Cinco

CINCO

Dejé el hotel después de almorzar y me dirigí hacia el sudoeste en el pequeño coche azul oscuro, alquilado, creo que era un Mitsubishi, con motor VW y el espacio suficiente casi para estirar las piernas. Fui a la Interestatal 4 y cometí el error de seguir por la 4 todo el camino hasta los suburbios de Tampa antes de tomar la 301 hacia el sur.

Hacía dos años que había andado por esta ruta, y encontré todas las rutas norte-sur atoradas de tránsito ruidoso y mal educado. Los camiones no se despegaban unos de otros y los cowboys se cruzaban de una a otra senda, y los gerontes del medio oeste iban en un lento traqueteo por las sendas rápidas, sordos a las bocinas. Bradenton, Sarasota, Venice, Punta Gorda, Fort Myers, todo igual. Panoramas llenos de smog y resplandores de cromo a lo largo de la extensa calle entre casas de comida rápida, moteles, concesionarios de automóviles, grandes depósitos, centros comerciales, estaciones de servicio y carteles gigantescos. Es todo ese bullicioso y enérgico crecimiento lo que hace al estado más y más vulgar. A los recién llegados no les importa en lo más mínimo, porque creen que siempre ha sido así. Pero en dos años todos quieren cerrar la puerta, sacar la escalera y cerrar el estado. Muy de vez en cuando, digamos una vez cada ochenta kilómetros, hasta podía ver un asomo del Golfo de México, a la derecha. Y me acordé de cuando traje el Flush por esta costa con Gretel a bordo. Y deseé poder llorar con la facilidad con que lloran los niños.

Había llamado a Eden Beach y me reservaron una habitación cuadridual en el segundo piso, con ventanas hacia los prados. Después de dejar el bolso en la habitación fui al vestíbulo a buscar a Anne Renzetti.

La vi cruzar el vestíbulo, caminando con rapidez, con expresión ansiosa y atenta. Hoy tenía un vestidito muy elegante: era de algodón en un tono muy original, un coral anaranjado, que le sentaba tan bien, marcando la hermosa forma de las caderas, la curva de la cintura, la espalda y los hombros rectos. El color también le quedaba bien. Una mujercita lujuriosamente viva.

—Hola, Anne —dije.

Se detuvo de golpe y me miró, intrigada, pero enseguida me reconoció.

—Hola, Mr. McGraw.

—McGee. Travis McGee.

Miraba por encima de mi hombro.

—Sí, claro. Perdóneme. Travis McGee. ¿Vino Meyer con usted?

—Tuvo que regresar. Comenzó a retirarse.

—Tendrá que disculparme. Estoy…

—Quería que me presentara al Dr. Mullen. Quiero preguntarle sobre el estado de Ellis Esterland en el momento de…

Hasta la mención del nombre la hizo resplandecer. Pareció dejarla sin aliento. Tenía una sonrisa encantadora.

—Por eso estoy tan ocupada en este momento. No vino ayer. Llegará en cualquier momento. Acabo de ver la habitación que le reservé y la ducha del diablo sigue goteando. Perdóneme un segundo, por favor.

La seguí hasta el escritorio. Le dijo a Marie lo de la gotera y Marie llamó por teléfono al hombre de mantenimiento. Anne se volvió y miró por encima de mi hombro hacia la entrada. Su sonrisa se hizo más amplia, se ruborizó debajo del bronceado y se deslizó a mi lado, veloz y ágil. Casi corrió hacia la entrada, con los brazos abiertos, y oí su alegre exclamación de bienvenida.

El hombre rondaba los treinta y cinco años, llevaba bigote castaño, y lentes ahumados con aro de oro. Tenía un aire agradable. Severos rasgos irregulares, una linda sonrisa. Y no era muy grande. Haría juego con Anne Renzetti. Un metro cincuenta y siete hace juego con un metro setenta. Apoyó las manos en los hombros de Anne, la besó en la mejilla y luego, con el gesto del mago presentando su mejor truco, estiró la mano y trajo desde atrás de él a una gran rubia resplandeciente. Sobrepasaba en cuatro o cinco centímetros al buen doctor. Los dos exhibían la misma sonrisa puro diente de los muñecos, y, por encima de los ruidos del vestíbulo oí la presentación:

—… mi esposa, Marcie Jean.

