pudiera estar terminado para diciembre, puedo mostrarles una temporada estupenda para el año que viene. Ya tenemos casi todo reservado para el primer trimestre. ¿Te interesa esto? No puedo fanfarronear con nadie más.

—Claro que me interesa, Annie.

—Me imagino. Para mí es emocionante. Es como la agricultura. Por ejemplo, hay una linda cosecha de turistas y de repente viene un tornado, o la marea roja, petróleo en el agua o se implanta el racionamiento de combustible en todo el país. Así que siempre hay una expectativa. También puede venir un huracán y barrernos a todos. Estamos muy expuestos aquí.

—Tarde o temprano así será. Espero que sea tarde.

—Muy optimista.

—¿Hay alguna posibilidad de que puedas zafarte, por una semana o dos?

¿A un paseíto en bote a ningún lugar en particular?

—Imposible por el momento. Despedí a mi subgerente. No paraba de decirme lo maravillosa que era y de sacarme el cuero a mis espaldas. Y lo pesqué justito. Tengo un muchacho nuevo. Y creo que le va a ir bien. No tiene mucha experiencia pero conoce el oficio de comida y bebida y se lleva bien con los huéspedes y los empleados. Parece que para julio, más o menos, podré ponerlo a prueba, e irme adonde no pueda consultarme nada. ¿Te parece bien julio?

—Bárbaro. Quizás traiga al Flush y te recoja aquí, entonces podemos tirar una moneda para ver qué dirección tomamos, norte o sur.

—Precioso. No querría estar mucho tiempo arriba de un bote. Pasé demasiado a bordo del Caper con Ellis. No hay lugar para poner nada, y no hay intimidad. Era como si las paredes se le vinieran encima a uno.

—Los tabiques.

—No, mi amor, las paredes. Paredes y pisos. Cocina y baño. Arriba y abajo. Y adentro y afuera. Ellis era tan quisquilloso con su manía de portarse como un buen marinero que después de su muerte decidí que era una tontería. Viví a bordo hasta que se vendió, y llamaba a todas las cosas por su nombre civil, y me hacía feliz.

—Quiero preguntarte otra cosa. Me dijiste que Josie llamó a Ellis. Varias veces, creo, a principios de julio. En esa época tendría que haber estado muy preocupada y deprimida por el estado de su hija, Rómola.

—Sí, lo estaba. Claro.

—Dijiste que las llamadas lo ponían furioso.

—Entiendo lo que quieres decir. Sé que no tenían nada que ver con Rómola o ningún cambio en su estado porque él siempre me contaba esas cosas. Y las noticias sobre su hija podían ponerlo o muy deprimido o muy contento, pero nunca enojado. Por eso pienso que ella quería inducirlo a que comprara algo para el dolor, como le había pedido Prescott.

—¿Y Josie se prestaba a eso a pesar de su terrible preocupación?

—Escucha, no podía hacer nada por su terrible preocupación. Rómola estaba conectada a un sistema para mantenerla con vida que hasta respiraba por ella, llena de cables y tubos y cosas, y no podía hacer otra cosa que esperar. No murió, legalmente, hasta el 10 de agosto. Supongo que Josie estaba tensionada. Se sentiría gustosa de hacer lo que fuera que la apartara de su preocupación. Supongo que querría que Ellis volviera a ella y se quedara. Quizás haya hablado de eso, también. Y eso lo hacía enojar. Siempre me dijo que era una buena mujer, pero que era absolutamente imposible vivir con ella.

—Quizás vaya.

—¿Para qué?

—Josie Laurent ha estado financiando un proyecto cinematográfico de Peter Kesner. Ella actúa, creo.

—¡Ay, Dios, eso es espantoso!

Me pareció una reacción exagerada.

—¿Espantoso?

