Once
ONCE
El Byline no entró en la dársena hasta media mañana del jueves. Meyer y Aggie estaban parados en proa. Acompañé al yate, caminando por el muelle. Los dos estaban mucho más bronceados y muy contentos.
—Un paseo precioso —gritó Aggie—. Encantador.
Ayudé con las cuerdas y subí a bordo cuando la tripulación puso la planchada. Ellos me dieron la bienvenida. Le di un beso en la mejilla a Aggie y les pregunté hasta dónde habían llegado.
—Hasta la caleta Júpiter —dijo Meyer—. Anclamos en una ensenada muy retirada. Y la pasamos bien. Y entonces nos volvimos.
—Admiro la manera en que ustedes los marinos soportan los rigores del profundo océano azul.
—No seas sarcástico, querido —dijo Aggie—. No hay necesidad de ser vapuleado por una cantidad de olas gigantescas para disfrutar de un crucero.
¿No estás de acuerdo, Meyer?
—Aggie, siempre estoy de acuerdo con lo que tú digas.
—¿Tomamos algo? —preguntó ella—. ¿Abajo o acá arriba? Acá parece muy bien, ¿no te parece, Travis? Raúl, tres marías picantes, por favor.[2]
Se acomodó en una reposera de la cubierta superior, cruzando las largas, elegantes, bronceadas y siempre jóvenes y fulgurantes piernas, arqueando apenas su magnífica espalda, arrojándose hacia atrás el hermoso pelo, y regalándome una guiñada lenta e irónica. No era una invitación. Era la confirmación de que los dos aprobábamos el esfuerzo que hizo posible el ajustado bikini rosado, con sólo un pequeño rollito en el medio. Ella era una gloriosa máquina, una mujer inteligente y vigorosa que, algo tarde en la vida, hacía valer sus méritos, en todo el sentido de la palabra, y lo estaba disfrutando como nunca.
—Aggie se va en avión a la luna —dijo Meyer— en lugar de navegar hasta Miami.
—Iba a llegar dos días después —dijo ella—, pero luego de dos llamadas telefónicas, me di cuenta de que era imposible. Uno de los monstruos de los medios le está dando mordiscos a mi pobrecita cadena de periódicos, y se le hace agua la boca. Quiere anexarnos a todas sus revistas, canales de televisión, empresas transportadoras y fábricas de tampones y contratarme como asesora.
—Aggie —dijo Meyer, separando las manos—, depende de lo que tú quieras. Si tomas el dinero, lo colocas libre de impuestos después de pagar deducciones por utilidades de capital, podrías ganar medio millón al año con impuestos muy bajos. Podrías pasar mucho más tiempo a bordo de este navío.
—Lo que yo quiero, estimado señor, es dirigir mi mundo mejor de lo que lo haya hecho nadie antes, ni lo harán después. Una mujer de negocios, haciendo negocios todo el día.
—Entonces no vendas.
—Yo tengo un negocio que puedo vender —dije. Los dos me miraron y Aggie Sloane habló.
—¿Tú tienes un negocio? ¡Qué emocionante, muchacho! ¿Y de qué?
Llegaron las bebidas, y tomé un trago antes de volverme a Meyer.
—¿Me has oído hablar de Ted Blaylock?
—Sí, claro. El teniente tullido.
—Murió el lunes a la noche.
—Lo siento mucho.
—Un abogado llamado Daviss Grudd, con dos s y dos d, me llamó y me explicó todo el martes de tarde. Toda la empresa de Ted Blaylock, Oasis Inc., estaba en una corporación cerrada. Muy cerrada. Cien acciones en circulación. Me dejó cincuenta a mí y cincuenta a una seminola llamada Millicent Waterhawk, alias Mits, una de las famosas Féminas de los Fantasías. Y no puedo vender mi parte ni cederla hasta que se haga una tasación del valor total de esa mierda, y sólo Dios sabe cuánto tiempo llevará. Grudd dice que el negocio tiene que seguir funcionando o el valor de las acciones dejadas a Miss Waterhawk bajará, y Grudd también dice que hay una nota en su despacho, de Blaylock para mí, donde me dice que fue la única manera que se le ocurrió de proteger los intereses de Mits y que estaba seguro de que yo me aseguraría de que no la despojaran.