Anne no se encogió, la verdad sea dicha. Y creo que mantuvo la misma sonrisa, porque todavía la mantenía cuando giró en redondo y vino con ellos hasta el escritorio. Percibí que no era éste el momento más apropiado para solicitar me presentaran al doctor y su esposa. Anne siguió sonriendo mientras el doctor se registraba. Le señaló la ubicación de su habitación en un plano. Un botones fue con ellos a llevar el equipaje desde el jardín a la habitación.

Las dos chicas de detrás del escritorio se las habían arreglado para desaparecer. Reconocieron las señales de tormenta en puerta. Anne se apoyó contra el escritorio, con los brazos cruzados, mirándome y mirando a través de mí, una mirada que me atravesó, a la altura del pecho.

¡Luna de miel! —dijo casi en un susurro—. Esa estúpida rubia grandota y tonta sale de la nada y lo engancha. Y yo puse dos botellas de champagne helado en la habitación. ¡Mierda! Espero que la ducha no deje de gotear.

—Es muy difícil arreglar una gotera en una ducha.

Volvió lentamente al aquí y ahora y me enfocó. Inclinó apenas la cabeza hacia un lado y me miró con detenimiento. Se pasó la lengua por los labios y tragó saliva.

—¿Cómo dijiste que era tu nombre? ¿McGee? Eres un gran hijo de puta, ¿no?

—No intentaría negarlo.

Me miró. Estaba a punto, como llena de electricidad. Todo funcionaba: toda la sangre y los jugos desde los ojos hasta las uñas pintadas.

—Será mejor que me consuele con manzanas, hombre. ¿O son rosas? Y sustentadme con frascos[1] aunque no sé lo que quiere decir. Siempre quise saberlo. Y, por el amor de Dios, sé discreto o de lo contrario se extinguirá la poca autoridad que me queda aquí.

—¿Me estás nombrando tu instrumento de venganza?

—¿Te importa mucho?

—Lo estoy pensando.

—¡Muchas gracias! Tómate tu tiempo. Tienes cuatro segundos más, carajo.

—Tres. Dos. Uno. Bingo.

—En mi cabaña —dijo ella—. A eso de las nueve.

—Trata de recordar mi nombre.

Ella intentó sonreír pero la sonrisa se convirtió en una mueca, el labio inferior sobresalió un poquito, se le llenaron los ojos de lágrimas, y giró y se alejó hacia su oficina. La espalda derecha y orgullosa estaba por fin vencida.

Llegué puntual, después de pensar todo el día si iría o no. Me hacía sentir como una chica ridícula. A pesar de todas las nuevas libertades que todo el mundo aduce tener, todavía me siento extraño cuando soy el agredido. Me dan ganas de ruborizarme y sonreír como un tonto. Dudaba de mi propia racionalización. Ella parecía una buena persona y su espíritu había sufrido un revolcón cuando el Doc apareció con la novia sorpresa. ¿No sería peor el daño si ni siquiera un semidesconocido la quería como obsequio?

De todos modos, me pareció que después de pensarlo todo el día, ella habría cambiado de idea. Fue un abrupto impulso de autodestrucción que la llevó a proponérseme de manera tan directa. Quizás ni siquiera estuviera en su cabaña. Y si estaba, y si decía que lo había reconsiderada y que era una tontería, ya habría tiempo para que los dos se separaran con elegancia.

Estaba. Un hilito de luz brillaba por debajo de la puerta. Cuando golpeé se apagó la luz y ella salió al porche oscuro, protegido de la luz de las estrellas, trayendo dos vasos y el balde del hielo, y una toalla con la que sacarle el corcho a la botella de champagne. Tenía pantalones negros y una palera blanca contra la brisa nocturna del Golfo. Habló con voz demasiado alegre.

Champagne para ti también, compañero, para que no sientas que se ha perdido todo.

—¿Lo pensaste mejor, eh?

—Sí. No sé en qué mierda estaba pensando, y no fue una de mis ideas más brillantes. Hace un ratito me preguntaba, ¿qué pasaría si llegabas ansioso y decidido? ¿Me animaría o no?

—Nunca se sabe. Supuse que habrías cambiado de idea.