—Tendría que habértelo dicho. Ellis consiguió, mediante sus banqueros, un informe personal sobre Peter Kesner. Una persona absoluta y totalmente indigna de confianza. Zona de desastre. Tuvo la disciplina necesaria para hacer esas dos peliculitas que obtuvieron críticas brillantes e hicieron montones de dinero, pero se le fue a la cabeza y echó todo a perder. Le dieron una película de un presupuesto importante para producir y dirigir, y se pasó del presupuesto y al final hizo un mamarracho. Le dieron la oportunidad de hacer una película más modesta, del estilo de sus dos primeras, y fue tan pero tan mala que no llegaron a estrenarla. Y para ese entonces se le había terminado la plata, por supuesto. Multas impositivas y todo. Era obvio que Josie lo mantenía. Recuerdo cuando Ellis me dictó una carta de tres páginas a un espacio diciéndole que se mezclara lo menos posible con Peter y explicándole por qué. Conociendo a Josie yo sabía que se lo contaría a Kesner. Le dije a Ellis lo que pensaba y él dijo que no le importaba que lo hiciera. No había nada en la carta por lo que pudieran demandarlo, sólo hechos. Dijo que quizás así Kesner podría observarse a sí mismo. Cuando la pasé a máquina la suavicé un poco, pero él se dio cuenta y me la hizo pasar otra vez según el original. Lo que quiere decir que el dinero que Josie heredó de Rómola se terminó o está a punto de acabarse.

—¿Ellis no puso ninguna estipulación especial?

—Pensó hacerlo, pero nunca se decidió. Pensaba dejarle una pensión anual a Rómola pero cuando ya no tuvimos duda de que Rómola se iba a morir antes que él, concentró su atención en esa idea de la fundación. Que nunca puso en práctica.

—Una pregunta importante: ¿Kesner sabía los términos del testamento?

Pensó por un momento.

—Diría que sí. Josie sabía, mucho antes de mudarnos aquí desde Stamford, que Rómola obtendría la mayor parte, y si Rómola moría antes, iría a una fundación. Sí, me lo preguntó y yo le dije. Pienso que se preocupaba por su pensión, por esos cincuenta mil dólares anuales, y la comprendo. Le dije que creía que ella heredaría cien mil. Sí, le dije que eso es todo lo que heredaría. Y cuando Josie sabe algo, se lo cuenta al primero que encuentre sentado al lado de ella.

—Y Kesner estaba muy interesado —Hubo un largo silencio—. ¿Estás ahí?

—Sí. Se me ocurrió algo muy feo.

—¿Qué?

—¿Recuerdas cómo fue el accidente de Rómola?

—Nadie me lo contó. Supongo que fue un accidente automovilístico.

—Fue en la ruta. Ella estaba por Thousand Oaks, a unos treinta kilómetros de la casa. Hubo testigos. Iba bastante rápido en una bicicleta a motor. Un perro la atacó, ella trató de esquivarlo pero lo atropelló, salió disparada por encima del manillar y se fracturó la cabeza contra el cemento. Lo que hacía en ese lugar es un gran misterio. Josie creía que estaba en clase en la Universidad. Resultó (ignoró cómo lo descubrieron) que estaba usando una casita por ahí, de una mujer que estaba temporariamente en Londres, haciendo un libreto para una compañía inglesa. Los vecinos la veían entrar y salir a Rómola desde hacía unos dos meses, dijeron que andaba mucho en la bicicleta. Ah, ahora me acuerdo cómo encontraron la casa. El autito de Rómola estaba allí, un MG. Y con las llaves del auto tenía en el bolsillo las llaves de la casita. Encontraron pruebas de que hacía un tiempo que se quedaba allí. Se había llevado algunas cosas de la casa de Beverly Hills sin que Josie se diera cuenta. No asistía a clases desde principios de febrero. Era una chica hermosísima. Yo la vi sólo una vez, cuando tenía catorce años, y era preciosa. Todo el misterio era muy extraño. Parecía ser un lugar para encontrarse con alguien. Pero no había ninguna urgencia en averiguar con quién, estando ella en el estado en que estaba.