Salté tan rápido que me derramé el vaso sobre la mano.
—¡No me gusta nada de todo esto! —dije, en voz más alta que lo normal—. Mi Dios, cuando llegó el momento en que uno no podía alquilar un auto ni registrarse en un buen hotel sin tarjeta de crédito, tuve que consentir. Tuve que abrir una cuenta en el banco para que me dieran las tarjetas de crédito. Cada vez me veo metido en más y más computadoras. Los documentos del bote, impuestos municipales, antecedentes bancarios, antecedentes de réditos, Superintendencia de Contribuciones, antecedentes del ejército, de censos, de la compañía de teléfonos… Carajo, me siento más y más enredado. Como si caminara por un corredor oscuro pasando por una y otra telaraña. ¡Yo no acepté integrar este régimen de mierda! No quiero ser accionista, propietario, gerente ni qué mierda. Me siento asfixiado.
Los dos me miraban.
—Ya está, ya está —dijo Aggie—. Pobrecito. —Se volvió hacia Meyer—. El pobrecito no entiende el sistema moderno para garantizar la intimidad y el anonimato, ¿no?
—Explícaselo, mi amor —dijo Meyer, con aire presumido.
—Siéntate, Travis. La era de las computadoras, mi rebelde amigo, se está estrangulando con sus propios datos. A medida que el gobierno, la industria y las instituciones financieras compran y alquilan más y más preciosas computadoras, generación tras generación de computadoras, tienen que alimentarlas, tienen que usar miles y miles de programas, para utilizar la capacidad ociosa. ¿Voy bien, Meyer?
—Perfecto.
—Meyer me enseñó esto. Lo que tienes que hacer de ahora en adelante, Travis, es tomar medidas para aparecer en tantas computadoras como sea posible. Cantidades de cuentas en banquitos insignificantes, cantidades de tarjetas de crédito, cantidades de carnets de socio. Que tu abogado establezca algunas sociedades y pequeñas corporaciones y te consiga más números de impuestos. Mueve pequeñas cantidades de dinero aquí y allá. Compra y vende lotes de cualquier cosa. Alimenta todas las computadoras con toda la información que puedas.
—¿Para pasarme la vida controlando lo que hago?
—¿Quién habló de controlar nada? Si puedes meterte en tantas complicaciones que te confundan a ti mismo, imagínate lo confundidas que estarán las pobres computadoras.
—¿Me está tomando el pelo, Meyer?
—Te está dando un buen consejo. Si tratas de esconderte, será fácil encontrarte. Dejas sólo un rastro en la selva, y los perros pueden seguirlo. Deja cuarenta rastros, que se entrecrucen. Las computadoras se están estrangulando con los datos. Los tribunales se están estrangulando con casos. Billones de pedazos de papel andan sueltos todos los meses, atorando los conductos de entrada y confundiendo los de salida. Una encantadora ancianita de Duluth tenía doce casillas de correo bajo doce nombres diferentes, y doce tarjetas y números de bienestar social, y le mandaron cheques por los doce durante ocho años antes descubrirla. Y no lo habrían hecho si ella no se hubiera equivocado: hace cinco años firmó una tarjeta con el nombre de otra. El gobierno solicita la restitución. Ella dice que lo perdió al bingo. Piénsalo desde este punto de vista, Travis. Con cada nueva computadora que entra en servicio tu identidad se vuelve más y más difusa e irreal. En este mismo momento, si todos los hombres, mujeres y niños se pusieran a trabajar diez horas por día leyendo los registros de las computadoras, nada más que examinando la información de salida, cubrirían alrededor de un tercio de lo que se produce. El reciclaje de papel de computadoras usado es una industria gigantesca. Todos nos hundimos en el olvido de la abundancia, y un día de estos desapareceremos todos, sin dejar rastro.
Aggie empezó a reírse.