—Gracias. Cualquier amigo de Meyer es amigo mío. Meyer tiene muy buen gusto con los amigos. Abre esa botella.

Saqué el alambre y apoyé los vasos en la baranda, donde la arena iluminada por las estrellas, más allá, proporcionaba luz suficiente para llenarlos. Serví. Chocamos los vasos.

—Por todos los sueños tontos que nunca se convierten en realidad —dijo ella—… y por las mujeres tontas que los sueñan.

—Por todos los sueños tontos que no deben convertirse en realidad. Y no se convierten —dije yo.

Ella bebió un sorbo.

—Quizás tengas razón. Ellis se moría. Prescott Mullen era una figura con autoridad. Daba consuelo. Cuando uno se apoya en la fuerza corre el riesgo de darle demasiado significado.

—Creí que eras muy pero muy feliz con tu trabajo aquí.

—¡Lo soy! No pensaría en dejarlo. Él iba a instalarse aquí a ejercer. Otro fragmento del sueño tonto.

Bebimos, con las sillas muy cerca. Los silencios eran cómodos. Le conté pedazos de mi vida, escuché parte de la de ella. Tuvimos algunos capítulos para llorar y algunos alegres. Unos cinco minutos después que ella deslizó su mano entre las mías, me incliné sobre su silla y besé sus labios maduros y cálidos como ciruelas silvestres, y luego ella se levantó, me tomó de la muñeca y dijo, en voz baja:

—Creo que, de alguna manera, me convenciste.

Nos quedamos acostados bajo el suave resplandor color durazno de una toalla rosada envuelta alrededor de la lámpara de su mesa de luz, satisfechos, llenos de paz y somnolientos. Las grandes aspas de madera de un ventilador en el techo giraban lentamente por encima de nuestras cabezas y podía sentir el olor del mar. Un grupo de sapos de pantano croaba en un jardín, voces de coro a contrapunto.

Ella se apoyó en un codo y deslizó los dedos por la cicatriz de quince centímetros en mi costado derecho, a medio camino entre la axila y la cintura.

—¿En cuántas guerras me dijiste que habías estado?

—Sólo en una, y eso no me lo hicieron ahí. Este fue un señor muy enojado con un cuchillo muy afilado, y si hubiera logrado que me la cosieran enseguida, apenas habría quedado una cicatriz.

—Deberías publicar una guía de bolsillo.

—Algún día organizaré una visita guiada. Meyer dice que la piel sana que queda no alcanzaría para hacer una pantalla como la gente.

—¿Eres propenso a sufrir accidentes, querido?

—Podría decirse. Soy propenso a estar donde los accidentes son propensos a presentarse.

—¿Por qué quieres preguntarle a Prescott sobre Ellis?

—No tengo nada específico sobre lo que continuar. Es lo que hago siempre, es mi método. Si hago hablar a mucha gente, tarde o temprano surge algo que puede encajar con lo que dijo otra persona. A veces lleva más tiempo que de ordinario, y a veces no sucede. Como por ejemplo, anoche descubrí que el que mató a Esterland pudo ser un motociclista.

—¿Por qué piensas eso? No comprendo.

Entonces se lo expliqué todo, modificando sólo lo necesario para omitir lo intrascendente. Se le cansó el brazo y acurrucó la cabeza contra mi garganta, y su aliento era cálido contra mi pecho. Mientras hablaba, le acaricié despacio la espalda suave y espléndida, desde el coxis hasta la nuca y el camino de retorno.

—Bien —dijo cuando terminé—, me parece interesante, pero no veo qué pudo tener que ver un motociclista con toda la historia. La única persona que conozco que sabe algo sobre motocicletas es el loco ese amigo de Josie, Peter Kesner.

Me sorprendió.

—¿Anda en moto?

—¡No! Es lo que allá llaman un genio. Es un “dos-guiones”.

—¿Un qué?

—No, mi amor, no es ninguna forma de perversión. Hizo dos películas donde fue escritor-director-productor. Las hizo hace años con un presupuesto muy escaso y fueron lo que se dice tapadas. Hicieron mucho dinero, considerando lo que costaron. Quizás hayas oído hablar de ellas. Una se llamaba El cielo de las motos y la otra era Motos en el parque. Eran muy realistas, sabes. Usó gente del ambiente de las motos y cámaras portátiles. Y eran películas trágicas. Los críticos se enloquecieron. Yo vi una, pero no recuerdo cuál. El sonido era demasiado alto y se moría mucha gente.