—¿Y qué era eso tan feo que se te ocurrió?

—Es demasiado feo. Peter Kesner sabía que Ellis tenía cáncer terminal. Y sabía que Josie heredaría un montoncito de dinero que no bastaría para mantenerlo por mucho tiempo. Y sabía que Rómola heredaría todo. Era muy capaz de haber seducido a Rómola. Y eso explicaría que ella fuera en extremo cautelosa en esconderle su secreto a la madre. Te juego lo que quieras a que esa libretista es una vieja amiga de Peter. La bicicleta era de ella.

—Sí, es demasiado feo. Y si la caída la hubiera matado enseguida, entonces, cuando Ellis muriera, el dinero iría a parar a la fundación.

—Pero ella aguantaba. Y de pronto Peter se da cuenta de que si Ellis moría antes que Rómola, él seguiría teniendo posibilidades. Incluso más que antes. Podía financiar otra película. Pero, Travis, es muy traído de los pelos, ¿no te parece?, tratar de conectar a Peter Kesner con algo que pasó hace tanto tiempo cerca de Citrus City.

—Muy traído de los pelos.

—¡Yo no te llamé para hablar de esto!

—¿En qué pensabas?

—Adivina.

—Me rindo.

—Más o menos eso.

—Después de llegar al Alley son sólo ciento cuarenta kilómetros. Pero, ¿tú no trabajas los fines de semana?

—Lo único que tengo que hacer es dar una de mis famosas recorridas por el bar y el comedor entre las siete y las nueve, inspeccionar dos o tres habitaciones vacías, elegidas al azar, y sacar los totales de las cajas registradoras. Total: unos cuarenta minutos. Y apenas cuelgue voy a dormir una linda siestita, y después me voy a perfumar. Estaciona en el extremo de la derecha y toma el camino hasta la fuente con los bancos de piedra, y saldrás justo detrás de mi cabaña. La puerta va a estar abierta. Bienvenido, mi amor.

Y colgó antes de que yo pudiera intentar siquiera cambiar el plan.

Me quedé con ella la noche del domingo, en la cama inmensa debajo del ventilador, con una toalla amarilla cubriendo la lámpara y el sonar de las olas sobre la playa en un ritmo parejo durante toda la noche.

Sabíamos mucho más el uno del otro, las cosas que apuraban y las que demoraban. Ella estuvo alegre y diligentemente sensual. Lo disfrutó con todas sus fuerzas. Era como una niña y la cama era la gran caramelería, y ella tenía las llaves de todos los cajones.

—¿Te molesta lo mío con Ellis? —dijo en un momento, mientras descansábamos.

—¿En qué sentido?

—Que él fuera tan mayor. Yo soy menor que su hijo. ¿Ya te lo había dicho?

—Creo que sí. ¿Y qué?

—Que cuando una mujer joven se va a vivir con un viejo millonario, parece que va con él por el dinero. A mí no me importaba un carajo lo que piense la gente, pero quiero que sepas que no fue así. De ninguna manera. Dos años antes de que se enfermara fuimos a una reunión en Nueva York durante una convención de la industria. Siempre me llevaba cuando había trabajo que necesitaba en el momento. Pero en esos momentos yo acababa de pasar por una experiencia muy fea: me enteré que el hombre con el que quería casarme tenía un noviecito. Ellis consiguió un contrato muy importante en la convención y lo festejamos tomando vino en su suite (yo vivía al otro lado del corredor) y de alguna manera se las arregló para llevarme a la cama. Yo le dije que tenía que irme. No quería ser la secretaria con cama de nadie. Él dijo que si me iba, bueno, me iba. Que estaba bien. Al otro día cuando me iba a ir me dijo que lo justo sería quedarme hasta que consiguiera otra secretaria tan competente como yo. Después dijo que considerando que yo me iba a ir de todos modos, y como ya nos habíamos acostado una vez, sería estúpido no continuar mientras él buscaba a otra chica. Me sentí un poco incómoda por la edad de él, pero todo estuvo bien. Más adelante, por culpa de la quimioterapia y las radiaciones, ya no podía. Él lo sentía y yo lo sentía, pero, como te dije antes, yo tenía un compromiso moral y emocional con él. Era mezquino, pero nunca me engañó. Nunca me mintió. Y siempre se ponía contento cuando yo estaba linda, así que era muy agradable vestirme para él. Y como no dejé el trabajo cuando dije que lo haría, sentía que le debía algo. Y tuve que creer que lo que me mantenía a su lado era una especie de amor. Eh, ¿estás dormido?