—Millicent Waterhawk —dijo con voz ahogada—, tu socia.
—¿Qué te hace tanta gracia? —le pregunté.
Meyer empezó a reírse también y no demoré mucho en unírmeles. Era un golpe tan terrible a mi imagen de mí mismo que me llevó tiempo verle la gracia. Pero la tenía, creo.
El funeral fue el viernes al mediodía en el pequeño cementerio Everglades en Bonahatchee. Vinieron más Fantasías de lo que Mits esperaba. Estaba complacida de que casi ciento cincuenta motos se reunieran en el Oasis y fueran a paso lento a la Sala Mortuoria Snead de Bonahatchee y, luego de la oración y el servicio, siguieran a la carroza fúnebre hasta donde las flores cubrieron el montículo de la tumba.
Todos los hermanos y hermanas llevaban cintas de luto en los brazos. Después del servicio junto a la tumba empezaron a separarse, y a hablar aquí y allá con gente que hacía mucho tiempo que no veían, desde el funeral del último motociclista muerto. Luego se fueron de a dos y de a tres, pasaron tronando junto a los dos patrulleros llamados por las dudas, sin duda por nerviosos vecinos de la zona, asustados por las imágenes de tipos corpulentos de barba y casco que hacían un ruido tan poderoso mientras avanzaban lentamente por la ciudad en columnas de a cuatro.
Daviss Grudd se acercó y se presentó después del servicio. Mits me lo había señalado y dijo que tenía una Suzuki de 900 cc con un carenado Windjammer para viajes largos. Tuvo que explicarme lo que quería decir. Grudd era un hombre más bien chico con hombros anchos y un gran bigote con las guías hacia abajo, y una voz como algo hablando desde el fondo de un barril. Se lo presenté a Meyer. Nos siguió hasta el Oasis, que estaba cerrado por el funeral. Trajo el portafolio que sacó de un maletín y los cuatro nos sentamos a una de las mesas frente al mostrador.
—Meyer —expliqué— es mi asesor financiero.
—No puedo creer que sea la dueña de la mitad de esto —dijo Mits—. Nunca tuve nada en la vida.
—La situación financiera es muy buena —dijo Grudd—. Lo que necesitan aquí es una buena administración. Ted era un buen administrador. Esto siempre pareció un desorden, pero dejaba dinero.
—Yo no quiero administrarlo aunque pudiera —dije rápido.
—¿Quién lleva los libros? —preguntó Meyer.
—Ted lo hacía —respondió Mits—. Están en el cajón de su escritorio.
—¿Los quiere? —Grudd asintió y ella fue a buscarlos. Chequeras, libro diario, libro mayor, hojas de inventario, planillas de sueldos, impuesto de retención, impuesto a las ventas, registro de impuestos ad valorem.
—Tengo los libros de la corporación y de actas, etc.
Meyer pasó las hojas, recorrió con el dedo columnas de números, estudió la chequera.
—Puedo dar una opinión preliminar —dijo.
—Me gusta como habla —dijo Mits.
—Si se le paga a un buen administrador lo que vale, un administrador que pueda mantener y atraer al tipo de clientela que el negocio ya tiene, quedará muy poco para dividendos. Si queda algo, debería utilizarse en reemplazos, equipo y mantenimiento del edificio. A primera vista veo una situación de deuda muy clara. Hay nueve acres de tierra con un frente de doscientos metros en una carretera apartada, de poco movimiento. Valor de la tierra: de veinticinco a treinta mil. Inventario de bebidas: mil quinientos. Inventario de motos y repuestos: de diez a doce mil a precio de costo. Licencia para expedir bebidas alcohólicas, ¿cuánto?
—Unos veinte mil si podemos trasladarla —dijo Grudd.
—Equipo y herramientas, digamos cinco mil. Déjenme ver, eso hace unos sesenta y cinco A sesenta y ocho mil. Mi consejo es vender.
Mits lo atravesó con la mirada.
—Ahora ya no me gusta como habla. Ni pensar en vender.
