Uno
UNO
Hablamos hasta pasada la medianoche, sentados en unas reposeras en la cubierta del Busted Flush, bajo el estrellado cielo de abril. Hablamos en voz baja, y escuchábamos en la noche el rechinar y los suspiros de los cascos, el golpeteo de las pequeñas olas contra los pilotes, el acallado ruido de motor de las hélices, generadores y bombas a bordo de las embarcaciones de trabajo y de recreo.
—Yo no sé muy bien cómo funciona la ley —dijo Ron Esterland—. Pero se me ocurre que si alguien arregla la muerte de otra persona, aunque ésta esté moribunda, no puede heredarla.
—¿Y a ti qué te tocaría? —preguntó Meyer. Esterland se tomó su tiempo para responder.
—Si me hubiera tocado algún dinero, no lo habría rechazado. Quizás en ese aspecto haya madurado algo. Pero me las puedo arreglar sin él. Hace unos años, habría rechazado cualquier cosa que mi padre quisiera darme o dejarme. Y, Travis, si me toca algo como resultado de tus esfuerzos, el trato es que tú te quedes con la mitad. Pero la posibilidad es tan remota, que te voy a pagar los gastos.
Me levanté y me estiré, fui hasta la baranda e hice flexiones usándola como barra, luego profundos abdominales hasta el piso. La noche era fría para abril y, después de mi intenso entrenamiento de la mañana, haberme quedado tanto tiempo sentado me había entumecido.
Volví y le pedí a Ron que me aclarara la cronología de las esposas Esterland.
—Sí, supongo que debe de ser confuso —dijo—. Mi madre, Connie, fue la primera. Murió cuando yo tenía once años. Papá se casó con Judy Prisco cuando yo tenía doce. Ella era bailarina. No tuvieron hijos. Se divorciaron a los seis meses. Fue algo breve y horrible, y ella aceptó una pensión importante. Cuando yo tenía trece se casó con Josephine Laurant, la actriz. Nos llevábamos bien. Me mandaron pupilo a la escuela cuando cumplí los dieciséis. Rómola, la hija de ellos, tenía casi tres años. Puede decirse que nunca volví a casa. Hubo escenas terribles. A mi padre no le gustaba que nadie lo hiciera enojar, por ninguna razón. Él y Josie se separaron legalmente después de diez años de matrimonio. Rómola tenía nueve. Era una criatura encantadora. Josie se fue a vivir a la costa oeste. Era lo que se llama una separación de amigos.
—¿Cuándo descubrieron que tu padre tenía cáncer? —pregunté.
—Hace poco más de tres años. Pasó los primeros meses liquidando sus valores. Es decir, cuando salió del hospital después de la operación exploratoria y cuando la radiología y la quimioterapia no lo dejaban demasiado debilitado. Luego comenzó a sentirse mejor. Tuvo una mejoría. Entonces fue cuando se mudó aquí a Fort Lauderdale, compró el yate y se instaló a bordo con la mujer que había trabajado para él durante tantos años. Anne Renzetti. Al poner sus asuntos en orden, hizo un nuevo testamento. Si mal no recuerdo, el anterior me dejaba diez dólares. Sería para poder mencionar mi nombre, supongo. El nuevo legaba algo a Josie y a Anne y le dejaba el grueso de la fortuna a Rómola. Luego había un párrafo sobre qué sucedería si Rómola moría antes que él, lo cual era absurdo en ese tiempo, por supuesto. Si ocurría eso, el dinero que ella habría heredado iría a integrar una Fundación Esterland, la cual fomentaría la investigación para neutralizar los desechos químicos peligrosos antes de que la industria se deshiciera de ellos. Estaba convencido de haberse enfermado de cáncer trabajando con plásticos y re-agentes, productos químicos de todo tipo. Esta parte del testamento, esa cláusula contingente, me dejaba cien mil dólares. Cantidad que no obtuve, por supuesto. Pero fue agradable saber que mis acciones habían aumentado tanto en su estima.
—¿Y entonces Rómola sufrió el accidente? —preguntó Meyer.
—Sí. Van a hacer dos años el mes que viene. Diez de mayo. Hubo fractura de cráneo, y no despertó de la anestesia. La pusieron en una máquina para conservarle la vida. Las ondas cerebrales eran cada vez más débiles. Josie todavía creía que había esperanza. Al fin murió, el diez de agosto. Acababa de cumplir veinte años. Pero, para entonces, mi padre ya había muerto. Lo mataron a golpes cerca de Citrus City el veinticuatro de julio. Así que Rómola lo heredó.