—No. Te estaba escuchando. Entiendo todo.

—¿Y ahora qué quieres hacer?

—En las inmortales palabras de Burt Reynolds, algo está subiendo.

—Lo cual, en vista de los acontecimientos, es muy pero muy halagador.

—Lo sé.

Unos veinte minutos después del amanecer estaba camino a casa a través de la península, bostezando y cantando, marcando el compás con la mano sobre el volante. Revuélcame en el pasto. Me dijo mi mamá. Nunca permitas que un marinero te ponga la mano más arriba de la rodillaaaa… Y otras tiernas baladas y canciones de amor de años pasados.

Cuando me desperté en mi cama al mediodía llamé a Ted Blaylok. Contestó Mits con una temblorosa vocecita. Él había perdido el conocimiento el sábado de noche y lo llevaron de urgencia al Broward Memorial. No estaba bien. Ella acababa de venir de allí. Volvería a última hora de la tarde.

—¿Qué le pasa?

—Los riñones. Es lo que él temía. Viste lo amarillo que estaba.

—Sí, me di cuenta. ¿Puedo verlo?

—Quiere verte. Me dijo cómo ubicarte por teléfono, pero ni siquiera lo intenté porque no quiero hacer nada que lo canse. Además, no creo que te dejen entrar. Les dije que yo era la esposa.

—¿Tiene algo que decirme?

—Creo que sí.

—Que te lo diga a ti, entonces. No quiero agotarlo. Tú después me lo dices. ¿Tienes cómo ir?

—Uno de los muchachos me lleva y espera a que salga.

—¿En qué habitación está?

—¿Para qué?

—Para saber dónde esperarte cuando salgas.

—Sólo puedo estar con él cinco minutos. Supongo que si quieres nos podemos encontrar a las 5.00. Afuera de la entrada principal.

Llegué a las 4.30. Miré por los alrededores y vi una gran Harley Davidson plateada y negra estacionada a la sombra, y un tipo delgado y marrón, con aire de indio, parado al lado, apoyado contra un árbol.

—¿Tú trajiste a Mits? —le pregunté.

—¿McGee?

—Sí.

—Me dijo que ibas a estar por acá. Yo soy Cal. Primo de ella. Está loca por ese Blaylock. ¿Tú fuiste el que le dio la paliza a Knucks y Mike?

—Me provocaron.

—Ellos son así. Pero va a pasar mucho tiempo antes de que provoquen a nadie más. Lo lastimaste feo en el hombro a Knucks. Y Mike está en el hospital, en este mismo, en observación, por si tiene algo roto adentro. No le pasa la comida. Hay muchos que están contentos de que les hayas dado una paliza. Para ellos, era un placer pegarle a la gente.

—Tengo la impresión de que esos dos son lo suficientemente tontos y desagradables para tratar de dármela cuando se sientan capaces, pero no con las manos limpias.

—Claro —asintió el otro—. Típico de ellos. Pero se les ha dicho que estás bajo la protección de los Fantasías.

Miré el guardabarro trasero y vi el emblema.

—Muy amables. En serio les agradezco. Esos tipos no me llenan de pánico, pero no me gusta andar mirando para atrás todo el tiempo. ¿Por qué el favor?