Ni pensar. Ignoro si él iba a intentar convencerla o no. Llegaron dos grandes motos, roncando y haciendo ruido de escape. Mits se puso de pie de un salto y miró para afuera.
—Son Preach y Magoo.
—Altos oficiales de los Fantasías —explicó Grudd—. Déjalos pasar, Mits.
Preach era alto y delgado y tenía un enterito gris con una cantidad de botones de plata. Tenía largo pelo rubio y una larga y fina barba rubia. De no ser por los lentes de aro dorado que llevaba, parecía una imagen de Jesús de arte folklórico. Magoo mediría alrededor de uno sesenta y siete de altura y casi un metro veinte de circunferencia, pero sin una gota de grasa. Si pudiera estirarse las piernas chuecas llegaría al metro ochenta. Los brazos eran largos, grandes, musculosos y estaban al descubierto, mostrando pálidos trazos azules de dragones, perros fu, y jardines chinos bajo el bronceado. La cabeza era una vez y media una cabeza normal, con una importante plataforma formada por la mandíbula acromegálica. La expresión era alegre y sardónica, feliz y escéptica al mismo tiempo.
Preach apoyó las manos sobre los hombros de Mits y le miró la carita marrón con afecto y compasión.
—Mits, Mits, Mits —dijo—. Feo, ¿no? No pude llegar a tiempo, chiquita. Lo sentimos mucho. Estábamos en Baja cuando nos enteramos. Vinimos volando.
—Me llamaba la atención —dijo ella—. Está bien. Ya conocen a Daviss Grudd. Él es Mr. Meyer y él, Travis McGee.
—Preach —dijo él, y me tendió la mano, ignorando a Meyer. La mano era delgada y fría y el apretón flojo. Vi que los ojos descendían hasta la insignia de metal que Cal me había dado, y me pareció que le hacía un poco de gracia—. McGee, te presento a Magoo. —El apretón de manos de éste era macizo y fuerte—. Oí hablar de ti —dijo Preach. Se volvió a Grudd—. ¿Qué hizo Teddy con esto?
—Mitad y mitad. Para Mits y McGee. Partes iguales.
—Interesante —dijo Preach. Mits interrumpió.
—Mr. Meyer piensa que debemos vender. Preach estudió a Meyer.
—¿Y qué le hace pensar eso, señor erudito? Meyer le sonrió.
—El sentido común. Blaylock no retiraba un sueldo y se dejó estar en mantenimiento y reparaciones. Parte del inventario de motos está aquí desde hace mucho. Cuando se empiece a pagar a un administrador y a poner el negocio en orden, no quedará mucho.
—¿De quién es amigo éste? —le preguntó Preach a Grudd.
—Está conmigo —dije yo.
Preach giró en redondo y volvió a estudiarme.
—Dile a tu amigo Meyer que no se preocupe por la administración.
—Dice que no te preocupes por la administración, Meyer —dije.
—¿Te estás haciendo el vivo, McGee? —me preguntó Preach.
—Nada más que para que me veas.
—Te veo —dijo él—. Grudd, tú y los demás den cartas o algo. Yo voy a dar una vuelta con los mellizos graciosos.
Salimos por atrás hacia donde estaban las cabañas, entre el pasto crecido. Los grandes brazos de Magoo le llegaban a las rodillas. Saltó y se sentó en el baúl de un viejo convenible Mustang rojo, al que hacía tiempo le habían sacado el techo, que se herrumbraba al aire libre, soñando con cálidas noches de luna llena de los años sesenta. Preach se apoyó contra una cabaña, con los brazos cruzados, sonriéndome, con los ojos de Jesús azules y suaves. Yo apoyé el traste[3] en el borde de una pila de baño para pájaros de hormigón que tenía caracoles en el borde como adorno.
—¿En qué andas? —preguntó Preach.
—Les hago favores a amigos, si tengo que hacerlo.
—Un gran hijo de puta, ¿no? —No requería respuesta. Siguió—. No se precisa mucho para arreglárselas con dos gorditos fofos. Quizás haya otros dos gorditos fofos que quiero que veas. Pero no como favor, sino por dinero.