Se incorporó, se peinó el pelo oscuro con los dedos y me sonrió.

—Tengo un poco de frío. ¿Llegas al interruptor del ventilador? —Lo apagué. Ella se estiró, alcanzó el extremo de la sábana y nos cubrió.

—¿Dijiste que Kesner es el amigo loco de Josephine?

—Vino con ella a Stamford cuando Ellis estaba en el hospital la primera vez. Ahí lo conocí. Es grande, de tu tamaño, más o menos, y según Josie, ha tomado todas las pastillas, polvos o inyecciones que se han inventado. La trataba a las patadas a Josie, pero a ella parecía no importarle. Es difícil mantener una conversación con él. No puedo describirlo. Es… frustrante. Y actúa muy raro.

Le dio una patadita a algo, luego buscó debajo de la sábana y apareció con su bikini. La sostuvo a la luz y dijo:

—Uno de mis plancitos románticos para el buen doctor —Era blanco, con un diseño regular de brillantes corazones rojos del tamaño de moneditas.

—Me alegro de que no haya podido apreciarlos.

—Tú no los apreciaste. Me los quitaste demasiado rápido.

—¿Contra tu voluntad?

—Bueno, no del todo. ¿Viste qué cara tan gorda tiene?

—¿Qué?

—La esposa. Una cara gorda y ojitos de cerdo.

—No me fijé porque te estaba mirando a ti, Annie. Anoche estaba en mi cama del Groveway Motel pensando en tus preciosas piernas apoyadas en la baranda de la terraza hasta que tuve que levantarme a darme una ducha fría. Y entonces fue que me vine corriendo en mi Mitsubishi domesticado. Meyer me dijo que tenías interés en el doctor, pero no quise creerle.

—¡Vamos! ¿En serio?

—Lo juro.

—¿Sabes? Eso me hace sentir mucho mejor con respecto a esta… circunstancia fortuita.

—Pues yo he disfrutado mucho circunstanciando con usted, Miss Renzetti.

—Antes siempre me fastidiaban los hombres grandes y altos.

—Y las mujeres morochas y pequeñas no eran el súmmum de mis fantasías eróticas, chiquita.

—¿Y de ahora en adelante?

—Primerísimo lugar.

—¿Dijiste que lo habías disfrutado?

—Lo disfruté. ¿En pasado?

—Mi querida señora, son las tres y cuarto de la mañana.

—¿Y?

—Mis murallas han sido abatidas, mis legiones diezmadas, mi imperio arrasado y mi flota hundida en el fondo del mar. Y tú…

—Cállate —dijo con suavidad.

Y así, con tiempo, lo imposible fue al principio probable y luego inevitable.

Estaba tendida empapada en sudor y agotada, con la carita abotargada y confusa, y la boca sonriente.

—¡Bueno! —dijo. Me atrajo la boca para un beso fraternal—. Cada uno a su cama, mi amor. Sé discreto, ¿sí?

Cuando terminé de vestirme, ella ya roncaba. La tapé con la sábana y la frazada liviana y apagué la luz. Al salir, me fijé que la puerta quedara cerrada. Caminé hasta el borde del agua, donde las pequeñas olas susurraban y golpeaban contra la arena. Una gaviota levantó vuelo, graznando, y me asustó.

En algunas horas antes de amanecer es cuando se supone que los ánimos están más bajos. Es a esa hora cuando mueren más pacientes en los hospitales. Es a esa hora cuando se detiene la respiración trabajosa, con un último estertor. Traté de echarme ceniza sobre la cabeza. McGee, el padrillo a mano. Siempre a su servicio. Con referencias. Traté de reunir un ápice de depresión postcoital. Pero todo lo que sabía de mí mismo, a pesar de la introspección, era que estaba contento. Me sentía feliz, satisfecho, relajado, con una capa de dulce tristeza, lo que se siente cuando se mira una fotografía de uno mismo sacada con alguien que hace mucho que no está, en una playa lejana, hace mucho tiempo.