—¿Cuánto heredó la muchacha? —preguntó Meyer.
—Tres millones y medio deducidos los impuestos, pero cuando Josie heredó a Rómola el gobierno se quedó con una buena tajada. Algo más de un millón de dólares.
Volví y me senté. Ronald Esterland exhaló un profundo suspiro. Era un hombre rubio, muy calvo para sus treinta y cuatro años, con manos grandes y hombros anchos, un rostro suave y una linda sonrisa.
—Lo que me llama la atención —dijo Meyer—, y a Travis también, es por qué esperaste un año y medio para investigar esto.
—No hay una muy buena razón. Lo siento. Estaba en Londres, y tuve la posibilidad de exponer en la Galería Sloane. Tenía suficientes trabajos para la mitad del espacio que estaban dispuestos a darme. Y era la oportunidad de trabajar en obras más grandes. Mil veces me dije a mí mismo que no me importaba lo que le había pasado a mi padre. Era un hombre cruel. Decía cosas crueles. Trataba de destruir a los que lo rodeaban. Y alguien tuvo el buen criterio de matarlo a golpes. Trabajé como un burro, y ocupé los mejores lugares en la galería. La exposición fue un éxito. Las crónicas fueron más favorables de lo que esperábamos. Vendí ocho pinturas el día de la inauguración, y para fines de la primera semana sólo quedaban cuatro sin vender, de las cuales tres eran obras grandes. Volví una tarde. Había muy poca gente. Recorrí la exposición, viendo las estrellitas rojas que colocan en las pinturas para indicar que han sido vendidas. Tenía la sensación de orgullo y satisfacción, pero al mismo tiempo sentí una especie de desolación. Una especie de desamparo. Me di cuenta entonces de que hacía un año que había muerto mi padre y aún no había acabado de comprender qué significaba eso para mí. Mucha de mi motivación había sido demostrarle que valía, que el mundo me valoraba, y era por lo tanto merecedor de su cariño y su respeto. Nunca me demostró cariño ni respeto. Ahora sé cuánto necesité esas cosas. Quise hacerlo reaccionar. Y no pude. Se había ido. Había escapado, de algún modo, y me sentí frustrado. Cuando terminó la exposición cerré el estudio y volví a Nueva York. De vuelta a casa. Descubrí que podía trabajar, hasta cierto punto, pero no tan bien como quería. No podía dejar de pensar en mi padre y Rómola y el espanto de asesinar a un hombre moribundo. Entonces vine aquí, porque aquí vivió, en su yate, los meses antes de morir. Aquí me encontré con Sarah Isson. Hacía años que no la veía, desde que yo vivía en Greenwich Village. Está haciendo un trabajo excelente, y me contó que compraste una de sus pinturas.
—Una pequeña marina. Vista desde arriba. Con mucho azul. Soy chiflado por el azul.
—Tiene una excelente técnica. Me dijo que le hiciste un favor hace unos años, y quizás seas la persona indicada para hacerme un favor a mí ahora.
—No soy detective privado.
—Ya lo dijiste. Lo sé.
No tengo autorización oficial. No quiero meterme en nada donde llame mucho la atención de la ley. No les gustan los curiosos. No les gustan los aficionados.
—Hay diez mil dólares para gastos.
Quiero pensarlo le dije. Me comunicaré contigo.
Nos estrechamos las manos. Él bajó la escalerilla, fue hasta la popa y bajó por la pequeña planchada hasta el muelle. Oí sus tacos resonar en el cemento mientras lo observaba irse, al pasar bajo las luces del muelle, y su larga sombra se movía y cambiaba con cada luz.
Volví y me senté junto a Meyer.
—¿Y? —dijo.
—Nada. Que ahora sé que no me puedo ganar la vida haciendo trabajitos aquí y allá, y que si deseo ganarme la vida tendré que buscar un trabajo honesto, en el astillero de Rob Brown, por ejemplo. O con la compañía Acme de Buceo y Salvataje. O podría trabajar para un vendedor de yates. Travis McGee, su vendedor amigo. Con un sueldo, bonificaciones y jubilación.
—Y además —dijo Meyer— en tus días libres puedes sentarte aquí en tu casa flotante a gemir y lloriquear por la monotonía de tu vida.
Miré más allá de él hacia la oscuridad.
—Hace mucho que vengo haciendo lo mismo, ¿no?
—No más de lo que puedo soportar, pero bastante.
—¿Qué te puedo decir? Ayer nadé tres horas, por momentos con todas mis fuerzas. Esta mañana me desperté sintiéndome bárbaro. Lleno de energía.