—No, gracias.
—¿Y si no tienes elección?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que si no quieres hacerme el favor, Magoo y algunos de sus amigos me harán el favor de quebrarte los codos. Se dice que duele un poco.
Le sonreí y negué con la cabeza.
—Si vas a dar las órdenes, mejor diles que me maten. Vas a dormir más tranquilo.
—¿Te parece?
—Todo lo que se quiebra se compone, de una u otra manera. Y yo no volvería; de frente, Preach. Algo te caería en la cabeza. O algo que recojas del suelo podría estallar. O podrías encontrarte en una habitación que se incendia y la puerta está cerrada. Si viniera de frente, podría no llegar a ti. Y yo querría estar absolutamente seguro. Entonces, hablando de dar órdenes, ¿quieres que te diga lo que puedes hacer en tu casco?
Se apartó de la cabaña, estirándose.
—Tenemos que andar más en moto —le dijo a Magoo.
—Sí —dijo el otro—. Los últimos ochenta kilómetros me dolía el traste. No tenemos muchas oportunidades en los últimos tiempos, ¿no?
Preach me estudió.
—Probando, probando. Blaylock me habló de ti una vez. Dijo que no buscabas lío. Yo tampoco, por eso te entiendo. Tengo algunas ideas sobre este lugar. Pero quiero saber una cosa. ¿Estás pensando en llegar a algo con Mits?
—No.
—¿Qué piensas del negocio?
—Apenas esté arreglada la parte legal, quiero sacarme mi parte de encima con toda la rapidez posible.
—¿Qué tal tus derechos civiles, McGee?
—No entiendo lo que quieres decir.
—Quiero decir que si eres un ex convicto, puedo conseguirte un perdón para que puedas volver a votar.
—Me parece bien, pero no tengo antecedentes.
—Me parece bien porque tienes que seguir siendo el dueño de la mitad. Va a ser lindo para ti.
—¿Cómo?
—No tendrás ni que acercarte. No sabrás nada. No sabrás que haremos construir caminos, un lago artificial, una pista de aterrizaje y una sala de reuniones, como un pequeño centro de convenciones. Y todo estará alambrado de modo que ni una rata pueda entrar sin encender las luces rojas. Alguien te llevará lo que tengas que firmar, sobre cosas de la corporación. Tú y Mits firmarán un contrato de administración con alguien. Todavía no sé con quién. Los libros darán pérdidas y tú recibes los dividendos en efectivo que no tendrás que declarar. Pueden ser dividendos interesantes.
—¿El mismo trato con Mits?
—Puede que sí, puede que no. ¿Por qué te preocupa?
—Me preocupa.
Se me acercó y me tendió la mano otra vez.
—Nos vamos a entender —Nos estrechamos la mano—. ¿Andas en moto?
—Hace años que no. Pero puedo si hay que hacerlo.
—¿Qué hacías aquí el otro día, McGee?
En los diez silenciosos segundos que siguieron recorrí todas las posibilidades.
—Quería que Blaylock me diera alguna pista sobre un motociclista que mató a golpes a un viejo enfermo cerca de Citrus City hace dos años.
—Se habla mucho de eso. Me desilusionarías mucho si esto tiene algo que ver con el cumplimiento de la ley.
—Tiene que ver con el hijo del viejo que perdió parte de la herencia.
—¿Nada que ver con la policía?
—Le estoy haciendo un favor a un amigo. De eso me ocupo.
—¿Blaylock te ayudó?
—Me dio dos nombres, de motociclistas. El Sucio Bob y el Senador. Preach se volvió hacia Magoo.
—¿Alguno de esos nombres en los Corsarios?
—Por favor, Preach, después de esa película de mierda ha habido Sucios Bobs por todos lados.
—¡Ahí es donde lo oí! —dijo Preach—. En aquella película, El cielo de las motos. Así se llamaba el jefe de los motociclistas.
—Y además —dijo Magoo—, su compañero se llamaba el Senador. No me acuerdo de sus verdaderos nombres.