—Tú les hiciste un favor a los Fantasías, ¿no? Se le había advertido a Knucks que dejara tranquila a Mits. Pero para él era una especie de broma. Mits es prima mía, así que es como una socia. Las Féminas de las Fantasías, bajo nuestra protección. Igual que el Oasis está bajo nuestra protección porque Blaylock ha sido un buen amigo del club. Entonces algunos iban a buscar a Knucks y romperle una mano o algo así, pero tú lo arreglaste. Así que si quieres, puedes usar la insignia. Hay una para los asociados, sin el círculo rojo.

Los agudos ojos oscuros me miraron, y supe que estaba en terreno muy delicado y peligroso. El ridículo es imperdonable. Pero me sentí transportado a uno de los patios de la escuela cuando, si uno pertenecía al grupo importante, los grandes no le pegaban a uno ni le quitaban la plata para el almuerzo.

—Es un honor para mí tener la insignia y usarla, Cal. La tensión desapareció de sus hombros.

—Voy a ver de conseguirte una. El capitán de mi patrulla hizo averiguaciones con Blaylock, y te dejó muy bien parado. Ahí viene Mits. Parece que las cosas no van muy bien.

Mits se acercaba despacio. Aunque su expresión era impávida, le corrían lágrimas por las mejillas. Tenía jeans y una camisa azul que le quedaba demasiado grande. Su casco estaba colgado de la moto, junto al de Cal.

Me saludó con una inclinación de cabeza, se acercó a Cal, le tomó el antebrazo con las dos manos y apoyó la frente contra su hombro por un segundo.

—No se va a salvar —dijo con voz ahogada—. Apenas me reconoció al principio. Luego retornó la conciencia como si viniera de muy lejos, como si hubiera estado muerto.

Exhaló un profundo suspiro, y se volvió hacia mí.

—Hay otras cosas que se han complicado. Él sabía que pasaría esto tarde o temprano. Pero es demasiado pronto, carajo. No es justo.

—¿Nos vamos? —preguntó Cal.

—Lo podré ver otros cinco minutos a las 6.00. Mejor me quedo.

—Voy a ver si puedo volver. Pero no sé, Mits, tendré que pedir en el trabajo.

—Yo me quedo y la llevo a casa, Cal. Ella me miró dudando.

—¿Seguro que no es mucha molestia?

—Seguro.

Cal le alcanzó el casco, montó, la puso en marcha y salió con un ronquido del motor.

Ella miró a su alrededor, vio un asiento en la parada del ómnibus y se dirigió hacia allí. La seguí. Sacó cigarrillos de su cartera de colgar, me ofreció uno, que rechacé, y encendió el suyo, aspirando profundamente y despidió el humo para que se lo llevara la brisa de la tarde.

—Dijeron que estuviera preparada; que podría morir esta noche o mañana.

—Pronto.

—Todo salió mal. Dicen que seguramente sintió dolores desde hace mucho tiempo, y no dijo nada. Yo sabía que los tenía. Hacía un ruidito ahogado si lo levantaba mal. ¿Cuántos años piensas que tengo?

La pregunta me sorprendió.

—¿Diecinueve? ¿Veinte?

—Ja, tengo veintiocho, hombre, y ascendencia seminola. Cuando un seminola es delgado, no es fácil sacarle la edad. Con los gordos sí se puede. Muy bien, en toda mi vida, y exceptuando mis hermanitos cuando yo era chica, nadie me ha necesitado a no ser Ted. Digo necesitar en serio. Convirtió ese lugar en mi hogar. ¿Y ahora? Tengo que hacer planes, conseguir un trabajo. Pero no puedo ni pensarlo siquiera.

—No te esfuerces. Ya habrá tiempo.

—McGee, ¿cómo era él cuando joven?

—Lo conocí en el ejército.

—A eso me refiero.