¿Sabes una cosa? Quiero meterme en la vida de los Esterland. Quiero salir y examinar a la gente. Quiero romper un par de cabezas y que alguien trate de romperme la mía. ¿Por qué me siento culpable por tener ganas de todo esto, Meyer?
—Quizás ya te habías acostumbrado al ennui.
—¿El qué?
—Ennui, ignorante. Es la ansiedad por estar en la acción sin que haya ninguna salida, ninguna válvula de escape. Es como Wellschmerz.
—Lo que, como me has dicho muchas veces, es extrañar un lugar donde uno no ha estado nunca. Extraño a Gretel, Meyer. ¡Ay, Dios, cómo la extraño! Pero está muerta y enterrada, y las estrellas brillan y el viento de la noche sopla, y el universo transcurre lentamente, revelando sus maravillas. ¿Qué te pareció Ellis Esterland?
—Estuve dos veces con él y con Miss Renzetti. No por placer. Él quería averiguarme cosas y yo quería averiguarle cosas a él. Esterland estaba interesado en conocer algo sobre los procedimientos bancarios en Grand Cayman y yo en saber qué compañías de plásticos manejarían el mercado en el futuro inmediato, basadas en nuevos descubrimientos. ¿Cómo era Esterland? Trataba de impresionar como un hombre fanfarrón, espontáneo y sencillo. Pero era sutil y astuto. Un buen observador, y sabía escuchar. No tenía idea de que estuviera tan enfermo como decían porque eso tuvo que ser, déjame pensar, hace dos años, dos meses antes de su muerte.
—¿Qué pasó con su dama? ¿Sabes algo?
—¿Anne Renzetti? Lo soportaba bastante bien. Creo que él acostumbraba avasallar a sus mujeres. Oí decir que está en Naples, en Florida, trabajando en un hotel. Mmmmm. ¡Eden Beach! Eso es.
—¿Aparecería en el testamento?
—No sé, pero supongo que sí. Había sido empleada de él. Cuando vendió su compañía de plásticos, hace años, se estableció como consultor de dirección, especializado en compañías de plásticos y productos químicos y, por lo que me dijo, tendría casi una docena de personas trabajando con él. Las oficinas estaban en Stamford, Connecticut. Cuando se enfermó liquidó todo y se quedó con Renzetti como secretaria privada para ayudarlo a poner sus asuntos en orden. Después de que lo mataron, el albacea le permitió a ella vivir en el yate hasta que se vendió.
Volví a la baranda y oteé la noche. No había ruido de tránsito ni de olas. Unas cincuenta embarcaciones; más allá, una mujer de la noche lanzó una carcajada de loca, tan abrupta y absurda como el graznido de un pájaro en la oscuridad. No me gustaba la creciente sensación de ansiedad que sentía. Había intentado confinarme a la soledad, a una vida reservada. Había conseguido un par de botes para sendas personas, por una comisión de intermediario. Había transportado dos barcos algo más grandes, un Hatteras hasta Mobile y un Pacemaker hasta Maryland, y volví en avión. Había trabajado un poco con uno de los vendedores, probando botes baratos para gente que quería convencerse de lo fácil que era todo antes de hacer la entrega al contado.
Me decía a mí mismo que había vivido en una casa de muchas habitaciones, pero había habido un incendio y se había quemado todo, excepto un cuartito en el altillo. Una cama, una silla, una mesa y una ventana. Y si alguien quisiera tomar una foto, me pararía alegremente junto a la ventana.
Pero uno no puede podar su vida como si fuera un arbusto ornamental. No podía llevar a pastar al viejo caballo blanco, empeñar la armadura y guardar la lanza en un rincón del granero. Por un tiempo sí. Mientras se cerraban las heridas.
Era más que dinero. Podía autoconvencerme de que necesitaba dinero. Y eso hice. Pero más que el dinero, necesitaba la sensación de volver a ser yo, en toda mi estatura, no empequeñecido por mis desastres.
Me volví hacia Meyer.
—Creo que podría encontrar algo en donde haya mejores posibilidades de recuperación —dije.
—Puede ser.
—Ron Esterland está un poco paranoico con esta situación. Tiene una obsesión con su padre. No piensa con claridad.
—Quizás no.
—No me doy cuenta de qué podía decirme de utilidad Anne Renzetti.
—Yo tampoco.
—¿Quieres venir conmigo a Naples?
—Sí, me gustaría mucho.
—Gracias por convencerme, Meyer.
—Por un momento creí que no lo lograría.