—Se dice que esos dos vinieron desde California en cincuenta horas, sin dormir, con estimulantes —dije.
—Carajo —dijo Preach—, entonces los que están buscando pueden ser los mismos de las películas, los originales. Oí que los dos eran Ángeles del Infierno. O Bandidos, no me acuerdo. Qué películas estúpidas. Si un club empieza a matar civiles como en esa película los policías cortan las carreteras y empiezan a bajar a tiros a cuanto moticiclista se le aparezca adelante. —Me dedicó una amplia sonrisa y dijo—: Hay formas más discretas de matar civiles.
Al entrar en la habitación donde estaban los otros, Preach me apoyó su mano larga y fina sobre el hombro.
—Nos entendimos a la perfección —le dijo a Mits y a Grudd. Los dos parecieron aliviados—: McGee decidió quedarse con este hermoso jardín. Mits, tú sigues como siempre.
—Claro, Preach.
—Gruddy, chiquito, te veo pronto.
—Bueno.
—Vamos, Magoo. Pon a trabajar a tu traste dolorido.
Salieron tronando hacia la carretera, levantando piedritas detrás de las ruedas.
—Es… —dijo Grudd con inseguridad—, un hombre muy raro.
—¿Qué hace? —preguntó Meyer.
—No pregunte. No lo sé. Tiene una oficina en Miami. Karma Impons. Tiene negocios inmobiliarios o algo así.
—Quiere hacer varias mejoras aquí —le dije a Mits—, traer un administrador.
—Cualquier cosa que quiera hacer me parece bien —dijo ella—. ¿Les parece que… abramos y sigamos atendiendo?
Grudd asintió.
—Es lo mejor. Él se mueve rápido. Mits, revisa todos los efectos personales de Ted, ¿quieres? Separa lo que no sirve, lo que tiene valor y lo que tengas dudas. Haz una lista. Volveré el lunes. No, mejor el martes. Tengo que estar en la corte el lunes.
Todos teníamos que irnos. Mits salió con nosotros.
—Este va a ser un fin de semana de mierda, muchachos —dijo—. La rueda izquierda de su silla hacía un chirrido. La aceité tres veces pero seguía. Voy a oír ese chirrido a mis espaldas todo el tiempo… Gracias por todo, muchachos.
De vuelta a Bahía Mar en el viejo Rolls azul le conté a Meyer mi conversación con Preach.
—No me interesa obtener dividendos subrepticios por una operación en la que no quiero tener nada que ver.
—¿Qué van a hacer?
—Sólo Dios sabe. Productos tradicionales, supongo. Una pequeña fábrica de productos farmacéuticos. Un puerto para los contrabandistas. Centro de distribución mayorista. Cuartel nacional para motociclistas marginados.
—Grudd está asustado de ese hombre.
—Yo obtuve lo que quería de él. La pista es muy engañosa, vieja y fría, pero si lleva adonde yo pienso, nos va a dar de cabeza contra Peter Kesner. Y a Josephine Esterland. Ahora quiero ver esas películas de motos.
Más tarde solo a bordo del Flush, no podía explicar la sensación de incomodidad, de inquietud, que comenzó cuando Preach me puso la mano sobre el hombro. No fue un gesto de amistad o afecto. Fue un símbolo de posesión. Él y Magoo me habían llevado a los matorrales, me habían violado de una manera diestra e indescriptible y me habían traído de vuelta, anunciando que a mí me había gustado. Pensé si estaba fanfarroneando cuando le dije que lo buscaría si me estropeaban. Probando, probando. ¿Era suficiente el orgullo? Quizás yo había pasado demasiado tiempo de mi vida en demasiados hospitales. ¿Estaría Preach convencido de que yo hablaba en serio? Si yo no estaba seguro de lo que decía, mejor tratar de mantener los codos intactos. Es el nuevo sistema de advertencia. Lo apoyan contra el bloque de hormigón, un hombre sostiene la muñeca, con los pies apoyados contra el bloque, y le dan un golpe al codo con el martillo de tres kilos, aplastando la coyuntura. Si lo hacen con los dos codos, uno no puede ni comer solo. Los italianos lo hacen con las rodillas, los traficantes de drogas con los codos.