—Era un buen oficial. No se aprovechaba de su cargo para tiranizar a los demás. Cuando se recibía alguna orden estúpida, la demoraba hasta que perdía vigencia. Trataba de que todos tuvieran resguardo, raciones y transporte. No le importaba que la gente holgazaneara cuando el trabajo no era importante, pero si alguien no trabajaba cuando sí importaba, se llevaba una buena paliza. Era un buen oficial y estaba en una pequeña hondonada ayudando a un médico a poner a un herido en una camilla cuando recibió un fragmento de mortero en la espalda, justo atravesándole la columna vertebral.

—¿Solía reír, bromear y eso?

—Como cualquiera.

—¿No tenía novia?

—No recuerdo que la tuviera.

—Ha sido muy difícil cuidarlo. Los días se hacen muy largos y son siete días a la semana.

—Debe de haber sido muy difícil.

—Lo habría hecho igual aunque hubiera sido el doble de difícil. Ah, le pregunté si quería comunicarte algo. Yo no le encuentro sentido, espero que tú sí. Me parece que deliraba un poco. Esto es exacto lo que dijo: “Dile al sargento que hay una leyenda sobre cómo el Sucio Bob y el Senador hicieron todo el viaje en cincuenta horas sin parar sosteniéndose con Dexamils y después desaparecieron”. ¿Entiendes algo?

—No en este momento.

—Creo que no coordinaba. Le sostuve la mano y parecía hielo.

—Repítelo.

—“Hay una leyenda sobre cómo el Sucio Bob y el Senador hicieron todo el viaje en cincuenta horas sin parar sosteniéndose con Dexamils y después desaparecieron”. Él también me lo hizo decir dos veces.

Me pareció interesante. Quería decir que el mensaje tenía sentido en la forma en que era dicho.

—¿Pueden ser nombres de motociclistas, Mits?

—Sí, claro. He oído hablar del Sucio Bob pero no sé dónde ni cuándo. Y cuando hacen un viaje largo, se aguantan con café y estimulantes. De día y de noche, siguen y es más seguro cuando van dos de noche, con los dos faros delanteros y las luces de atrás.

—¿Cincuenta horas son cuántos kilómetros?

—Es atravesar el país. Conocí a un tipo que fue desde Toronto hasta Ciudad México sin dormir. Hace un tiempo, estaba de moda marcar records. Pero es una estupidez. La gente se mata. Así se pierden los mejores motociclistas —Me tomó la muñeca y miró el reloj—. Creo que voy yendo. Me quedaré hasta que me echen. ¿Seguro que no te importa esperar?

—Ve tranquila. Te espero. Buena suerte.

—No queda mucha, pero gracias igual. Volvió a las 6.10, con los ojos secos.

—Escucha, si quieres irte, no hay problema. Me dejan quedarme con él. Pusieron cortinas alrededor de la cama. Ya no me conoce, ni se da cuenta de nada, creo. Pero uno tiene que estar en algún lugar, y el mío es aquí.

—¿Vas a comer algo?

—No podría.

Volví a darle mi número.

—Me llamas cuando quieras irte. Me tomará quince o veinte minutos llegar. ¿Está bien?

—Me parece horrible molestarte así.

—Si no quisiera, no lo haría.

Hubo una inclinación de cabeza y una fugaz sonrisa y se fue hacia el hospital.

El teléfono me despertó apenas pasadas las 3.00 de la mañana. Estaba esperando junto al banco donde nos habíamos sentado. Subió al Rolls, y cerró la puerta.

Murió a las 2.45. Dejó de respirar y luego trató como de incorporarse y cayó para atrás con los ojos semicerrados y la boca abierta. Tengo sus cosas aquí en la cartera. El reloj, el anillo, la billetera y las llaves.

—Lo siento, Mits.

—M.C.E.E.M.

—¿Qué? Ah. Sí.

—Tuve que firmar unos papeles. Firmé Marilyn O. Blaylock. No me pidieron documentos. Siempre me gustó el nombre Marilyn. Pienso que lo que harán, supongo, es ponerse en contacto con la Administración de Veteranos.

—Es probable. ¿Tenía parientes vivos?

—Nunca oí hablar de ninguno.

—¿Qué pasa con el negocio? —le pregunté mientras arrancaba, dirigiéndome hacia el norte.

—Él decía que tenía todo arreglado, pero nunca dijo cómo. El abogado tiene los papeles. Un tal Grudd, en West Palm.

Seguimos en silencio. Ella suspiró con pesadez.

—Ay, Dios, alguien tiene que ocuparse de todo y decidir qué hacer.

—Quizás Mr. Grudd tenga instrucciones. Mejor ponte en contacto con él.

—Urgente.

—¿Tienes hambre?

—Como un lobo.

Me detuve en POLLO LAS 24 HORAS Y ella sola se comió una canasta de pechugas grandes, con papas fritas y un batido de chocolate. Le dije que me iban a dar una insignia tipo de asociado que me pondría bajo la protección de los Fantasías, que Cal me la conseguiría.

Me estudió un rato mientras sorbía el batido, con las mejillas hundidas por el esfuerzo.

—Cuando una cosa te va a salvar la vida y el culo, no tendrías que tomártelo a broma.

—No me lo tomaba a broma.

—No hay nada gracioso en ese Knucks. Está genuinamente loco. Algún día lo van a internar.

—Cal me va a conseguir la insignia. Me admitieron.

—Ya sé. Porque Knucks acusó recibo de tu mensaje de no molestarme más. Eso espero, al menos. Me molesta muchísimo que me toqueteen. Y además es tan bruto que me duele.

—¿Tienes parientes cerca?

—No. Todos están cerca de Monroe Station en el Trail. Muchos hermanos. Cuando todo esto se arregle, quizás vaya para allá un tiempo, a coser algunas camisas para turistas, descansar un poco, ir a cazar ranas.

—Te haría bien.

—¿Qué diablos sabes lo que me haría bien?

—Le ruego me perdone, señora.

Se acercó a mí y me puso la mano en el brazo.

—Perdóname. No fue mi intención. Escucha, estoy sufriendo y quiero ver sufrir a los demás, pero no tengo por qué lastimarte a ti.

—No es nada. No te preocupes.

No dijo nada el resto del viaje. Se bajó con el casco y la cartera de colgar y me agradeció. Esperé a que abriera la puerta y se volvió a hacerme adiós con la mano.

Para cuando ya había guardado a Miss Agnes y volvía en bicicleta del garaje al Flush, había una débil palidez hacia el oeste en el cielo, cerca de la línea del horizonte. Le puse la cadena a la bicicleta y salí a caminar por la playa vacía; en los últimos tiempos una actividad nocturna no muy saludable. Algunos chacales merodean la zona de vez en cuando, y ya han baleado a un hombre inocente en la cabeza, violaron a una mujer en la playa, lastimaron a un hombre mientras le robaban la billetera y el reloj. Fenómenos infrahumanos, en busca de diversión.

Dejé las sandalias donde pudiera encontrarlas, me arremangué los pantalones y me puse a caminar por la orilla. El mar golpeaba pesadamente y se escurría por la arena, pálida espuma a la luz de la luna.

Caminé y pensé en el teniente. Siempre me sentí incómodo por su gratitud hacia mí. Si yo no hubiera ayudado a bajarlo de la colina bajo la lluvia, algún otro lo habría hecho. Y quizás habría sido mejor para él que no lo lleváramos, que lo dejáramos ahí. Pero esto no era lo que él pensaba. Volví a encontrármelo por accidente, quince años después de que fuera herido. Él me reconoció, yo no habría podido. Pesaba veinte kilos menos y cargaba cien años más de lo que yo recordaba.

Está bien, está bien, está bien. Pero, por Dios, parecía que una cantidad impresionante de gente se moría en los últimos tiempos. Era la moda de esta temporada, parece. Y no se puede ensayar. Hay que hacerla bien la primera y única vez que uno puede hacerla. Y nunca se sabe cuándo se tendrá la oportunidad. Hay que estar preparado permanentemente.