Busqué en mi libretita y disqué el número de Miami de Matty Lamarr. Eran las 5.05. Me dijeron que se había jubilado y vivía en Guadalajara. Me dieron el interno del teniente Goodbread. Estaba en otro teléfono. Sí, espero.
—Goodbread —dijo. La voz me trajo la vívida imagen de aquella cara, grande con ese aire tan útil de estupidez.
—Habla McGee desde Lauderdale.
—¿McGee? McGee. Sí, claro, el tipo brillante que me salvó aquella vez del importante general lleno de dinero. ¿Mataste a alguien?
—No en los últimos tiempos. Pero hoy conocí a un motociclista que tiene intenciones de tenerme bajo su ala. Es el jefe de un club de motociclistas, los Fantasías. Y opera en tu zona, incluso puede ser que legítimamente. Le dicen Preach.
—No es un ave muy interesante para ponerse abajo, McGee. Hay mucha gente por aquí que lo quiere ver muerto y es capaz de balear a cualquiera que esté cerca. Se llama Amos Wilson. Es el dueño de Karma Imports. Muchos arrestos, nunca convicto. Tiene acceso a grandes cantidades de dinero para fianzas. Creí que se estaba apartando del mundo de las motos.
—¿Qué es?
—Créeme, no lo puedo clasificar. Es fácil decir en donde podría estar metido. Puede ser un gran importador de productos medicinales, o de gente, desde países impopulares. Los testigos desaparecen. Los federales tienden a olvidarse de muchas cosas. No entra en un modelo establecido.
—¿Para qué podría querer un gran lote de terreno en el medio del campo, con un buen sistema de seguridad, aeropuerto, etcétera?
—Esto no es más que una suposición, amigo. Pero lo que yo creo es que este hombre y su amigo Magoo tienen un servicio para gente que se ocupa de negocios turbios. Esta gente necesita transporte, seguridad, comunicaciones y matones. Creo que él ya se retiró de la acción, y ése sería un lugar más seguro que estar en la línea de fuego donde podríamos alcanzarlo.
—¿Lo vas a apresar por algo?
—Yo antes decía que tarde o temprano siempre atrapamos a todo el mundo. Pero ahora, eso no corre más. No atrapamos a nadie. No tenemos ni dinero ni gente. Hay demasiados grupos de delincuentes. Tipos como Preach, por ejemplo, surgen de la nada: se meten en lo más movido del asunto, se hacen de un nombre, y llevan el dinero al banco en carretillas. A veces el banco es de ellos. Te juro que envidio a Matty, allá en México. Le dije que me guardara un lugarcito.
—Gracias por el tiempo y la información.
—¿Qué te dije? Me preguntas por un tipo muy astuto con mil negocios. Los tiempos cambian. Todos los meses hay una nueva modalidad para traer al hashish, la yerba y la cocaína. Todos los meses hay gente hecha puré por la competencia, o los mandan a nadar con un peso atado al cuerpo, o se estrellan con sus aviones en zonas vacías loteadas para construir, por ahora en donde sólo hay carreteras. Preach dirige un servicio de asesoría e inversiones, supongo. Incluyendo un lugar donde se puede ir cuando las cosas se ponen feas. Quizás reconcilia a A con B y arregla con C para que mate a D. Lo que supongo que sería improbable es que él dé la cara. Estará detrás de todos los negocios y cobrará un porcentaje sobre lo que le traen nueve grupos, y le debe de ir mejor que a todos ellos a la larga. He oído que está comprando viejos edificios de oficinas en mal estado, los reacondiciona y los alquila a muy buen precio. Pero, como te dije, en tu lugar, yo me mantendría lo más lejos posible. Hay muchos que los quieren ver muertos, a él y a Magoo. Y siempre es bueno mantenerse fuera de la línea de fuego.
—Muchísimas gracias, teniente.
—Algún día necesitaré que me hagas un favor, McGee. Es como una inversión que estoy haciendo.